Tres mensajes del plebiscito constitucional de Chile para la Argentina y la región
El contundente resultado en la votación del domingo deja sobre los hombros de Boric el dilema de cómo seguir ante la demanda de cambio; el mandatario enfrenta problemas similares a los de otros líderes latinoamericanos
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Los chilenos quieren un cambio, una respuesta a sus demandas sociales, una salida hacia el futuro y no hacia el pasado. Pero esta nueva Constitución no es ni uno ni las otras.
Al menos eso dijeron los chilenos en un rechazo contundente y, ahora, el dilema de cómo seguir recae sobre el presidente Gabriel Boric. Hasta ayer al mandatario le sobraban los desafíos y los problemas. Pero, como si eso no fuera poco, de ahora en más solo tendrá un desvelo: de qué manera mantener el empuje del cambio que tanto reclaman de él una porción de chilenos sin excluir a esa otra porción de chilenos que no comparten sus ideas.
La tarea se insinúa tan gigantesca como elocuente: está llena de desafíos para su gobierno y para Chile y repleta de mensajes para el resto del continente.
1. Si los problemas se acumulan, ni siquiera las soluciones estructurales son suficientes
Despegado del resto de la región por el empuje de su desarrollo económico y por la firmeza de su salud institucional, Chile fue, durante buena parte de este siglo, una estrella de América Latina ante los ojos del resto del mundo.
En octubre de 2019, el estallido social le reveló al planeta y, sobre todo, a los propios chilenos que, debajo de esa imagen, se acumulaban décadas de malestar, inequidad, exclusiones. Los problemas ignorados e irresueltos se expresaron con una violencia que hizo temblar a la clase dirigente, a la calle, a la economía.
El único país de ingresos altos de la región –junto con Uruguay- tropezaba con el más latinoamericano de los problemas, la desigualdad en todas sus versiones, la económica, la social y la política.
Chile ensayó entonces una salida a la que pocas otras naciones se atrevieron y decidió cambiar los cimientos del país con una nueva Constitución. No fue una reforma; fue empezar de cero. Fue, en definitiva, una salida institucional para dar con una solución estructural a problemas viejos y radicales. Y los chilenos dijeron masivamente que sí: el 78% votó a favor de una nueva carta magna en el plebiscito “de entrada”, en 2020.
Con ese mandato, los constituyentes les ofrecieron a los chilenos un nuevo esqueleto de país. El nuevo texto no solo termina con la Constitución de 1980 con la que la dictadura de Pinochet proyectó su influencia hasta bien entrada la democracia sino que también le da otra cara y otro espíritu al Estado.
El Estado subsidiario y lejano pasa a ser un Estado más presente, garante de derechos sociales y protector del medio ambiente.
Una vez rediseñado el espíritu del Estado, el nuevo texto propone soluciones para los problemas que Chile acumula desde hace décadas: la plurinacionalidad y diferentes sistemas judiciales para velar por los derechos de las comunidades originarias marginadas; la ampliación del derecho a huelga para fortalecer a los trabajadores; la fiscalización y financiación pública de la salud para garantizar el acceso a un sistema cuestionado; el final de la exclusividad del Poder Ejecutivo para gestionar el gasto público y los impuestos.
Allí, en esos y otros puntos calientes, es donde la nueva Constitución se chocó con dos límites a los que no les encontró vuelta alguna, el de la división política y el de la acumulación de problemas de años. ¿Cómo hacer para solucionar esos dramas sin poner en riesgo los pilares que permitieron a Chile dejar atrás otros males, como la pobreza, el desempleo?
Si los desvelos de Chile y la región son complejos y profundos, las soluciones lo son más todavía.
El último informe de la Cepal, de agosto, es lapidario. El futuro estará ensombrecido por “la presión inflacionaria, el bajo dinamismo de la creación de empleo, la caída de la inversión y las crecientes demandas sociales”. Como sedimentos, los problemas se acumulan mientras los gobiernos de la región, de la Argentina a Brasil y de Perú a México, se distraen y hunden en las fracturas políticas.
2. Sin consensos, no hay avances
El de la división política fue un problema de origen de la nueva Constitución, uno que atormenta a Chile y, sobre todo, al gobierno de Gabriel Boric, que emparentó su destino a la votación de ayer.
