Tras cuatro décadas gloriosas, el milagro económico de China parece estar por terminar
Los niveles de deuda corporativa y familiar, los peligros de la burbuja inmobiliaria y la desigualdad social están dejando al presidente Xi Jinping sin opciones para impulsar la economía china
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LONDRES.- El presidente chino Xi Jinping tiene una comprensión más cabal de los problemas económicos de su país que los propios inversores. Ya hace años que el vitalicio líder chino advirtió los peligros que entraña la burbuja inmobiliaria, el desorbitante nivel de deuda, la corrupción generalizada y la creciente desigualdad social. No son problemas exclusivos de la República Popular: en algún momento, todos los países de la región que adoptaron el así llamado “modelo de desarrollo asiático” enfrentaron problemas similares. El dilema de Xi es que China no tiene un camino fácil para superarlos.
El modelo de desarrollo asiático tiene características propias: la banca pública ofrece créditos baratos a las industrias de su elección, se mantiene pisado el valor de la moneda para impulsar las exportaciones, se reprime el consumo para generar ahorros que vayan a la inversión, y se adopta tecnología extranjera para lograr una rápida modernización. Desde la Segunda Guerra Mundial, la combinación de esas políticas demostró un éxito indiscutido para achicar la brecha de desarrollo entre Asia y Occidente.
Pero en Asia el crecimiento es inestable por naturaleza. Las tasas de interés artificialmente bajas crean burbujas inmobiliarias, como ocurrió en Japón a fines de la década de 1980 y en Tailandia unos años después. La plata dulce fomenta el endeudamiento excesivo, como pasó en el Sudeste Asiático a principios de los años 90. La capitalización a bajo costo alienta inversiones improductivas. La política de reprimir el consumo interno genera desequilibrios económicos. Y para colmo, cuando ese crédito es distribuido a dedo por bancos controlados por el Estado, la corrupción se multiplica, como ocurrió en Indonesia durante el régimen cleptocrático de Suharto.
El largo periodo de expansión económica de Japón terminó cuando a fines de 1989 el Banco de Japón decidió pinchar la burbuja inmobiliaria. Los “tigres” asiáticos, como se llamaba a las economías de rápido crecimiento de la región, desbarrancaron un par de años después. Como demostró el economista Paul Krugman por entonces, el “milagro” económico solo era sostenible con un crecimiento permanente del capital y la fuerza de trabajo. Cuando los acreedores extranjeros empezaron a retirar sus capitales, a mediados de los años 90, se desató la crisis financiera en la región.
Modelo
Consideremos ahora la situación actual de China. Desde que abrazo la reforma económica, a fines de la década de 1970, el Partido Comunista aplicó “un modelo de desarrollo asiático con anabólicos”, en palabras de Michael Pettis, de la Universidad de Pekín. Los ahorros y la inversión en China crecieron a niveles inéditos y el consumo cayó al nivel más bajo que nunca haya sufrido una economía asiática. La República Popular está sumida en la deuda, que desde la crisis financiera global de 2008 ha crecido alrededor de 100 puntos porcentuales en relación con el PBI del país. En el clímax de la burbuja inmobiliaria de Japón, se decía que tan solo el predio del Palacio del Emperador en Tokio valía más que todo el mercado inmobiliario de Canadá; hoy, se dice que en China hay suficientes propiedades vacías como para alojar a la totalidad de la población de Canadá, 38 millones de personas, y hasta sobrarían vacantes.
No es extraño entonces que el presidente Xi proclame que las viviendas son eso, lugares para vivir, no inversiones especulativas, y que el “desarrollo desequilibrado e inadecuado” del país había impedido mejorar la calidad de vida de millones de ciudadanos chinos. Ahora Xi reclama una “prosperidad común” que implica una reducción de la desigualdad. Al mismo tiempo, el presidente quiere reducir el exceso de capacidad, y hacer que la vivienda sea más accesible. Y todo eso debe lograrse “a la vez que se alienta un suave crecimiento económico” y esquivando la aparición de un “cisno negro”, vale decir, una crisis financiera.
Para mensurar los problemas que enfrenta China basta recordar lo que ocurrió con sus vecinos cuando cambiaron abruptamente de rumbo económico. El estallido de la burbuja inmobiliaria en Japón en 1990 hizo más accesibles las propiedades destinadas a vivienda, pero las esquirlas desataron dos crisis bancarias y hace décadas que la economía japonesa está sumida en una deflación persistente. Es cierto que últimamente Japón empezó a alentar el consumo, pero llegó cuando el crecimiento económico ya se había estancado. Pekín conoce demasiado bien lo que significó la década perdida para Japón, y no desea copiar la experiencia.
A mediados de la década de 1990, cuando los tigres asiáticos empezaron a tener problemas, se vieron obligados a tomar un rumbo diferente. Tras los problemas surgidos en Tailandia, los acreedores extranjeros pasaron a cobrar por ventanilla y corrieron a la puerta de salida. El contagio se esparció de país en país, incluidos Taiwán y Corea del Sur, que se jactaban de ser superavitarios y de contar con ingentes reservas en moneda extranjera. No fue precisamente un periodo de “suave crecimiento económico”, sino de derrumbe de las monedas, quiebre generalizado de empresas, rescates del FMI, y en el caso de Indonesia, agitación social que condujo a la caída de Suharto y sus secuaces. Malasia tuvo que introducir controles de capitales para frenar a los especuladores extranjeros.
El camino de los tigres
Pero por lo menos la crisis asiática tenía su costado positivo. Los países que sufrieron devaluaciones abruptas se volvieron mucho más competitivos. En 1999, la economía de Corea del Sur creció más de un 10%.
El estratega en inversiones Russell Napier, que fue testigo presencial de ese periodo y lo describe en su libro “La Crisis Financiera Asiática”, cree que China sigue el mismo camino que los tigres. En este momento, el yuan sigue laxamente pegado a la cotización del dólar, y en ese sentido, la Reserva Federal norteamericana tiene una influencia excesiva sobre la política monetaria de China. Eso es especialmente problemático si se piensa que el año que viene la Reserva Federal tiene pensado aumentar las tasas de interés, mientras que China, debido al decaimiento de su burbuja inmobiliaria, necesita abaratar el crédito. Abandonar ese anclaje al dólar, dice Napier, le devolvería independencia monetaria a Pekín.
Si China devalúa el yuan, su economía probablemente goce de un estallido de crecimiento a caballo de las exportaciones. Pero hay que ver si el resto del mundo se lo permite. China ya es el mayor exportador mundial. En su libro, Napier dice que la condescendencia de los gobiernos de Occidente con la manipulación de las monedas asiáticas “fue uno de los mayores errores de la historia”, ya que a partir de 1997 fogoneó las exportaciones de la región a expensas de millones de puestos de trabajo en Estados Unidos y Europa. Occidente no repetirá su error. Si Xi opta por la devaluación, tendrá que vérselas con Estados Unidos y sus aliados.
Nunca hay que subestimar la capacidad de Pekín para encontrar políticas que hagan avanzar la economía china. Pero en China los niveles de deuda corporativa y familiar son más altos que en Estados Unidos justo antes de la crisis de las hipotecas y el consecuente estallido de la burbuja inmobiliaria más grande de la historia, así que a Xi le quedan pocas opciones. Tras cuatro décadas gloriosas, el milagro económico de China finalmente parece estar por terminar.
Agencia Reuters
Traducción de Jaime Arrambide
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