Trabajar en las puertas del infierno
Los recolectores de azufre de Indonesia lo extraen directamente de la tierra desde el volcán activo de Kawah Ijen y, aunque parezca increíble, todo el trabajo es a mano
Indonesia, país del Sudeste Asiático que comprende más de 17.000 islas de las cuales solo 6000 están habitadas, cuenta con más de 250 millones de personas, lo que lo convierte en el cuarto país más poblado del mundo. Comparte fronteras con Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y Malasia, siendo Indonesia el país con más musulmanes del planeta.
El archipiélago fue desde siempre una región importante para el comercio mundial, especialmente con China e India desde el siglo VII y recién obtuvo su independencia poco después de la Segunda Guerra Mundial.
Las cinco islas más grandes son Java, Sumatra, Kalimantan, Nueva Guinea y Célebes. Por su ubicación, lo convierten en un lugar con numerosos volcanes llegando a tener unos 150 activos.
Este país tiene tantos atractivos que fácilmente uno podría estar meses recorriéndolo. Sus playas de aguas turquesas son ideales para el buceo, el templo budista de Borobudur en Yogyakarta, no solo es Patrimonio de la Humanidad, sino también el más grande del mundo. En la isla de Bali se encuentra Ubud, donde los arrozales son tan perfectos que se transformaron en escenarios de varias películas. Pero es en la isla de Java, a 40 kilómetros de Banyuwangi, donde se encuentra un fenómeno único: el volcán Kawah Ijen, donde los recolectores de azufre desafían a la muerte en cada descenso.
Tan especial es el paisaje que hasta el propio Olivier Grunewald, reconocido fotógrafo en captar zonas aisladas y ganador en cuatro ocasiones del World Press Photo quedó impactado por el volcán y los mineros.
El azufre y su proceso
El azufre tiene muchos usos. El elemento 16 de la tabla periódica no solo sirve para hacer ácido sulfúrico para baterías, vulcanizar el caucho, la fabricación de la pólvora y detergentes, sino que también sirve para blanquear el papel y los fósforos, y como laxante, exfoliante y suplemento nutritivo para las plantas a través del sulfato de magnesio. Tan importante es el azufre que los primeros humanos ya lo usaban como pigmento para pintar sus cuevas.
El azufre es una roca que arde, derritiéndose a 115º C, apenas un poco por encima del punto de ebullición del agua, cuando su color pasa a ser un rojo profundo. En su forma sólida amarilla, el azufre se constituye de moléculas con formas de aros, cada una hecha de hasta ocho átomos. Al derretirse, esas rosquillas se rompen y, con más calor, empiezan a enlazarse en cadenas más y más largas, lo que le da al azufre fundido una extraña plasticidad.
Pasaron más de 300 años desde que se construyó la primera planta de ácido en la lejana aldea inglesa de Twickenham y la rudimentaria planta de procesamiento del volcán Kawah Ijen es una más de este elemento que por su abundancia en el universo se ubica en el noveno lugar. Los recolectores de azufre de Indonesia no siguen el tradicional método de extracción mediante el proceso Frash (en honor al químico norteamericano Herman Frash) desarrollado en 1891, el cual consiste en inyectar agua sobrecalentada a una temperatura de alrededor de 165º C en la roca subterránea que contiene azufre a través del tubo exterior de una sonda formada por tres tubos concéntricos. El azufre funde formando una bolsa líquida. Se inyecta aire comprimido por el tubo más interno y la mezcla azufre-agua asciende por el tubo intermedio. De esta manera se obtiene un azufre muy puro.
A diferencia de este método, en la parte oriental de Java lo extraen directamente de la tierra desde el volcán activo de Kawah Ijen y, aunque parezca increíble, todo el trabajo es hecho a mano.
La línea de volcanes que se extiende desde el norte de Sumatra hasta la isla de Timor en el sureste del país alberga una extraordinaria actividad geodinámica considerada por los expertos como una de las más importantes y activas del planeta.
