Un nuevo fracaso de la "primavera árabe"
EL CAIRO.- "Las «primaveras árabes » son una daga en el corazón de la ideología de Al-Qaeda", sostenía Bruce Riedel, un analista del think-tank Brookings Institution, especializado en islamismo político, poco después de la caída del egipcio Hosni Mubarak, el evento que propulsó las revueltas árabes. Su argumento resultaba bastante lógico: los jóvenes de la plaza Tahrir en El Cairo habían conseguido en 18 días lo que no había podido hacer Al-Qaeda en una década. El mensaje de que la violencia no es la mejor herramienta para provocar un cambio político era claro.
Sin embargo, en varios escenarios y de forma paralela, la trayectoria de las presuntas transiciones a la democracia se fueron torciendo. A medida que las esperanzas se veían frustradas, crecía el influjo del jihadismo, que experimentó una verdadera eclosión con la irrupción de Estado Islámico (EI) en Siria e Irak. Incluso en un país como Túnez, que constituye el único caso de éxito de la "primavera árabe", la violencia y polarización que irradian las guerras en estos dos países propulsaron el jihadismo.
Según el ministerio del Interior, unos 3000 tunecinos se desplazaron a Siria o Irak para combatir en sus respectivos conflictos bélicos, y un 80% de ellos se unió a las filas del autodenominado EI. Sorprendentemente, Túnez, con sus 11 millones de habitantes, se reveló como una de las mayores canteras de reclutamiento de esta sanguinaria milicia. Por ejemplo, se estima que la cifra de sus combatientes jihadistas marroquíes es de 1500, a pesar de que Marruecos cuenta con una población casi cuatro veces mayor que la de Túnez.
Los tentáculos del jihadismo también golpearon con dureza e insistencia dentro de las fronteras de Túnez, ya que sus atentados se saldaron con la muerte de 23 miembros de las fuerzas de seguridad el año pasado.
Según los expertos, las razones que explican el tirón del jihadismo en Túnez son de diversa índole. En primer lugar, no fue hasta el último año y medio que el gobierno tunecino situó la lucha contra las redes de captación jihadistas entre sus prioridades. Además, la implantación de grupos extremistas en sus países vecinos de Libia y Argelia, con quien comparte unas porosas fronteras, facilitó la entrada de armas y activistas experimentados. Este flujo se aceleró, sobre todo, después del final de la guerra civil en Libia.
No es fácil medir cuál es el verdadero apoyo con el que cuenta el jihadismo entre la sociedad tunecina. Y es que ni tan siquiera existe consenso a la hora de señalar cuál es el principal grupo jihadista del país. Los confines entre esta ideología y el salafismo, una corriente ultraconservadora del islam, no están nada claros. Así, algunos analistas consideran a Ansar al-Sharia, un grupo con un cierto respaldo, como un grupo jihadista, mientras otros estiman que tan sólo una minoría de sus miembros se integraron en células terroristas.
De lo que no hay duda es de la gran distancia ideológica que separa al jihadismo del liderazgo de Ennahda. Este histórico partido islamista fue el segundo más votado en las elecciones de noviembre pasado y forma parte de la coalición gobernante en Túnez.
Ennahda desempeñó un rol central en la aprobación de la nueva Constitución democrática del país en 2014 que consagra la separación entre religión y Estado. Por eso, los extremistas los acusan de haber abandonado el objetivo de implantar un Estado islámico.
Paradójicamente, la victoria del laicismo en Túnez y la moderación de Ennahda podrían haber contribuido a la radicalización de algunas corrientes del islamismo más ultraconservador en Túnez. En este país, laico del mundo árabe, el Estado islámico difícilmente llegará a través de las urnas.
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