Un mundo en el que se ponen en riesgo las reglas de juego normales de la civilización
NUEVA YORK.-La parte más difícil de gobernar tiene que ver con los efectos que se producen en la mente de quienes gobiernan. Como decía Henry Kissinger, no bien uno accede al gobierno, no empieza a construir un capital humano, sino que simplemente gasta el que tenía. Las personas que ocupan altos cargos están demasiado ocupadas como para aprender nuevos enfoques. Sus mentes están fijadas en los enfoques con los que llegaron al poder.
Después, está el problema de la miopía. Las personas que encabezan gobiernos deben enfrentar tal andanada de pequeños problemas inmediatos que les resulta muy difícil tomar distancia y ver el contexto general en que se manejan.
Finalmente, está el problema del aislamiento. Los líderes reciben tal avalancha de críticas que naturalmente construyen muros mentales para protegerse del abuso. Todas esas razones hacen que gobernar, hoy, sea tan difícil. No estamos en una época en la que haya una amenaza concreta e inmediata, pero atravesamos un contexto de crisis.
Los problemas específicos que hoy acaparan los titulares son cataclísmicos. La aventura ucraniana del presidente ruso, Vladimir Putin, más allá de ser una matoneada, no constituye un cataclismo histórico en sí mismo. La guerra civil en Siria, más allá de sus atrocidades, no es un problema que amenace las vidas de quienes no viven en ese lugar.
Son problemas de mediana envergadura, pero el marco operativo de fondo sobre el que se basan las naciones está amenazado de forma bastante devastadora. Por marco operativo, me refiero a ciertos hábitos y normas de contención inconscientes que sostienen a nuestra civilización. Esos hábitos y normas ahora están siendo desafiados por una coalición de fracasados.
Lo que vemos alrededor del mundo es una rebelión de los débiles. Existen ciertas organizaciones y países asediados por contradicciones internas que no pueden competir si se ciñen a las reglas de juego normales de la civilización. Por lo tanto, conspiran para hacer volar por los aires ese código de normas.
El primer ejemplo es Rusia. La legitimidad de Putin es débil. Y Putin es débil también a la hora de dignificar y enriquecer a su pueblo. Pero Putin es fuerte en descaro y rico en artimañas para funcionar según la ley de la selva, así que quiere que el resto del mundo también funcione según la ley de la selva.
Desde hace décadas, o incluso siglos, existe una norma que marca que las naciones grandes y poderosas no degluten todo lo que está a su alrededor simplemente porque pueden hacerlo. Pero esa es precisamente la norma que Putin está aplastando con el pie y con total descaro. Si la "doctrina Putin" logra efectivamente destruir esa norma, viviremos en un mundo que recompensa cada vez más el descaro y que castiga cada vez más la moderación.
Objetivos
Después están los movimientos islamistas, como el Estado Islámico (EI), un movimiento débil a la hora de ofrecerle a la mayoría de su pueblo un estilo de vida que les resulte atractivo, pero fuerte en purismo espiritual, así que pretende desencadenar una serie de guerras de religión que reordenen el mundo según categorías religiosas.
También existe una norma, que se fue desarrollando gradualmente a lo largo de los siglos, que indica que la política no es una empresa espiritual totalitaria. Los gobiernos tratan de impartir orden y beneficios económicos para sus pueblos, pero no intentan organizar la vida interior espiritual de las personas.
Esa es precisamente la norma que EI y otros grupos jihadistas ahora intentan destruir. Si lo logran, Medio Oriente se sumirá en una guerra interreligiosa de 30 años. El fanatismo será recompensado, y la moderación será castigada.
Putin y EI no constituyen una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos, entendida en sentido estricto. Pero son amenazas al orden de nuestra civilización.
Cuando alguien está ocupado en la tarea diaria de gobernar, es probable que vea esas debilidades de Putin y de EI. También es probable que llegue a la conclusión de que no hay que hacer demasiado al respecto, ya que esas amenazas inevitablemente sucumbirán por sí mismas bajo el peso de sus contradicciones internas. Pero la debilidad es justamente el motor que las impulsa: sólo deben ocuparse de destruirlo todo, y si nadie les hace frente, lo harán.
Quienes hoy manejan la política exterior viven bajo la sombra de la posguerra. Instintivamente, la gente entiende que justo después de la Segunda Guerra, Harry Truman, George Marshall y otros hicieron algo notable: lograron correrse del peso inmediato de los eventos y construyeron el contexto en el que vivirían los pueblos durante décadas.
Algunos de los problemas que debieron enfrentar no parecían gigantes, por ejemplo, cómo impedir que la insurgencia comunista tomara el control del semifallido gobierno de Grecia. Pero entendieron que al proyectar el poderío norteamericano sobre Grecia establecían ciertas normas y creaban un marco de civilidad.
En aquel entonces, la confianza democrática era elevada. Hoy, lamentablemente, es muy baja. En estos últimos meses, los malos parecieron tener la iniciativa y los buenos parecieron cansados. Ya veremos en la cumbre de la OTAN en Gales si existe un líder que pueda correrse del peso inmediato de los hechos y explicar hasta qué punto las amenazas actuales socavan los fundamentos de nuestra civilización.
Traducción de Jaime Arrambide