Un matrimonio mal avenido
El voto británico a favor de la salida de la Unión Europea (UE) es el resultado de una combinación de factores. El primero es de larga data: el matrimonio por conveniencia que tuvo con la Europa continental siempre fue incómodo para todas las partes. Gran Bretaña se mantuvo al margen de la Comunidad Económica Europea (CEE) por una década y media después de la firma del Tratado de Roma e impulsó un proyecto de integración alternativo (la Asociación Europea de Libre Comercio) que se diluyó progresivamente a la sombra del éxito de la unión aduanera liderada por la "Europa de los seis".
Sin embargo, el proceso de incorporación de Gran Bretaña a la CEE fue difícil para todas las partes y sólo pudo concretarse después de una serie de arreglos especiales, como el "cheque británico" por el cual Londres recibe hasta hoy una compensación monetaria anual por los presuntos costos de su membresía a la CEE.
El segundo factor está vinculado al camino de profundización que adoptó la UE con el Tratado de Maastricht y el proyecto de unión monetaria. A todas luces, la adopción del euro fue una iniciativa que puso una exigencia desmesurada tanto a los Estados parte como sobre las instituciones comunitarias. En un contexto de ampliación en el número de miembros con crecientes divergencias estructurales, la adopción de una moneda única colocó demandas que tensaron las relaciones intraeuropeas y las instituciones comunitarias en un grado sin precedentes. Nuevamente, Gran Bretaña fue uno de los pocos miembros de la UE que obtuvo una exención permanente a su participación en el euro.
La crisis de Grecia y los obstáculos que enfrentó la ampliación en el número de miembros que adoptaron la moneda única (según los tratados, todos los nuevos ingresantes debían adoptar en algún momento la moneda única) pusieron de manifiesto que el escepticismo británico tenía algún fundamento.
Finalmente, el clima político que invadió Europa en los últimos años, reflejado en el resurgimiento de sectores nacionalistas y xenófobos, constituyó un caldo de cultivo ideal para el fortalecimiento de los sentimientos anticomunitarios. La idea de que Bruselas está demasiado distante de las capitales nacionales y que impone políticas que no cuentan con la legitimidad necesaria, aunque esencialmente falaz, fue un poderoso argumento para nutrir la insatisfacción con el statu quo.
La salida de Gran Bretaña no significa el fin de la UE, pero llevará a un profundo replanteo de su estructura. El escenario más seguro es la consolidación de la convivencia de modos disímiles de integración. La intensidad precisa que alcanzará la fragmentación, sin embargo, es más difícil de pronosticar.
La influencia de los intereses económicos que constituyen el pegamento de la unidad europea corre el riesgo de verse erosionada por un clima político que refuerza el nacionalismo y la xenofobia.
El autor es rector de la Universidad de San Andrés
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