LA NACION viajó a Tiraspol, capital de la autoproclamada república ubicada al este de Moldavia que no reconoce ningún país pero que tiene desde moneda hasta ejército propio; se registraron ataques en ese territorio que despertaron temores sobre una expansión del conflicto
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TIRASPOL.- Es un sábado soleado y aparentemente tranquilo. Pero la tensión es altísima y los nervios están a flor de piel en Tiraspol, capital de la autoproclamada República de Transnistria, territorio separatista filorruso enclavado en el este de Moldavia también conocido como Pridnestrovie, que no existe “de jure” -ningún país de la ONU lo ha reconocido, ni siquiera la Federación Rusa-, pero que sí existe “de facto”.
Después de los supuestos atentados “terroristas” que hubo aquí en los últimos días, el gran temor es que Transnistria -una franja de tierra de menos de treinta kilómetros separada de Moldavia en el este por el río Dnester, que limita con Ucrania al oeste- se vuelva un nuevo escenario dantesco, al mejor estilo Donbass. Es decir, un nueva excusa, un nuevo pretexto, para que Vladimir Putin, para salvar de los nazis y liberar a los prorrusos que viven aquí, en una ulterior escalada de una invasión que ha puesto en vilo al mundo, amplíe su “operación especial” a una guerra de mayor alcance. Una ofensiva que involucraría no sólo a este enclave separatista que se autoproclamó independiente de Moldavia en 1990, que queda a tan solo 100 kilómetros de Odessa -otro objetivo de Putin-, sino también a Moldavia, una exrepública soviética que, como Ucrania, aspira a entrar a la Unión Europea.
Llegar a Transnistria -que quiere decir “más allá del río Dnester” y queda a tan sólo 25 kilómetros de Chisinau, capital de Moldavia-, es como entrar a un mini territorio soviético. La hoz y el martillo, símbolo de la URSS y del comunismo, salta a la vista en la bandera de Transnistria -dos franjas rojas y al medio una verde- y marca a fuego su escudo.
“En verdad la bandera de Transnistria es la misma de la ex República Socialista Soviética de Moldavia”, explica Valeriu, mi guía en esta región filorrusa y, de hecho, dominada por Rusia, desconocida por la mayoría de los mortales hasta hace pocos días. Hace exactamente 30 años, en 1992, una guerra civil entre Moldavia, recién independizada del gigante soviético, y la separatista Transnistria, que hasta el final quiso ser fiel a la URSS, dejó más de mil muertos.
Convivencia
“En este puente hubo batallas feroces”, evoca Valeriu, que destaca que desde que se firmó en julio de 1992 un acuerdo que congeló el conflicto, “hasta ahora jamás había habido un disparo” y la convivencia entre Moldavia y el enclave separatista de Transnistria fue pacífica.
“Muchos habitantes de Tiraspol trabajan en Chisinau y hay un tránsito fluido en todos los puntos fronterizos de personas y camiones que llevan mercancías varias”, explica, al mostrar la fuerza de paz -formada por 500 soldados rusos, 500 de Transnistria y 500 de Moldavia, denominada “Comisión Unida de Control” (CUC)-, que desde hace 30 años controla la zona desmilitarizada que hay en los accesos al enclave separatista.
“Es uno de los pocos casos en los que ha funcionado una fuerza de paz”, subraya Valeriu, que reconoce que todo cambió con la invasión de Ucrania lanzada por Putin. Esta no solo hizo que llegaran también a Trasnistria unos 30.000 refugiados ucranianos, sino que determinó el cierre absoluto de la frontera de la que llegaban desde Moscú productos de todo tipo. La invasión generó, sobre todo, el gran temor a que los 1500 soldados rusos emplazados aquí desde la era soviética para resguardar el mayor depósito de armas de la ex URSS en Europa oriental -donde se guardan 20.000 toneladas de municiones-, se sumen a los que combaten del otro lado de la frontera para avanzar en la ocupación del suroeste de Ucrania.
Los ataques de la última semana no hicieron más que echar leña al fuego. Primero fueron lanzadas, el lunes, granadas sobre el edifico que es sede del ministerio de Seguridad. Luego hubo dos explosiones en una unidad militar que queda en un pueblo a 6 kilómetros de Tiraspol y un ataque contra dos antenas de radio estatales rusas. No hubo víctimas, tan sólo daños materiales. Pero la tensión escaló hasta las estrellas, con acusaciones cruzadas entre los ucranianos que denunciaron operaciones encubiertas de los rusos y los filorrusos de Transnistria, que a su vez acusaron a los ucranianos de querer desestabilizar este rincón del planeta para distraer a las fuerzas rusas que intentan que caiga la ciudad ucraniana de Mykolaiv, fundamental para luego tomar Odessa.
Alerta roja
Vadim Krasnoselsky, líder de Transnistria, exhortó al gobierno de Chisinau a “no ceder a las provocaciones” de quienes intentan arrastrar al país a un conflicto armado, en alusión a un presunto rol de infiltrados filoucranianos. La presidenta moldava, Maia Sandu, reaccionó con un nuevo llamado a la calma. Pero hasta el Pentágono advirtió de una “potencial escalada de la crisis”, que se palpa en el aire.
Al llegar a Tiraspol, se han multiplicado los controles. Hay soldados del ejército local con kalashnikovs y pasamontañas en check-points con bolsas de arena y bloques de cemento. Es un fiel reflejo de la alerta “roja” decretada por las autoridades, que decidieron también el cierre de las escuelas, el fin de los exámenes y la suspensión del gran desfile del 9 de mayo, jornada de la victoria de la URSS contra la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial.
