Un Cubo Mágico, medias gruesas y una enorme expectativa: así fueron las últimas horas del sumergible Titan
Cinco viajeros subieron al sumergible Titán con la esperanza de unirse a los pocos elegidos que han visto de cerca los restos del Titanic. Pero a las pocas horas dejaron de recibir mensajes de texto.
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NUEVA YORK.- La última vez que Christine Dawood vio a su esposo, Shahzada Dawood, y a su hijo, Suleman Dawood, eran un apenas puntito sobre una plataforma flotante en las aguas del Atlántico Norte, a unos 700 kilómetros de la costa. Era 18 de junio, Día del Padre, y la mujer se quedó en el barco de apoyo, observando mientras ellos se subían a un sumergible de 6,7 metros de largo llamado Titan.
Los buzos cerraron el sumergible desde afuera y ajustaron el anillo de pernos, mientras la nave se sacudía sobre las olas a unos 4000 metros sobre los restos de 111 años del Titanic.
Para la travesía, Suleman Dawood, de 19 años, se había llevado un Cubo Mágico. Su esposo tenía una cámara Nikon: estaba ansioso por capturar imágenes del lecho marino a través del único ojo de buey de Titan.
“Le brillaban los ojos como a un chico”, dice Christine, que se quedó en el barco de apoyo en la superficie con Alina, hija de la pareja.
Las dos observaban con atención el procedimiento. El sol brillaba. El barco estaba estable.
“Era una buena mañana”, recuerda Christine.
Poco después, el Titan se deslizó en el agua y se sumergió en las profundidades.
Más tarde esa misma mañana, Christine escuchó que alguien decía que se había perdido comunicación con Titan: según luego confirmó la Guardia Costera de Estados Unidos, eso habría ocurrido 1 hora y 45 minutos después de la inmersión.
Christine fue al puente de mando, desde donde la tripulación venía monitoreando el lento descenso de Titan. Allí le aseguraron que la única comunicación entre la cápsula y la nave era a través de mensajes de texto codificados por computadora, y que solía fallar. Si el silencio se prolongaba más de una hora, se abortaba la misión: el Titan soltaría lastre y volvería a la superficie.
Durante las horas que siguieron Christine se fue hundiendo lentamente en el terror. Recién a finales de la tarde alguien le dijo que no sabían dónde estaba el Titan ni sus ocupantes.
“Yo seguía mirando el océano, por si los veía salir a la superficie.”
Cuatro días después, cuando Christine y la tripulación del barco de apoyo todavía estaban sobre el sitio del naufragio del Titanic, la Guardia Costera anunció que habían encontrado restos del Titan.
Dijeron que el sumergible probablemente había hecho implosión y que la muerte de todos los tripulantes había sido instanánea.
Además de los Dawood, a bordo iban Paul-Henri Nargeolet, de 77 años —un científico francés y una autoridad mundial en el Titanic, que intentaba concretar su 38° inmersión hasta los despojos del naufragio—, y estaba Hamish Harding, de 58 años, un ejecutivo de una aerolínea británica que estaba muy emocionado de hacer su primera inmersión.
También estaba Stockton Rush, el fundador y director ejecutivo de OceanGate, de 61 años, que se veía a sí mismo como un híbrido de ciencia y turismo.
Rush estaba al mando del sumergible. Siempre había querido ser conocido como un innovador, como alguien recordado por romper las reglas.
“Le brillaban los ojos de felicidad”
En febrero de este año, Stockton Rush y su esposa, Wendy, volaron a Londres y se reunieron con los Dawood en un café cerca de la estación de Waterloo.
Conversaron sobre el diseño y la seguridad del sumergible y sobre la experiencia del descenso.
“Del tema de la ingeniería no teníamos la menor idea”, dice Christine. “Quiero decir, cuando uno se sube a un avión tampoco sabe cómo funcionan las turbinas.”
Shahzada Dawood era un empresario británico-pakistaní de 48 años y miembro de una de las familias más adineradas de Pakistán. Era vicepresidente de Engro Corp., un conglomerado empresarial con sede en la ciudad portuaria de Karachi, Pakistán, que se dedica a la agricultura, la energía y las telecomunicaciones.
Los Dawood habían quedado fascinados con el Titanic después de visitar una exposición en Singapur en 2012, en ocasión del centenario del hundimiento del barco. Más recientemente se habían enterado de que algunos de los artículos exhibidos en aquella exposición probablemente habían sido traídos a la superficie por Nargeolet, el científico francés que luego acompañaría a Shahzada y su hijo en su fatídica travesía.
