Se trata de una escuela de unos 60 alumnos de entre cinco y 17 años en donde buscan nuevas metodologías para evadir el aburrimiento de las clases tradicionales, pero sin restarle importancia a las calificaciones
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Ben no quería quitarse el piyama. Durante días, había dormido con ella y luego jugaba en el jardín, en la cama elástica o subiéndose a los árboles. Acababa de entrar a la escuela Summerhill y, en este centenario internado británico donde los niños establecen las normas, nadie podía obligar a Ben a asearse o cambiarse. Pero pasaban los días y Ben estaba cada vez más sucio. Sus compañeros llegaron al límite y llevaron su caso a la asamblea semanal, en la que se decide, democráticamente, todo lo que pasa en el colegio.
Ben no podía seguir así, decidieron. Y, de esta forma, surgió una nueva norma que engrosaría las cerca de 400 reglas que rigen el centro: la regla de la piyama. ¿Ben podía ir todo el día en pijama? Sí, decidió la asamblea. Pero, por la noche, tenía que ponerse otro piyama distinto. Bienvenidos a Summerhill, la escuela donde los niños tienen libertad para establecer las normas y donde la asistencia a clase no es obligatoria.
Fundado en 1921 por el educador escocés Alexander Sutherland Neill, Summerhill se basa en la premisa de “freedom but not licence” (libertad pero no licencia), una filosofía que, 100 años después, muchos siguen considerando un experimento radical: los niños deben tener libertad para hacer lo que deseen siempre y cuando no interfiera en la de los demás. Esto incluye la libertad de aprender lo que quieran, cuando quieran y como quieran.
Son las 10:30 de la mañana de un viernes de junio y los niños de la Clase 2, que acoge a estudiantes de 10 a 12 años, son buena muestra de esta independencia. Es hora del taller de escritura, en el que hay inscritos 9 niños, pero en el aula solo hay una alumna con la maestra. Otros tres estudiantes juegan Monopolio en la sala común y una cuarta, tumbada en un sillón y absorta en un libro, apenas levanta la vista cuando entran los visitantes al saloncito.
Fuera luce el sol por primera vez en muchos meses y pronto cambian los billetes del juego por los saltos y piruetas en la cama elástica del jardín. “Al principio del trimestre te apuntas a las clases que te gustan, pero luego eres libre de ir o no”, nos explica Latisha, que entró con siete años y lleva ya nueve en el colegio.
Ella y su hermano son la segunda generación en su familia que acude a Summerhill. Su padre, Adrian, pasó también su infancia aquí y lo disfrutó tanto que mandó a sus hijos. “Luego fue a la universidad y se dedicó a los negocios”, apunta la chica, que quiere seguir el camino de su padre. “Mucha gente piensa que todos los de Summerhill queremos dedicarnos a cosas artísticas, pero no es verdad. A mí, de hecho, se me da fatal”, confiesa la adolescente.
Ambiente internacional
Latisha -o Tisha, como aquí la llaman todos- es una de los 60 alumnos de entre cinco y 17 años que acoge el centro, una mansión victoriana de ladrillo rojo recubierta de hiedra. Un cartel a la entrada da la bienvenida con este mensaje: “Beware! Children playing!” (¡Atención! ¡Niños jugando!).
Junto a varios edificios anexos para dormitorios y talleres, el colegio se extiende en casi cinco hectáreas de jardines y zona boscosa en la región de Suffolk, en el este de Inglaterra.
Salvo los más pequeños, todos conviven en régimen de internado. Cuesta entre 10.000 y 23.000 libras (US$12.700-29.250) al año, una cifra que excluye a muchas familias pero que es bastante menor menor que la de muchos internados británicos.
Actualmente, más de un tercio de los niños son estudiantes extranjeros, que vienen de países como China, Japón, Polonia o, como el caso de Tisha, Alemania.
Aquí no se sigue el currículum nacional ni se divide a los chicos en cursos como en las escuelas británicas convencionales. Tampoco hay exámenes, aunque sí se prepara a los alumnos de 15 y 16 años que lo desean para las pruebas del Certificado General de Educación Secundaria (GCSE, por sus siglas en inglés), unos títulos necesarios en Reino Unido para continuar en la educación superior.
Cuando los estudiantes llegan a los 12 o 13 años, un orientador les ayuda a materializar el camino que deberán emprender una vez que abandonen Summerhill.
“Si un niño quiere ser, por ejemplo, científico espacial cuando sea mayor, nos aseguramos de que les damos todas las opciones y las bases para que puedan seguir ese camino. Así que, para nosotros, tener las calificaciones es muy importante”, le dice a BBC Mundo Henry Readhead, subdirector de la escuela.
