Un piloto argentino y un ataque relámpago: los secretos de Barbarroja, la operación que frenó a los nazis
Fue el mayor despliegue militar del siglo XX y se cobró la vida de 300 mil personas; el error ideológico de Hitler y el factor “General Invierno”
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No fue el barro, no fue el crudo invierno ni el poderío militar soviético lo que frenó el plan de la Alemania Nazi por el que, mediante una serie de ocupaciones relámpago, se apoderaría de la Rusia bolchevique, sino la subestimación racial de un enemigo al que consideraban inferior. Así, al menos, coinciden los historiadores.
Más allá de las caracterizaciones militares de la mayor avanzada bélica del nazismo, conocida como Operación Barbarroja, de la que se cumplen 80 años, los estudiosos acuerdan en que tanto Adolf Hitler como su Estado Mayor creyeron, erróneamente, que aplastarían a los pueblos eslavos de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas por considerarlos una “raza de siervos subhumanos”.
El domingo 22 de junio de 1941 comenzó la operación Barbarroja, denominada de esta manera por Hitler como un homenaje nacionalista al emperador del Imperio Germánico del siglo XII, Federico I, a quien llamaban de esta manera por el color de su barba.
Concebida como una campaña relámpago (Blitzkrieg) de pocos meses, que tanto éxito le había reportado en el Este, con la invasión de los Países Bajos y Francia, la operación consistió en movilizar tres grandísimos ejércitos atacando desde el norte, el centro y el sur de Europa en dirección al oeste, asestándole un duro golpe sorpresa a las fuerzas de José Stalin y el mariscal Gueorgui Zhúkov.
Los rusos, pensaban los alemanes, estarían confiados además por el cumplimiento del pacto Nazi-Soviético de no agresión, que había sido firmado por los cancilleres Joachim von Ribbentrop y Viacheslav Mólotov el 23 de agosto de 1939.
Alta moral, estimulantes y guerra de exterminio
El arrollador avance alemán, con al menos 3.5 millones de soldados, parecía imparable.
Con el correr de los días caían pueblos y ciudades enteras a manos de los alemanes. Los antecedentes hacían elevar la autoestima de las tropas. Las fuerzas nazis venían de invadir con éxito Polonia en 1939; Francia y Noruega en 1940; y los Balcanes en 1941.
Comenzaba el verano y la moral de soldados nacionalsocialistas estaba bien arriba, tanto más cuanto que era estimulada por el consumo de pervitin, la metanfetamina que otorgaba lucidez y velocidad a las tropas.
A los más de 4000 tanques y 3000 aviones de las fuerzas unificadas alemanas (Wehrmacht) se sumaban además cientos de miles de soldados del Eje Nazi-Fascista: italianos, finlandeses, rumanos, húngaros y eslovacos. “Era el momento de aplastar al comunismo bolchevique de una buena vez”, pensaban.
Un golpe rápido y certero derrumbaría al «gigante con los pies de barro», consideraba Hitler, ya que el Ejército Rojo se adivinaba golpeado y desorganizado por las purgas estalinistas, que habían encarcelado y fusilado a miles de altos oficiales rusos acusados de conspirar para León Trotsky, el enemigo de Stalin y entonces exiliado en México.
Para los alemanes sería, además, una guerra de exterminio total. Las URSS no habían ratificado la convención de Ginebra, según la cual debía respetarse la humanidad de los heridos y los prisioneros de guerra, de manera que los comandantes de la Wehrmacht enviaban a sus soldados a matar o morir, sin observar las leyes más elementales del combate “entre caballeros”.
Los argentinos en la Operación Barbarroja
Las historias sobre argentinos que pelearon en la Segunda Guerra Mundial para el bando de los aliados son conocidas, con números precisos sobre la cantidad de soldados que salieron del país a luchar contra el fascismo, que se estima en unos 5000 combatientes.
Del lado del eje, también hubo argentinos combatientes, y si bien los números son más difusos, se sabe que fueron de a miles, más cuanto que, para los años 30, en la Argentina había una comunidad de 250.000 alemanes que se había radicado en el país.
Fue el caso Heinz Scheringer, vecino del barrio de Belgrano y submarinista de la Kriegsmarine, que hundió nueve barcos aliados en los mares del norte, y el de su hermano Hans Scheringer, bastante menos famoso, quien murió en el frente soviético como miembro de la tropa mecanizada de los Panzergrenadier, de acuerdo con la investigación del experto argentino Julio B. Mutti.
El caso de Helmuth Pudor es igual de desconocido, quizá por la mala suerte con la que terminó sus días sobre este mundo. A los diez años se instaló con su familia en Misiones, en el pueblo de Bonpland, cerca de Oberá, y a los 14 años ya se había afiliado a las organizaciones locales que emulaban las prácticas de las Juventudes Hitlerianas de Alemania.