En 2019, la familia visitó Groenlandia y también quedó fascinada por los desprendimientos de glaciares que se convertían en icebergs. Christine vio un anuncio de OceanGate que ofrecía viajes al Titanic: no hizo falta más nada para convencerlos, sobre todo a padre e hijo. Pero el joven Suleman no tenía edad para el descenso —OceanGate exigía que los pasajeros tuvieran más de 18 años—, así que Christine planeaba acompañar a su esposo.
Pero llegó la pandemia y hubo que postergar los planes. Ahora Suleman ya tenía edad suficiente y OceanGate hasta infringió sus reglas para permitir que Alina, de 17 años, estuviera a bordo del barco de apoyo. La familia quería que la experiencia fuera de todos ellos, y Stockton Rush también los quería ahí.
La literatura, el cine, o incluso la vida real ofrecen ejemplos parecidos al de Rush: un científico pionero —o un loco desconocido, según a quién se le pregunte— les ofrece una exclusiva o costosa muestra de su descubrimiento a unas pocas personas de afuera, cuidadosamente seleccionadas e incapaces de resistir su propia curiosidad.
Acá no hablamos de los dinosaurios de Jurassic Park o de los chocolates de Willy Wonka: era la oportunidad de ver, en primera persona y a través de un ojo de buey de 50 centímetros de diámetro, el los restos naufragio más famoso del mundo en el fondo del mar.
El costo no era un “boleto dorado”, sino 250.000 dólares, aunque la tarifa anunciada resultó ser negociable.
Rush se consideraba más un científico que un comerciante, pero gran parte de su esfuerzo estaba abocado a la comercialización de los servicios de su empresa y a la venta de anuncios sobre el casco del sumergible. Quería una mezcla de clientes que ofrecieran validación y alto perfil al mismo tiempo. Los potenciales clientes siempre trataban directamente con él.
En julio pasado, Alan Stern, un científico planetario de Colorado, los consultó sobre una inmersión en el Titan, y cuando Rush se enteró de los antecedentes de Stern —expiloto de jet, explorador de los polos, jefe de la misión New Horizon de la NASA a Plutón y el cinturón de Kuiper—, le ofreció un boleto gratis. Stern aceptó.
“Rush Stockton me dijo: No te pido que des una charla, ¿no querés ser mi copiloto?”, recuerda Stern. “Me dijo que si me acercaba hasta St. John’s, ellos mismos me entrenaban para el descenso, y es lo que terminé haciendo”.
Nargeolet, que se hacía llamar P.H., era casi un tripulante semipermanente, un miembro de la realeza del Titanic, y una estrella y copiloto de las expediciones de OceanGate.
Pasó años explorando los restos del Titanic y recolectando artículos para museos y exposiciones. De hecho, el 18 de julio Nargeolet tenía que estar en París para la inauguración de una muestra sobre el Titanic.
“Toda mi existencia gira en torno a él”, escribió en referencia al barco naufragado en su libro de 2022, Dans les Profondeurs du Titanic (“En las profundidades del Titanic”).
Antes de la última misión, Nargeolet les dio una charla a sus compañeros de inmersión sobre sus 37 inmersiones anteriores al Titanic, y también les contó la que una vez estuvo “atrapado ahí adentro durante tres días, con el sumergible con comunicación con el exterior”, recuerda Christine.
Después de la conferencia, recuerda Christine, su esposo le sonrió.
“Dios mío, ¡esto es genial!”, le dijo Shahzada.
“Estaba encantado con todo”, dice Christine. “Mientras hablaban de todos esos tecnicismos le brillaban los ojos de felicidad”.
Y así fue que esos turistas ricos y esos científicos curiosos compraron la promesa de una inusual aventura, provista por una compañía que se consideraba a sí misma “la SpaceX de los océanos”.
A partir de 2021, el plan de OceanGate era realizar una serie de expediciones de ocho o nueve días entre fines de la primavera y principios del verano boreales: aproximadamente dos días hasta llegar al sitio del hundimiento, cinco días en el lugar, y dos días de regreso. En cada expedición podían realizar varias inmersiones, pero cada cliente solo podía descender una vez, según la demanda, las dificultades técnicas y las condiciones climáticas.
El viaje postrero fue la Misión V. Ninguno de los primeros cuatro descensos de este año se acercó al Titanic, en gran parte debido al mal tiempo en el Atlántico Norte durante mayo y principios de junio.