Historias de vida
La industria farmacéutica y química se nutre de centenares de minerales que ofrece la Tierra en su estado puro, pero son pocos los que conocen el origen real de algunos de esos elementos de la farmacopea y alquimia y del esfuerzo sobrehumano que algunos hombres realizan para extraer los minerales.
Un claro ejemplo es el del trabajador Budi, quien mide un metro 60, tiene 39 años y es de Bali pero hace 21 que trabaja en la recolección de azufre. Sabe que sus días de vida están contados porque los gases tóxicos del volcán Kawah Ijen producen entre otras enfermedades asma, enfisema pulmonar y bronquitis crónica. Sin embargo está dispuesto a entrar cada día a las puertas de este infierno para ganar tan solo cinco dólares, el doble que si trabajara en los arrozales o en la recolección de café. Tiene voz ronca, le cuesta respirar pero sin dudarlo expresa: “Trabajaré hasta que el cuerpo no resista más y si todo sale bien mi hijo mayor seguirá mis pasos”.
Estamos a 2400 metros de altitud y, producto del ácido sulfúrico, es difícil mantener los ojos abiertos cerca de los chorros de gas que salen a 2200 grados centígrados. Pero Budi no está solo. Es uno más de los 200 trabajadores que con herramientas tan rudimentarias como un hierro y una pala extraen rocas de azufre. Subir hasta la cima del volcán es muy agotador y bajar hasta el cráter de más de un kilómetro de ancho no es tarea sencilla.
Se tardan unas cuatro horas en hacer el recorrido completo. Parecen hormigas, suben y bajan por el mismo camino, casi no se hablan, pero entienden sus códigos al mirarse a los ojos mientras cargan pesados canastos de mimbre con 70 u 80 kilos de azufre.
Antes del amanecer se puede observar un fenómeno único. Son las blue flames -o llamas azules- donde los turistas más aventureros se acercan para fotografiarlas. Los gases emergen desde las grietas del volcán a gran presión y cuando entran en contacto con el aire se inflaman y generan llamas de hasta cinco metros de alto. Mientras, algunos gases se condensan en azufre líquido y continúa ardiendo a medida que fluye por las laderas, dando la sensación de que hay lava azul fluyendo. Los ojos se irritan, la garganta comienza a arder, el olor intenso penetra por la nariz y obliga a todos a retroceder. Incluso a los trabajadores. Cada uno espera agazapado, como queriendo atrapar a su presa, y ni bien el viento cambia de dirección regresan en busca de más azufre.
Pero nadie parece prestar atención a que unos metros más abajo, cerca de las tuberías de cerámica, hay otros trabajadores que ya están en plena tarea siendo las tres de la madrugada. Tan mortales son los gases junto al calor del mediodía que cuando son las 10 am ya dejan de trabajar. Lentamente los gases y las nubes se fusionan en inmensas manchas blancas. El cráter está formado por una hermoso lago de color verde esmeralda que cambia de intensidad cuando el sol lo ilumina.
Es realmente impactante, pero no todo lo que brilla es oro. El lago contiene 38.000 millones de metros cúbicos de ácidos sulfúrico y clorhídrico, cuya acidez y temperatura varían en función de la actividad volcánica subterránea. Y aunque la temperatura del agua varía normalmente entre 20° y 400° C, no han sido pocas las ocasiones en que el agua ha alcanzado su punto de ebullición forzando una rápida evacuación del lugar ante la inminente erupción del volcán.
Cuando el sol asoma por el lado norte del volcán muchos trabajadores comienzan a subir a la cima y emprenden el último viaje. Es a mitad de camino donde sus canastos son pesados y sabrán cuanto cobrarán por su trayecto.
