Un blanco que no fue elegido al azar
PARÍS.- El asesinato del embajador ruso en Turquía, Andrei Karlov, aparece como una operación minuciosamente calculada para dinamitar tres ejes clave de la reciente configuración política adoptada por el presidente Recep Tayyip Erdogan: sus relaciones con Moscú, su nueva estrategia contra los grupos jihadistas que participan en la guerra siria y la triple alianza ruso-turco-iraní, que aspira a crear un nuevo equilibrio geopolítico regional.
El cerebro que planeó el asesinato de Karlov sabía perfectamente el alcance político que tenían esos disparos. El blanco no fue elegido al azar: el diplomático había sido el principal artífice de la reconciliación entre Rusia y Turquía y –sobre todo– estaba considerado el arquitecto de la gran alianza militar que permitió la caída de Aleppo. Ahora planificaba los nuevos equilibrios regionales con los otros vencedores de la guerra.
El crimen se produjo 24 horas antes de una reunión prevista para hoy en Moscú entre los cancilleres de Rusia, Turquía e Irán, consagrada precisamente a examinar la situación regional. Esos tres países son los artífices de la resurrección política del líder sirio Bashar al-Assad y del nuevo orden geopolítico que se perfila en Medio Oriente aprovechando el vacío de poder que está dejando Estados Unidos.
Después de haber aplastado toda oposición en su país tras el fracaso del intento de golpe del 15 de agosto último, Erdogan desplegó enormes esfuerzos para reparar los vínculos con Moscú, gravemente deteriorados desde el incidente aéreo del 25 de noviembre de 2015, cuando dos F-16 turcos derribaron un Sukhoi 24 (SU-24) en la frontera con Siria.
La nueva alianza quedó sellada en agosto, diez días después del golpe militar, durante el viaje de Erdogan a San Petersburgo, y luego con la visita de Vladimir Putin a Ankara en octubre pasado. Esos encuentros tuvieron una crucial importancia porque permitieron al líder ruso presentarse como un sólido amigo de Turquía y ubicarse como alternativa a Estados Unidos.
Otro objetivo del ataque de anoche fue, posiblemente, castigar a Erdogan por el abrupto cambio de su política con los movimientos jihadistas en Siria. Su alianza con el Kremlin se hizo al precio del abandono de la ayuda relativamente secreta que había aportado desde el comienzo del conflicto al grupo Estado Islámico. Esa estrategia fue modificada a partir de agosto, cuando Erdogan lanzó la Operación Escudo del Éufrates, destinada a expulsar a los islamistas de la frontera turco-siria para poder reprimir tranquilamente a los kurdos.
En ese confuso contexto, ayer no faltaron quienes vieron en el atentado la mano de Fethullah Gulen, líder de la confraternidad conocida como Hizmet , el clérigo exiliado en Estados Unidos que fue responsabilizado por Erdogan por el fallido golpe de Estado de julio pasado.
Otros, como el analista ruso Orkham Ddhemal atribuyó el ataque de anoche al frente Al-Nusra, nuevo enemigo jurado del Kremlin. Ese movimiento, que en julio último fue rebautizado Jabhat Fatah al-Sham, aglomera unos 15.000 combatientes de 21 grupos. A pesar de las ambiguas declaraciones de ruptura con Al-Qaeda, los servicios rusos de inteligencia están persuadidos de que ese movimiento mantiene intacta su fidelidad a Ayman al Zawahiri, que los alienta a proclamar un emirato islámico en el norte de Siria.
En octubre, el líder de Jabhat Fatah al-Sham acusó a Rusia de “concentrar sus bombardeos contra sus posiciones” y “evitar atacar a EI”. “No hay otra opción que endurecer el combate. Si el ejército ruso asesina a nuestros soldados y a nuestra población, maten a los suyos. ¡Ojo por ojo!”, prometió Abu Mohammed Al-Yulani.
En todo caso, cualquiera sea el que armó la mano del asesino, por provocación o por venganza política, consiguió un resultado que acaso no buscaba: darle un pretexto a Erdogan para justificar una nueva ola de represión en Turquía y, al mismo tiempo, reforzar la triple alianza ruso-turco-iraní.
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