Tres claves que definirán el 2022 en Brasil y el 2023 en la Argentina
Más allá de cuán transferible pueda ser el resultado de la segunda vuelta a las elecciones generales del año próximo, hay tres posibles escenarios que pueden reflejarse en los dos países en un futuro incierto
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Votan en Brasil, sostienen la respiración en la Argentina. Cuando se hayan contado todos los sufragios y el nombre del próximo presidente de Brasil ya no sea un misterio, algunos se alegrarán y otros enmudecerán.
Oficialismo y oposición hacen cálculos sobre cuán transferible puede ser un triunfo de Lula da Silva o de Jair Bolsonaro a la política argentina para determinar si un expresidente (o expresidenta) es capaz de deshacerse de condenas por corrupción y regresar al poder o para medir el alcance y la permanencia de un movimiento que engloba desde la centroderecha a la extrema derecha.
Las dos democracias más grandes de América del Sur comparten escenarios. Pero tal vez qué tan aplicable sea a la Argentina el triunfo de uno u otro candidato es el menos clave de todos. Elecciones presidenciales hoy y el año próximo, dirigencias tan partidas como las sociedades, economías que apenas crecieron en la última década o directamente no lo hicieron y en el camino dejan más y más pobreza y desigualdad... Los presentes tormentosos e inciertos de la Argentina y Brasil proyectan futuros de cambios tectónicos y –acaso- de mayor inestabilidad.
Más allá del ganador de los comicios de este fin de semana, más allá de qué nombre le convenga más al oficialismo o a la oposición argentina, la campaña que termina hoy en Brasil expone tres fenómenos estructurales –algunos propios del siglo XXI, otros más viejos que la política misma- que también marcarán la contienda que, el año próximo, decidirá la sucesión de Alberto Fernández, según advirtieron a LA NACION consultores políticos y especialistas de ambos países.
1. La polarización es emocional y negativa
Por naturaleza, un ballotage como es polarizante. Pero nunca desde el regreso de la democracia a Brasil, en 1985, tantos votos de la primera vuelta habían recaído en los dos principales candidatos como en 2022. Juntos, Lula y Bolsonaro sumaron 91,6% de los sufragios de la primera vuelta. Salvo en 2006, en la que Lula y Geraldo Alckmin orillaron juntos el 90%, en todas las otras elecciones, los dos contendientes más fuertes apenas rondaron el 80% de los votos; el resto se distribuyó en otras alternativas políticas.
Ese Brasil en el que la primera vuelta dejaba lugar y votos a varias miradas políticas era, sin embargo, otro país. Uno en el que dos partidos –el PT, de izquierda, y el PSDB, de centroderecha- se alternaban los gobiernos y, a su vez, eran condicionados por otras agrupaciones. La división era fuerte pero era netamente política. En la década pasada, eso cambió.
El estancamiento económico y la sucesión de escándalos de corrupción y la falta de respuesta del Estado se mezclaron en un cocktail social peligroso que empezó a explotar con las marchas contra Dilma Rousseff y el aumento del transporte en 2013. La indignación dio lugar a la movilización y, eventualmente, a la radicalización. Y las frustraciones, ya no solo políticas ni económicas sino también culturales, hicieron erupción. El centro se desdibujó y los extremos se fortalecieron y el Brasil de hoy se hundió en una polarización que es mucho más emocional que política.
“Hay algo nuevo en la sociedad brasileña que también empieza a pasar en la Argentina. Es una nueva división, que no es entra la izquierda y la derecha. Es entre una elite del conocimiento que tiene la capacidad de adaptarse y un grupo que se queda sin recursos, que no se siente reconocido socialmente, que cuestiona la pretensión de que los valores progresistas sean reconocidos universalmente. No es un tema económico, es un tema de autoestima”, dice el consultor político brasileño Renato Pereira, que también supervisó campañas en nuestro país.
Bolsonaro tiene los hábitos de ese grupo y articuló sus creencias, en especial las religiosas, en una estructura que va más allá de un partido. El presidente es el intérprete de un “movimiento popular conservador” que llegó para ser un actor permanente de este nuevo Brasil, advierte Pereira.