“Estoy orgulloso de anunciar que finalmente me sumé como especialista a @oceangateexped en su misión RMS TITANIC en el sumergible que va al Titanic”, publicó Harding, otro de los fallecidos, en sus páginas de Facebook e Instagram la tarde antes de la inmersión.
Harding tenía 58 años y era presidente de Action Aviation, una empresa de ventas y operaciones aéreas con sede en Dubái. Harding ya había volado al espacio con la compañía de cohetes Blue Origin de Jeff Bezos.
En sus publicaciones, Harding habla de los desafíos climáticos, pero informa que el grupo igual se prepara para descender a la mañana siguiente, alrededor de las 4.
“Todavía nos faltan muchos preparativos y sesiones informativas”, escribió en sus redes. “¡Prometo actualizar la información SI el clima así lo permite!”
Fue su última publicación.
Sacudan el bote
El video promocional de OceanGate —casi seis minutos de música sensiblera y sonrisas de oreja a oreja, muestra el equilibrio que la empresa trataba de cultivar.
“Prepárense para lo que Julio Verne solo pudo imaginar”, dice en off una voz de barítono. “Esta no es una emocionante excursión turística: esto es mucho más”.
Pero el asunto le daba vértigo a varios expertos en sumergibles, incluido al menos un exempleado de la empresa. Dentro de los círculos de expertos en sumergibles, surgieron críticas al diseño cilíndrico del Titan —la mayoría de los sumergibles de aguas profundas son esféricos—, al ojo de buey relativamente grande —de acrílico de 17cm de espesor, según Rush—, y por el uso de materiales mixtos, como la fibra de carbono y el titanio, que podían no adherirse bien o no resistir la descomunal presión de una inmersión en aguas profundas.
En 2018, Will Kohnen, presidente del comité de vehículos submarinos tripulados de la Sociedad de Tecnología Marina, redactó una carta dirigida a Rush donde manifestaba que el enfoque “experimental” de la empresa OceanGate podía tener consecuencias “catastróficas”. Fue firmado por decenas de expertos.
El año siguiente, durante una inmersión en las Bahamas en el Titan, un experto en sumergibles escuchó crujidos y le envió un email a Rush para rogarle que suspendiera las operaciones. Rush hizo algunas revisiones pero siguió aceptando clientes.
Bill Price, exempresario de viajes de California, se sumergió en el Titan en 2021 y recuerda que durante el descenso, Rush advirtió que el sumergible había perdido el sistema de propulsión de un lado. Abortaron el descenso, pero Rush no logró que funcionara bien el mecanismo para soltar lastre y volver a ascender.
Según recuerda Price, Rush les explicó con calma que las pesas estaban cargadas en la parte superior, sin amarres, y que si lograban sacudir el sumergible lo suficiente, esas pesas caerían solas.
Así que todos se alinearon y empezaron a moverse todos juntos de un costado a otro de la cabina, para inclinar el Titan y liberar el lastre, como quien sacude una máquina expendedora para liberar un chocolate que se atascó.
“Después de varios movimientos al unísono, el sumergible empezó a sacudirse y escuchamos un ruido metálico. Todos nos dimos cuenta de que uno de los lastres había caído, así que seguimos sacudiendo la nave hasta que cayeron todas las pesas”, dijo.
Nada impidió que al día siguiente el Titan hiciera otra inmersión, y con Price a bordo. Vieron el Titanic y de vuelta en la superficie lo celebraron con espumante.
“Como el día anterior habíamos pasado por el peor escenario posible, pensé que realmente podíamos lograrlo y por eso volví a subirme”, dice Price.
El discurso de venta de OceanGate no daba garantías pero decía que el Titan tardaba unas dos horas y media en descender al Titanic y otras dos horas y media para volver a la superficie. Entre ascenso y descenso, los pasajeros tendrían unas cuatro horas de recorrido por los despojos del naufragio.
La mayoría de los viajes no terminaron con una visita al Titanic: fueron más las misiones que debieron abortarse que exitosas.
Sin embargo, Rush se ganaba la confianza de los pasajeros con un discurso transparente y afable, incluso cuando surgían problemas. Pocas semanas antes, tras la cancelación de una inmersión de prueba por fallas en una conexión de computadora que había dificultado el control del Titan, Rush reunió a todo su equipo.