El Kawah Ijen ha erupcionado seis veces desde 1796; la más reciente se produjo en el año 2001, en la que solo expulsó cenizas. En 1817 la erupción provocó el desbordamiento del lago, produciendo corrimientos de lodo que anegaron tres pueblos. Pero tal vez la erupción de 1989 sea la más recordada cuando dejó a 25 mineros muertos por asfixia. En 1997 el color turquesa del lago cambió en varias ocasiones debido a la actividad magmática de su interior, produciendo un aumento de la actividad de sus fumarolas, sin llegar a erupcionar. Periódicamente se han registrado otros movimientos sísmicos y pequeñas erupciones de cenizas en la zona sin importancia. En la actualidad el grado de alerta del volcán es 2.
Son muchos los turistas curiosos que se quedan a sacar fotografías en un lugar tan bello como contradictorio donde un cielo azul se combina con el verde de la laguna y el amarillo del azufre. Pero en la cima no se pueden escuchar como tosen los trabajadores cada vez que se acercan a los gases tóxicos. Algunos ni si quiera usan máscaras, tan solo un trapo sucio y húmedo que muerden con los dientes que les ayuda a filtrar el aire. Mientras unos rompen el suelo otros se acercan con botellitas de plástico a buscar el azufre líquido para colocarlos en moldes y hacer suvenires. Otra manera de ganarse unas rupias extras.
Pero Budi está contento. Tuvo un buen día y pudo hacer dos viajes con sus canastos repletos de azufre sorteando una pared vertical de casi 300 metros de vértigo. Un recorrido donde cada paso fue una victoria y cada centímetro que dejó atrás un consuelo. Sin embargo, su columna ya empieza a sentir el paso del tiempo. Se sienta a descansar arriba de una piedra mientras otro gas tóxico se mezcla en sus pulmones. Es el del rokok, un tabaco rubio aromatizado con clavo, uno de los productos más característicos del archipiélago de Indonesia.
Mientras fuma su recompensa y larga bocanadas de humo su carga se vacía. El balancín no para de crujir por el peso y entonces aprovecho para hacerle otras preguntas antes de que regrese a su cabaña con techo de paja (su casa).
Esteban Mazzoncini: ¿Cómo fueron tus comienzos en el volcán?
Budi: Cuando llegué a Java todavía no estaba casado. Con mi hermano empezamos a trabajar en la recolección de arroz pero a pesar de que el salario era muy bajo lo mantuvimos durante tres años. Más tarde me casé con Kasih, nació nuestro primer hijo y entonces la plata no nos alcanzaba. Decidimos formar parte de los recolectores de azufre del volcán sabiendo que las condiciones serían muy duras. Éramos jóvenes y nos sentíamos fuertes, afirma mientras se seca la transpiración con un trapo sucio.
EM: ¿Hubo alguna situación que te hiciera dudar para continuar con este trabajo?
B: Sí, ocho años más tarde mi hermano contrajo problemas respiratorios como consecuencia de inhalar los gases tóxicos. Además, él ya tenía asma, por lo que la situación empeoró muy rápido y no tuvo fuerzas para llegar al siguiente invierno. Ese mismo año dos compañeros resbalaron con sus canastos llenos de azufre cayendo a un precipicio. Era todavía de noche y la oscuridad no permitía ver bien el camino. Durante un tiempo largo dudé en dejar el volcán pero la necesidad económica era muy complicada. Tenía una familia que mantener. Y continué.
EM: ¿Entonces, porque querés que tu hijo mayor siga tus pasos como recolector?
B: Porque es lo único que puedo enseñarle.
Budi acomoda su canasto vacío en el hombro con llagas, se cubre la cabeza con una gorra manchada de amarillo y se pierde en el camino de tierra. Junto a él le siguen otros compañeros que no paran de toser, pero esta vez no es por el cigarrillo. Llegan con la uñas y el rostro comidos por el sulfuro, transpirados y casi sin aliento.
Seguramente Budi y más de cien trabajadores regresen mañana temprano a su rutina de más de dos décadas. Una rutina que en números da escalofríos. Durante todo este tiempo lleva recorridos unos 145.000 km a pie, el equivalente a caminar desde Madrid a Moscú unas 35 veces y ha cargado más de un millón de kilos de azufre, lo que significa el peso de varios aviones Boeing.
