Un manto de silencio y dolor al respirar: el "ciclón bomba" golpea duro a EE.UU.
El fenómeno congeló la costa este del país y generó trastornos a millones de ciudadanos; para los más de 550.000 “sin techo” de la región, una amenaza extrema
WASHINGTON.– En el frío que duele, cuando adonde se mire hay nieve y viento, todo es más lento, todo lleva más tiempo. Vestirse, ir de un lado a otro, manejar, sacar la billetera, mirar el teléfono en la calle o pasear al perro. Algunos cambian su rutina. Para todos, todo es más incómodo; para los más vulnerables, es más peligroso: la muerte acecha más cerca.
El azote del “ciclón bomba ” congeló a Estados Unidos y forzó a millones de personas a una vida bajo cero, inclemente, sobre todo, con los más pobres y los “sin techo”. Nadie quedó a salvo: en la “templada” Florida, las iguanas cayeron congeladas de los árboles.
La nieve trae, primero, un manto de silencio: hay menos tránsito, menos ómnibus, menos gente, menos ruido. Instagram se llena de copos. Después, aparece el barro. En cada esquina brota un charco marrón, blanco y negro al que hay que saltar con cinco capas de ropa encima. Respirar duele. Todo está mojado, y el subte huele a húmedo. Uno camina sobre nieve o sal, un poco más gruesa que la sal gruesa. En las casas viejas se enchufan calentadores y se dejar correr un hilo de agua: las cañerías pueden congelarse.
En los “días de nieve” se pierden vuelos, suelen parar algunos trenes, líneas de subte y colectivos, y muchos padres se ven forzados a convivir con sus hijos porque no hay clases; los parques se llenan de trineos. Para muchos, es un día de Netflix y sofá. Para otros, de pala: hay que desenterrar el auto, o la entrada de la casa. Otros trabajan sí o sí, haya el tiempo que haya. Años atrás, en Nueva York, un noruego saltó a la fama al ir a las Naciones Unidas en esquís de fondo.
César, un hondureño de 32 años, golpea la puerta de un restaurante para entregar una pila de encomiendas que acababa de descargar de un camión. Ya era cerca del mediodía en Washington, y el día había mejorado un poco: la temperatura era -8°C, y la sensación térmica, -17°C. Cuando César arrancó, de noche, a las 5 de la mañana, el termómetro marcaba -20°C. Su técnica contra el frío: camiseta y calzoncillos largos térmicos, botas pesadas, cabeza cubierta y “calentadores de mano”, unas bolsas pequeñas que se meten adentro del guante y generan calor, al menos por unos minutos.
“Cuando me meto al camión, está todo bien”, dice César. Está acostumbrado al frío: antes trabajaba en la construcción, a la intemperie. “La necesidad”, afirma.
Alkis Valentin (32) –triatleta, maratonista, emprendedor y padre– tampoco para, pero por otros motivos: entrena igual, sea la temporada que sea. Antenoche salió a correr por el Central Park, y su rutina favorita es una corrida, dos veces por semana, a las 5.30 de la mañana con un guatemalteco, un francés, un colombiano y un inglés.
“¿Por qué?”, pregunta LA NACION. “La felicidad. Las memorias. El invierno ofrece desafíos y recompensas adicionales. Salir de la puerta cuando todavía está oscuro, tomar más tiempo para calentar. Nueva York tiene una belleza única en el crudo invierno. Esas sesiones ofrecen recuerdos duraderos. Nunca olvidas a las personas con las que corriste a las 6 de la mañana un jueves nevado de enero”, responde.
Alkis dice que le gusta correr con ropa “liviana”. Un cambio: en invierno, entrena con medias gruesas. Otros corredores se disfrazan: usan calzas, remeras de manga larga y camperas térmicas, guantes y gorros. Los ciclistas más fanáticos invierten un dineral para pedalear todo el año. Muchos policías parecen ninjas: usan máscaras térmicas negras que sólo dejan al descubierto los ojos.
El crudo invierno es particularmente inclemente con los más de 550.000 “sin techo” que viven en Estados Unidos, según cifras oficiales. En Washington, hay más de 7000, y apenas a unas pocas cuadras de la Casa Blanca se ven algunos que duermen a la entrada del subte.
Jack, un afroamericano de 65 años, es, desde hace dos años, uno de los “sin techo” de la ciudad: perdió su trabajo tras sufrir un derrame cerebral que lo dejó rengo. Parado cerca de la esquina de la calle P y la 14, Jack sacude un vaso de plástico con monedas, apoyado en un bastón. La noche anterior logró dormir en un albergue. Ayer iba a probar suerte en el mismo lugar. Si no conseguía una cama, intentaría pasar la noche en un hospital, o en una tienda abierta las 24 horas, siempre y cuando no lo echaran. Una cajera de un 7-Eleven, a una cuadra, confirmaba luego que muchos indigentes van ahí en busca de refugio.
Jack confiaba en encontrar una cama por la noche. “Por ahora, logre esquivar la calle”, dice.
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