Un microestado que no existe
Si bien la bandera con la hoz y el martillo de Transnistria flamea junto a la de Rusia en todos los edificios administrativos, el Kremlin jamás reconoció a este país que, oficialmente, no existe. Aunque tiene su ejército -que cuenta con 7000 soldados que podrían volverse 12.000 si hay movilización general-, su moneda -el rublo de Transnistria-, su correo, su Parlamento, su constitución y su autonomía, los países miembros de la ONU no reconocen a este microestado, donde viven unas 500.000 personas con una historia más que complicada sobre sus espaldas. Fiel reflejo de las poblaciones presentes, hay tres lenguas oficiales -el ruso, el ucraniano y el moldavo cirílico-. Los habitantes, de hecho, cuentan con pasaportes rusos, ucranianos y moldavos.
Para entrar a Transnistria en la frontera hay que mostrar el pasaporte y no identificarse como periodista -cuyo ingreso sólo es autorizado después de trámites imposibles que pueden tardar diversos días, sino semanas y más aún en este momento-. Allí la policía entrega un papel que indica que uno está haciendo una visita transitoria.
Intentar hablar con la población, que mayoritariamente habla ruso, por supuesto a través de un intérprete, es una misión casi imposible.
“Es un pueblo chico, hay un régimen autoritario, los servicios están presentes y es difícil saber si uno está interpelando a la hija de algún oficial de la KGB... La gente tiene miedo de hablar, hay mucha desconfianza del que viene de afuera”, explica Viorika, periodista moldava. “Los periodistas extranjeros después se van, pero los locales se quedan y pueden tener problemas con la KGB”, agrega.
De hecho, cuentan que don Marcin, párroco de la minoritaria iglesia católica del pueblo de Vadul Raskov, en el norte de Transnistria, después de un sermón en el que habló en contra de la guerra en Ucrania, recibió una visita de un agente de los servicios secretos. “Me sugirieron no hacer prédicas de ese tipo porque estaba incitando al odio, porque no es una guerra, sino una operación especial”, reveló a periodistas italianos el sacerdote, que desde entonces, asustado, decidió no hablar más con la prensa.
A las tres de la tarde hay un clima primaveral en Tiraspol, ciudad aparentemente tranquila atravesada por el río Dnester y en cierta forma parecida a una del interior de la Argentina, de unos 150.000 habitantes, que luce austera y prolija. Se alternan típicos monoblocks soviéticos grises y edificios de arquitectura europea oriental de color pastel. La avenida 25 de octubre, la principal, está decorada con decenas de macetas con flores también color pastel. Hay una fuente musical que salpica agua, se ven jóvenes en bicicleta o monopatín, una pareja de recién casados que se saca foto y saltan a la vista carteles que le hacen publicidad a la destilería Kvint, que produce un cognac célebre en todos los países de la ex Unión Soviética, a Aquatir, el mejor caviar de esturión de la zona y al grupo Sheriff, dueño de hipermercados, a estaciones de servicio y hasta al estadio y al equipo de fútbol local que, todos recuerdan, le ganó al Real Madrid de visitante el año pasado, todo un orgullo.
La red telefónica es rusa, así que las conexiones no funcionan bien. Para conectarse hay que entrar en coquetos cafés donde funciona el wi-fi y jóvenes vestidos a la última moda trascurren un sábado a la tarde distinto, marcado por las nuevas medidas de seguridad y controles vigentes.
Frente el Palacio de los Soviets, el principal edificio administrativo, se levanta una colosal estatua de Lenin. Recuerda el sentir de la mayoría de la población de Transnistria, donde en 2014, cuando Rusia anexó la península de Crimea -antesala de la insensata guerra actual-, hubo un referéndum en el que el 97% se manifestó favorable a un destino similar. “Ellos quieren unirse a Rusia, pero el problema es que no tienen una frontera en común con Rusia como sí la tiene el Donbass”, explica Valeriu.
El termómetro marca veinte grados en Transnistria, donde la propaganda rusa es más que potente. “No veo la hora de que lleguen los rusos”, asegura Tatiana, empleada de 55 años, madre de una adolescente, que confiesa que está aterrada porque hace unos días recibió en su celular un SMS anónimo que le recomendaba irse ya de Transnistria, región que iba a ser “arrasada” por las fuerzas de Volodimir Zelensky. “Ojalá vengan a salvarnos los rusos, es el momento que esperamos desde hace treinta años”, dice esta mujer, que cuenta que tiene la valija lista para escaparse a Moldavia en caso de invasión ucraniana.
En la plaza principal de Tiraspol un monumento ecuestre recuerda al general ruso que fundó esta ciudad en 1792. Fue por orden de la emperatriz Catalina II de Rusia, llamada Catalina la Grande, que logró arrebatarle a los turcos esta tierra hoy en boca de todos, que también cuenta, por supuesto, con un monumento de honor en la que se la ve sentada sobre un trono. Enfrente, sobre mástiles altísimos flamean, juntas, la bandera con la hoz y el martillo de Transnistria y la de la Federación Rusa. Poco más allá, en tres mástiles un poco más bajos, flamean tres banderas desconocidas: son de Ossetia, Abjasia y Nagorno Karabaj, las tres únicas entidades que reconocen como un Estado independiente a Transnistria, el país que (oficialmente) no existe, pero que es otro polvorín.
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