Su amigo Bambang, que proviene de Tanah, un pueblo ubicado a 17 km conocido por las generaciones de porteadores, es consciente del presente. Y del futuro también, cuando afirma que de aquí, tarde o temprano, nadie sale vivo. Seguiremos hasta que el material amarillo nos trague por completo, sentencia.
Hoy logró subir 88 kilos sobre sus hombros, casi el doble de su peso corporal. Después de comer un poco de arroz y tomar un vaso de leche para aliviar las quemaduras en la garganta recoge su recibo que más tarde canjeará por tan solo cuatro dólares. Pero lo que no puede canjear es una parte de las falanges borradas de los dedos de las manos por tantos años de trabajo. De piel oscura, contextura delgada y mirada serena, se siente tan fuerte como si fuera su primer día de trabajo. Pero resiste, aunque sabe que los problemas en sus articulaciones no tardarán en llegar.
Ya son un poco más de las doce del mediodía y los turistas que llegan para fotografiar el volcán ignoran por completo que unas horas antes el Kawah Ijen estaba más activo que nunca. De esfuerzos sobrehumanos y de muertes que llegan como una película en cámara lenta. Un escenario donde se trabaja los 365 días del año, sin francos, sin descansos. Un lugar donde los recolectores intentan sobrevivir como pueden.
El volcán y la situación actual
El volcán es una fábrica que abrió sus puertas sin tener que invertir una sola rupia para su explotación. Sin maquinaria. Tan sólo fuerza humana dispuesta a arrebatarle el preciado metal a la naturaleza y un oficinista para pagar los esfuerzos. En esta azufrera, las fumarolas liberan dióxido de azufre con una pureza del 95%, y se obtienen a diario entre 10 y 12 toneladas de material. Tras el proceso de refinamiento, el producto acaba en las azucareras; en las fábricas de explosivos o de fósforos. Pero es en la industria cosmética y los laboratorios farmacéuticos donde el género adquiere un valor impensable para estos esclavos del azufre. La mayoría no lo saben o tal vez no les importe pero en la cercana ciudad de Surabaya el mineral se tasa por un valor de siete veces mayor al pagado a los recolectores.
Aquí no ha cambiado nada desde los inicios. Sólo los dueños. Tras las fuertes disputas por la explotación y beneficios entre las comarcas limítrofes, la Armada Nacional decidió asignar en 1960 la concesión a la compañía P.T. Candi Ngrimbi para el blanqueo de la caña de azúcar. Pero los esfuerzos se siguen subastando como el primer día. Las vidas se siguen quemando al ritmo que utilizan las barrenas para morder el azufre. Todavía hoy recorren la misma distancia que cuando comenzó la producción.
Sin contrato ni convenio que les regule, desconocen las normas de seguridad e higiene, y la media de vida no va más allá de los 47 años. Tal vez Unainik sea una excepción en el volcán Kawah Ijen. Con sus 54 años sigue desafiando a este infierno, aunque ahora solo puede cargar 50 kilos por viaje.
La compañía minera no ha mecanizado la extracción del azufre para ahorrar costos. Tampoco suministra ningún equipamiento a los porteadores que trabajan por su cuenta. De hecho, ni siquiera ven parte de los 2,5 euros de recargo por cámara de fotos que, junto a la entrada de 1,2 euros, los guardas de este parque natural cobran a los turistas que acuden para fotografiar el volcán.
Los recolectores siguen levantándose a las dos de la madrugada en una cabaña con techo de paja que comparten entre varios. Desafiando las sombras, gases tóxicos y en condiciones infrahumanas bajan hasta el fondo del cráter en busca de más azufre. Esquivan piedras, precipicios y, tal vez para algunos, muy pronto sea su último viaje.
Texto y fotos: Esteban Mazzoncini
Edición Fotografica: Alfredo Sánchez
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