La lógica de esta nueva polarización tiene dos caras y esta campaña hacia el ballotage brasileño las muestra con crudeza. Una es la fervorosa adhesión al líder, reflejada en la lealtad religiosa con las que son seguidos Bolsonaro y Lula por sus votantes de siempre. La otra es el odio por el otro polo, representada por la creciente violencia política en las calles y en las redes; todo vale para descalificar y frenar al otro.
"Hoy el voto no es un voto de esperanza, es lo contrario. Hoy la esperanza es que no gane el otro"
“Nunca vi una elección en la que solo se hable de los dos candidatos, Lula o Bolsonaro. Siempre en Brasil la dinámica era que había que alimentar, en campaña, la expectativa de futuro. Hoy el voto no es un voto de esperanza, es lo contrario. Hoy la esperanza es que no gane el otro”, sentencia un consultor político argentino que tiene mucha experiencia en Brasil y prefiere permanecer anónimo.
Las encuestas ponen números bastante contundentes a esa polarización negativa. De acuerdo con el último sondeo de Atlas, una de las consultoras que más le acertó al resultado de primera vuelta, un 26,9% de los brasileños se reconoce como bolsonarista, pero un porcentaje mayor -30,2%- se describe como antipetista. En el otro extremo, el fenómeno es el mismo. Un 21% de los brasileños se identifica como del PT, pero 44% se autoproclama antibolsonarista. Es decir que es más fuerte el odio al otro que la adhesión al propio líder.
El verdadero peligro de esa polarización tan emocional y tan negativa irrumpe cuando la campaña termina, se cierran las urnas, hay un nuevo presidente y llega la hora de proyectar un mandato. El flamante presidente ganó las elecciones, pero una porción de la sociedad no le da legitimidad y trabaja incesantemente para volver al poder cuatro años después. Gobernar se transforma en una tarea cada vez más compleja. Y las frustraciones, de uno u otro lado, se acumulan. Lula o Bolsonaro, no importa cuál gane, tendrán el desafío casi imposible de alimentar las adhesiones y administrar los odios sin paralizar a Brasil en esa grieta.
2. Redes, desinformación o nada
Desde inicios de la década pasada, en Brasil y, más incluso, en una Argentina que arrastra problemas, los gobiernos se trenzaron en una lucha infructuosa por reanimar a las dos mayores economías de las regiones. Esos fracasos, tanto de la centroderecha como de la centroizquierda, tuvieron mucho que ver con las crisis internacionales, claro, pero también con la impericia y desconexión de los gobiernos de turnos.
“Los votantes sienten que intentaron todo y nada funcionó, sienten que no hay salida. Por eso van a soluciones extremas”, dice el consultor argentino y advierte que eso sucedió en Brasil, en 2018, cuando Bolsonaro llegó a la presidencia. “La Argentina está llegando a ese momento”, remata.
Todos los consultores políticos apuntan, obviamente, a Javier Milei como expresión e intérprete de lo que la consultora política argentina Ana Iparraguirre describe como esa “nueva categoría, que no es coyuntural,” de votantes “más desideologizados, que de derecha que no quieren que el Estado los moleste más” y que piden “autenticidad más que coherencia”.
En Brasil y en la Argentina, la forma más directa de llegar a ese grupo son las redes. “Son cada vez más importantes para este segmento social; son lo único que importa. No consumen otra cosa. Hay gente a la que no se llega si no es a través de las redes”, añade Iparraguirre.
Con bastante anticipación y con el manual de Donald Trump, Bolsonaro comenzó en 2017 esa estrategia, que se convirtió en 2018 en uno de los pilares de su victoria.
En 2022, la estrategia digital se transformó en la batalla principal de su campaña y obligó al PT a seguirla también. Tan esencial fue que solo en la semana que entre el 16 y el 25 de octubre, tramo central de la campaña para el ballotage, el presidente gastó 3,5 millones de dólares -380.000 dólares al día- en avisos de Google.
Conducida por Carlos Bolsonaro, la estrategia de redes de Bolsonaro es tan sofisticada en su segmentación –por ejemplo, Kwai para las franjas de menos ingresos, en el Nordeste, y TikTok para llegar a los jóvenes de más ingresos de las ciudades- como sucia en su uso de las fake news y de las campañas de miedo. Comunista, delincuente, adepto a ritos satánicos y a cerrar iglesias, no faltó ninguna acusación falsa para describir a Lula y para dominar la agenda digital de la campaña.