Como sucedió con el estallido de 2019, la elección de constituyentes, en 2021, sorprendió a Chile, principalmente a su clase dirigente. Candidatos independientes y postulantes de organizaciones sociales arrasaron con el sufragio y los representantes de las dos coaliciones que se alternaron el poder desde 1990 –la de derecha y la de centroizquierda- quedaron reducidos a la mínima expresión. El impulso del cambio y de la demanda social triunfó y se proyectó también sobre los comicios generales con la elección del joven Gabriel Boric y de su alianza de izquierda.
Dispuestos a poner fin a cualquier huella de la dictadura y a una carta magna a la que tildan de “neoliberal”, los constituyentes, en su mayoría de izquierda, se embarcaron en un proceso que potenció las divisiones mientras los escándalos golpeaban su credibilidad.
Apenas 37 de los 154 constituyentes, los representantes de centroderecha y la derecha advirtieron una y otra vez a sus colegas que los dejaban afuera. La izquierda, en realidad, poco los necesitaba para redactar las normas que definirían el rumbo de Chile. Cada artículo era aprobado con dos tercios de los votos (104), una suma fácil de alcanzar para ese sector.
Un extremo en reacción a otro extremo, así nació una nueva Constitución cuestionada, esencialmente, por un espíritu partisano que atenta con la legitimidad necesaria de cualquier texto destinado a regir la vida de una sociedad.
Ese problema, el de la división política, le cayó entonces a Gabriel Boric. Debilitado por la precoz pérdida de aprobación de su gabinete y alarmado por el creciente rechazo público a una Constitución con la que se identificó, el presidente debió apelar a los consensos. Ya en junio se mostró favorable a enmendar la carta magna para hacerla más potable y más factible de ser aprobada.
Negoció con su alianza y prometió hasta un comité de constitucionalistas para remedar aquello que –como la plurinacionalidad o la coexistencia de varios sistemas judiciales- tanto ruido hacía incluso a sectores de la izquierda. “Apruebo con mejoras”, “apruebo con matices”, “apruebo con reformas”, las promesas de cambio por parte del gobierno se acumularon para convencer a los chilenos del potencial de la nueva Constitución.
El domingo, los chilenos le hicieron saber al presidente que su inclinación por el consenso fueron tardíos e insuficientes. Ahora Boric se enfrenta al desafío que definirá su presidencia: cómo plasmar un cambio que contente a todos o que, al menos, escuche las ideas y necesidades de todos los chilenos, no solo de los que apoyaron el apruebo o lo votaron a él.
3. Más gestión y menos patria grande
Con este resultado, el resto de sus cuatro años de mandatos se insinúan incluso más dramáticos que los primeros seis meses.
La economía se estanca, la inflación se agudiza, el desempleo crece, la fragmentación política se acentúa y el desencanto de los chilenos –tanto el de los que esperaban que el cambio se cristalizara con la aprobación de la Constitución como el de los que se frustraron con un texto que rechazaron- aumenta. Gobernar en semejante contexto se transforma en una tarea casi imposible. A esas condiciones poco envidiables, Boric incluso le suma un arma de doble filo. Llegó a la presidencia, en marzo pasado, como la cara del cambio, la cara del futuro no solo de Chile sino de América Latina. Era la esperanza de renovación, la expectativa de respuesta a tantas demandas sociales desatendidas. Ayer, esa posibilidad parecía cada vez más remota.
Desde marzo, Boric y su gabinete descubren a diario que gobernar es un dolor de cabeza tras otro. No está solo. En Perú, en Colombia, en Bolivia, en Ecuador, Pedro Castillo, Gustavo Petro, Luis Arce y Guillermo Lasso se topan con el mismo escenario: muchas demandas, muchos problemas, muchas divisiones y pocos recursos y habilidad política para cumplir promesas.
Tanta inclemencia, tanto futuro sinuoso, tanta pérdida de credibilidad y eficacia obligan a los mandatarios de la región a la introversión. Con gestiones crecientemente desafiantes, los presidentes miran más y más hacia adentro de sus países y menos hacia afuera.
Gabriel Boric reaccionó rápidamente el jueves cuando la vicepresidenta Cristina Kirchner fue víctima de un intento de magnicidio; fue uno de los primeros en condenar el atentado. Su declaración fue tan elocuente como significativa fue su ausencia de la declaración de apoyo de otros presidentes regionales a la líder del kirchnerismo ante la causa Vialidad.
Dominado por los desafíos internos, Boric tiene poco tiempo para la “patria grande”. Los problemas de Chile florecen y la gestión es cada vez más compleja y demandante.
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