Todos gravitan alrededor del líder del PT, a pesar de estar acorralado
SAN PABLO.- El fallo de anteayer del juez Sergio Moro constituye un diagnóstico del Brasil contemporáneo: nadie está por encima de la ley. Fortalece la visión de la madurez institucional del Estado democrático de derecho. Refrenda la senda reformista, plasmada en las espontáneas y masivas manifestaciones de 2013, antes de la polarización de 2014, cuyo lema era la mejora de la prestación estatal de servicios públicos.
La condena a Luiz Inacio Lula da Silva hiere al candidato presidencial. Puede que su postulación quede anulada, pero, en caso de ser absuelto, surgiría un Lula casi imbatible. Víctima o criminal, mártir o ladrón banal, a los genios del marketing político les toca traducir la sentencia de Moro en triunfo o en condena, del individuo y de su partido.
El momento en el que finalmente se pronuncie la corte de segunda instancia sobre el fallo de Moro podría alterar la geometría de las alianzas partidarias de las elecciones de octubre de 2018. Gobernadores, diputados y senadores, todos gravitan alrededor de Lula, el principal referente del sistema político brasileño.
La otra cara del fallo de Moro es que podría revitalizar el ánimo del caudillo populista. La pugna es su combustible; la imputación, su arma. El lema de 2010: "Lulinha paz y amor" -con su toque de Midas, capaz de impulsar a la insípida Dilma Rousseff a un doblete en la presidencia de la entonces quinta economía del mundo- ya no existe. Acorralado, Lula se radicalizará más y más, en la retórica y en las propuestas.
Preocupación
Referente de su campo ideológico en Brasil y América latina, sin herederos electorales, Lula -y su entorno- sabe que o bien se van con él o caen todos. Tiene hoy las manos sucias por la corrupción en escala industrial, sistematizada entre los próceres gramscianos de su Partido de los Trabajadores (PT) y un puñado de magnates bandidos. Está imputado en cinco juicios, pero sólo el caso del tríplex en Guarujá, por el que fue condenado a nueve años y medio por corrupción pasiva y lavado de dinero, le puede quitar la posibilidad de ser candidato el año próximo. En los otros casos no darían los tiempos procesales.
Un Brasil anodino de candidaturas alternativas se presta a la demagogia barata del "todos contra mí". El gobierno de Michel Temer juega por su supervivencia a diario. Es improbable que cobre fuerza y sea capaz de pautar el debate electoral. Los demás aspirantes están metidos en la cadena del "presidencialismo de coalición", calcado en una multitud de partidos débiles, o bien no logran cobrar tracción popular.
El puente hasta 2018 es la economía. El tope constitucional a los gastos públicos, el control de la inflación a un 3% anual, la rápida caída del tipo de interés, la normalidad cambiaria, las amplias reservas internacionales, el fenomenal desempeño del campo, el saneamiento de grandes corporaciones estatales (como Petrobras y Eletrobras), sumado al menú de reformas -laboral, seguridad social, microeconómica, política y otras- es la condición necesaria para que Brasil retome un crecimiento sostenible. El necesario para que se sigan fortaleciendo las instituciones y que se frene el estigma del populismo.
Que en 2019 la novedad sea el nuevo presidente y no la continuidad de las reformas.
El autor es coordinador del Grupo de Análisis de Coyuntura Internacional de la Universidad de San Pablo
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