“Los llamé para decirlo sin rodeos: tenemos que averiguar cuál es este problema de control”, dijo en esa conversación que fue capturada por un YouTuber que participaba de la expedición. “El control del submarino no es algo menor”.
Stern, el científico planetario con experiencia en aeronáutica, dice que no estaba al tanto de las dudas que habían surgido desde el accidente, ni de la carta de los expertos en sumergibles.
Regresó sano y salvo, y muy impresionado por los protocolos de seguridad.
“Sabía perfectamente que nuestra inmersión podía terminar con una implosión”, dice Stern. “Mis propios cálculos eran que el Titan había descendido decenas de veces, no todas al Titanic, y para mí, ese era un dato empírico de que la operación era bastante confiable y segura”.
A bordo del Polar Prince
Todas las expediciones salían de St. John’s, en Terranova, en el extremo este del continente norteamericano, cavado en lo profundo de una estrecha hondonada.
Los Dawood volaron a Toronto el 14 de junio. La cancelación de su vuelo a St. John les dio tiempo para explorar la ciudad, pero cuando el vuelo del día siguiente también se retrasó, temieron perderse el viaje al Titanic.
Llegaron a St. John’s en medio de la noche y se dirigieron directamente al Polar Prince, un antiguo rompehielos y buque de mantenimiento de boyas de la Guardia Costera canadiense que fue construido en 1959 y que este año era utilizado por OceanGate.
Tenían reuniones informativas todos los días a las 7 de la mañana y a las 7 de la tarde, de una hora o más de duración: ¿Qué aprendimos en la reunión anterior, qué vamos a hacer, en qué debemos pensar?
Entre los procedimientos de seguridad estaban lo que Rush denominaba “stopskis”. Después de mencionar algunos temas claves de la misión, hacían pausas de cinco minutos para dejar que los asistentes reflexionaran y manifestaran sus inquietudes.
En parte, la idea era que los “exploradores, aventureros y ciudadanos-científicos” no fueran meros espectadores pasivos.
En lo profundo
Ese domingo 18 de junio, los buzos y la tripulación tenían que estar en cubierta a las 5 de la mañana.
Volvieron a repasar el plan. Se hablaba con seriedad y el ambiente era solemne. El barco estaba en ebullición: ya en el agua, los buzos y la tripulación del sumergible hacían los preparativos de última hora.
“Era un operativo muy bien aceitado: era evidente que lo habían hecho muchas veces”, recuerda Christine.
A los pasajeros de la misión del 18 de junio se les pidió que estuvieran listos para embarcar a las 7:30. Suleman y Shahzada Dawood tenían sus “trajes de vuelo” OceanGate, pantalones impermeables, camperas impermeables color naranja, botas con punta de acero, chalecos salvavidas y cascos.
Antes de abordar, fueron pesados, tal como era exigido.
“Esta ropa me hace ver gordo”, le dijo Suleman a su esposa. “Ya me estoy cocinando de calor.”
Suleman bajó la escalerilla y se subió a la balsa motorizada que los transportaría a la plataforma flotante donde estaba amarrado el Titan. El descenso de su padre Shahzada fue menos grácil.
“Con todo ese equipo encima y esas botas tan incómodas, tuvieron que darle una mano para bajar por la escalera”, dice Christine. “Mi hija Alina y yo rogábamos que no se cayera al agua”.
Los buzos eran puntitos negros a la distancia, sobre la plataforma, y de pronto, se metieron en el Titán y desaparecieron.
Entrar en el sumergible era como entrar arrastrándose por la ventanilla trasera de una todoterreno sin asientos. En el suelo había una alfombra de goma y en el techo dos asas para agarrarse.
Rush, el piloto, normalmente se sentaba en la parte de atrás, lejos de la portilla. Los demás se sentaban de espaldas a las paredes curvas. Pasajeros de viajes anteriores recuerdan haberse sentado en un asiento acolchado, como los que cubren las plateas de los estadios.
Los buzos cerraron la escotilla desde afuera y ajustaron los pernos.
Finalmente, los buzos maniobraron el Titan bajo el agua y lo liberaron de la plataforma.
El Titan normalmente descendía a unos 25 metros por minuto, o sea unos 1500 metros por hora, tan lentamente que el movimiento no se sentía.
En el interior, el resplandor de la luz del día se iba atenuado lentamente. En pocos minutos, el Titan sería engullido por la oscuridad, y el ojo de buey no sería más que un anillo negro.
Por John Branch and Christina Goldbaum
(Traducción de Jaime Arrambide)
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