Cuando volvió a Alemania, exaltado por el ascenso imparable del nazismo, y durante el inicio de la guerra, “Helmuth Pudor fue alistado en una compañía de fusileros motorizados como radiooperador, participando activamente en la invasión de Polonia”.
Tras un intenso entrenamiento, ingresó en la fuerza aérea alemana, la Luftwaffe de Hermann Göring, donde, de acuerdo con la investigación de Mutti, “voló en acciones de combate en la invasión de Creta, en el frente del Mediterráneo, y luego en los Balcanes, formando parte de la tripulación de un bombardero mediano Dornier Do 17”.
Convertido en un experto radioperador, Pudor fue ascendido a suboficial y “condecorado con la Cruz de Hierro de segunda clase por sus destacados servicios”. Pero en la Operación Barbarroja encontraría el final de su incipiente carrera militar.
Como miembro del 8 Staffel del III Gruppe del Kampsgeschwader 2, Pudor abordó el bombardero Do 17, apodado el “lápiz volador” por su fina forma alargada, en la mañana del 24 de junio de 1941. Mientras sobrevolaba Eslovenia, a las 9.30, el avión fue alcanzado por el fuego antiaéreo ruso.
“El comandante de la nave, pensando que no había posibilidades de regresar a la base y de salvar al aparato, instó a Pudor a que intentara salvar su vida saltando en paracaídas”, cuenta Mutti a LA NACIÓN. “Cerró los ojos, respiró profundamente y saltó cerca de Eslovenia, mientras el Dornier a duras penas todavía volaba a los tumbos”.
Pudor no tuvo suerte. El paracaídas no se abrió y murió estrellado contra el suelo esloveno. Paradojas del destino, como le contó después la sobrina del radio operador al investigador experto en nazis en la Argentina, el avión bombardero logró, finalmente, aterrizar en su base, sin que nadie resultara herido.
De acuerdo con diversas fuentes, hubo al menos 135 argentinos descendientes de alemanes que murieron en la Operación Barbarroja.
La Gran Guerra Patria
Así como Hitler denominó Barbarroja a la invasión como un guiño al nacionalismo alemán, el 23 de junio de 1941 apareció por primera vez, escrito en un titular del diario ruso Pravda, la frase “Gran Guerra Patria” para describir a la defensa soviética contra la invasión nazi. En ese sentido, fue una manera de evocar a la “Guerra Patria” que enfrentó a la Rusia zarista contra la Francia napoleónica.
Pero a la guerra racial anti eslava propuesta por los nazis del Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán se le opuso no solo el poderío bélico soviético sino la moral patriótica de un pueblo ávido de nacionalismo.
Los soviéticos prepararon una contraofensiva en las puertas de Moscú, al mando del mariscal Zhukov. Comenzaba el otoño y con él las lluvias y el barro, ocasionando un fenómeno conocido como rasputitsa, que hacía encallar a los transportes mecanizados alemanes, no obstante lo cual las tropas de la Wehrmacht se las ingeniaron para seguir adelante y llegar a las puertas de la ciudad. Allí se enfrentaron también, en diciembre, con un enemigo invisible: “El general Invierno”.
“En la Batalla de Moscú, el Ejército Rojo causó una gran derrota estratégica al grupo principal de las tropas alemanas”, dijo, años después, Zhúkov. Los alemanes estaban cansados y helados, sin abrigo para enfrentar temperaturas por debajo de 0° que podían alcanzar los -30° C. En este punto, los tanques y otros vehículos no funcionaban y las armas se hacían difíciles de operar.
“La imposibilidad de continuar avanzando nos causó una inmensa sensación de impotencia, un sentimiento deprimente, más doloroso que cualquier derrota. ¡La meta, nuestra anhelada meta, estaba muy cerca de nosotros y no podíamos alcanzarla!”, escribió el coronel de las Waffen-SS, Otto Skorzeny, en su libro Vive peligrosamente.
La batalla de Moscú dejó al menos 300.000 muertos entre ambos bandos. Fue el principio del fin de la imparable avanzada nazi por Europa en su afán de dominar el mundo y un duro golpe al ideario de la superioridad racial alemana.
“De no haber sido por la convicción, profundamente arraigada en el nacionalsocialismo, de que los eslavos eran una raza de siervos subhumanos, los invasores alemanes podrían haber conseguido el apoyo de muchos pueblos soviéticos”, consideró el historiador británico Eric Hobsbawm en su ya clásica Historia del siglo XX.
“La victoria soviética se cimentó en el patriotismo de la nacionalidad mayoritaria de la URSS, la de la Gran Rusia, el alma del Ejército Rojo, al que el régimen soviético apeló en los momentos de crisis”, continuó.
No en vano, dice Hobsbawm, en Rusia no le dicen Segunda Guerra Mundial a la mayor conflagración de la historia, como la llaman en resto del mundo Occidental. Para ellos no fue otra cosa que la «Gran Guerra Patria».
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