La intensidad de la desinformación aumentó con la campaña para la segunda vuelta, en especial en Whatsapp, indica un informe de NetLab, de la Universidad Federal de Rio de Janeiro.
En la retaguardia, el PT decidió seguir el mismo camino cuando intuyó que la agresividad digital beneficiaba a Bolsonaro en los sondeos. Aun cuando, alarmada por el nivel de fake news, la justicia electoral impuso límites por primera vez.
“La estrategia principal de la izquierda fue defenderse pero observamos que, después de la primera vuelta, empezaron también a atacar. Distorsionan pero no inventan monstruos porque [el PT] necesita seguir siendo el partido que no apela a la desinformación para no perder credibilidad”, dice Rose Marie Santini, responsable del informe.
Esos monstruos y esas distorsiones dominan hasta hoy una campaña en las que las propuestas estuvieron notablemente ausentes.
3. El “plan platita” es hambre para a
Como en toda elección del siglo XXI, las redes son protagonistas, pero más aún lo es –y como en cualquier momento de la historia- la economía. El gobierno de Bolsonaro se vanagloria con sus números y apuesta a que la deflación y el crecimiento económico de este año –mucho mayor al proyectado a principios de 2022- convenzan a los brasileños de darle un mandato más. Ellos, de hecho, se muestran más confiados que en muchos años sobre el futuro de la economía. Según Datafloha, el optimismo es el mayor desde 2015.
Sin embargo, tanto el crecimiento como el optimismo podrían tener corta vida. Y la razón sería precisamente las elecciones.
En agosto, el Congreso aprobó una serie de medidas patrocinadas por Bolsonaro que incluyeron la reducción de impuestos a la gasolina, un voucher para el gas, ayuda a los transportistas, y el aumento de más de 30% del Auxilio Brasil, una asistencia social que alcanza a unas 25 millones de familias, hasta el 31 de diciembre.
La Propuesta de Enmienda Constitucional (PEC) fue calificada por el propio ministro de Economía, Paulo Guedes, como “PEC kamikaze” mientras que un diputado opositor la describió como “PEC boca de urna”, dos sobrenombres más elocuentes que cualquier análisis.
La campaña de Bolsonaro esperaba que el dinero en el bolsillo de las franjas más desfavorecidas de Brasil le permitiría quitarle votos a Lula precisamente en sus bastiones. A la defensiva, Lula incluso promete preservar más allá de diciembre el nuevo Auxilio Brasil. Las urnas dirán si ese “plan platita” versión brasileña funciona. Pero lo que tal vez no funciones es la economía en 2023.
“Esta recuperación no se puede proyectar para el año que viene. El presidente eliminó impuestos; era claro que los precios iban a caer. Esos impuestos iban a los gobiernos estaduales y llegan allí seis meses después de recaudados. Es decir que ahora no se siente. Pero en el comienzo de 2023 vamos a tener un problema muy serio. La ley dice que si los estados tienen problemas, entonces el gobierno federal debe ayudarlos. Son unos 35.000 millones de dólares. Pero el gobierno federal no tiene ese dinero, entonces va a tener que aumentar las tasas para captar fondos”, explica a LA NACION Paulo Roberto Feldmann, profesor de economía de la Universidad de San Pablo.
Déficit y tasas altas son señal de enorme alarma no solo para Feldmann, para otros especialistas y para los referentes económicos de la campaña de Lula.
Los inquieta que las bondades electorales den lugar a una desaceleración o, incluso, a una recesión, que vuelva a paralizar la muy anémica economía local. Brasil no se puede dar ese lujo de nuevo; tienen necesidades urgentes. En 2020, 19 millones de brasileños sufrían de inseguridad alimentaria grave; hoy los brasileños con hambre son 33 millones, de acuerdo con el Mapa Mundial del Hambre, de la ONU.
Polarización, desinformación, electoralismo: males de Brasil que le esperan a la Argentina y amenazan con prolongar sus frustraciones.
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