Edie, Joe e Iris, que se cubre con una enorme bata de peluche rosa, se están preparando para la prueba de matemáticas en una de las aulas, donde suena música de fondo. Los tres tienen 16 años y pasar el GCSE de matemáticas es necesario para los estudios que quieren hacer después. ¿Les gusta? “Mmm…”, los tres se miran y estallan en risas.
Benji, que tiene 10 años, también está inscrito en matemáticas, “a veces voy a las clases”, confiesa. Su gran pasión es el taller de carpintería, donde está construyendo una escoba voladora. Por lo pronto ha conseguido tallar y barnizar el mango, que enseña con orgullo. Luego le pondrá las cerdas. Lo de cómo hacerla volar aún no lo ha pensado, pero algo se le ocurrirá, dice.
Llegó a Summerhill hace pocos meses, procedente de una escuela convencional donde, cuenta, algunos niños se reían de él porque a veces tartamudea. “Aquí siento que puedo expresarme mejor y, además, nadie me fuerza a aprender, hago lo que más me gusta”, explica y enseña una varita mágica que acaba de encolar y que está secándose en una ventana.
En el aula de música, Sure, al bajo, toca una canción que ha compuesto con su padre, Warabe, que pone la voz y la guitarra y que fue también alumno del colegio en los años 80. Ambos han formado un grupo: Peasoup. Esta clase, en cuyas estanterías se mezclan los discos de Bach con los de The Cure, es uno de sus rincones favoritos. Warabe ahora trabaja como informático, pero la música, que descubrió en Summerhill, sigue siendo su pasión y cada cierto tiempo pasa unas semanas en el colegio.
A pocos metros de allí, la voz profunda y pausada del profesor Steven, que lee en voz alta un extracto de “Hoyos”, la novela del escritor Louis Sachar, tiene un efecto sedante entre los chicos de la Clase 3, que escuchan con atención. El docente fue durante 30 años director de una escuela estatal, y se unió a la plantilla de Summerhill al jubilarse porque es un apasionado de la enseñanza.
A diferencia de otros métodos pedagógicos alternativos, como el Montessori o el Waldorf, en Summerhill la enseñanza en el aula es, de alguna forma, convencional.
“Cuando deciden por fin aprender e ir a clase, lo hacen con motivación, con entusiasmo, y no necesitan que el profesor se lo haga fácil o se lo ponga bonito. De hecho, hemos tenido el caso de algún profesor que ha venido con algún método alternativo y los niños le han dicho: ¿puedes simplemente enseñarnos?”, cuenta el subdirector, que también es nieto del fundador.
Pedagogía libre
Para el gran público, es posible que Summerhill no sea tan conocido como otros renombrados internados británicos como, por ejemplo, Eaton. Ni tan distinto, cabría añadir. Pero la apuesta de A. S. Neill (1883-1973) ha tenido una gran influencia en las pedagogías conocidas como “libres”, especialmente en las décadas de 1960 y 1970, y en los modelos de escuela democrática, de la que Summerhill es pionera.
Generaciones de maestros de todo el mundo han estudiado -o, al menos, oído hablar- de Summerhill. Una de ellas es la mexicana Montserrat Mejía Ortiz, que se enamoró de la filosofía de A. S. Neill cuando estudiaba Pedagogía y que llegó a esta escuela en 2015.
Montse, como la conocen todos, explica que este modelo enseña a los niños “a ser responsables de su propio aprendizaje, de sus resultados y de su propia vida”. Aquí no valen las excusas, cuenta, “si reprobé no es porque el profesor hizo algo, reprobé porque no estudié, porque no fui a clase”.
La profesora empezó en Summerhill como “houseparent”, una figura que ella describe como “ser la mamá de los niños que son internos. En caso de emergencia física o emocional, estás ahí para ellos”. De ahí pasó a enseñar a la Clase 1, que acoge a niños de 5 a 9 años. También da clases de español a los alumnos que quieren aprenderlo, como Catherine, de 5 años. “Vino a mí después de haber visto Encanto”, le cuenta Montserrat a BBC Mundo.
A Montse le gusta especialmente de Summerhill que no pone expectativas en los niños sobre lo que deberían saber a su edad. “Si a los 8 años no sabes leer perfectamente, no pasa nada, ya aprenderás. Hay que dejarlos aprender a su propio ritmo”, dice.
Pero los inspectores de Educación británicos no siempre han estado de acuerdo con esa visión.
El colegio estuvo a punto de tener que cerrar en 1999, cuando la inspección estatal quiso forzar a la escuela a que las clases fueran obligatorias. También decían que la escuela debía tener baños separados para chicos y chicas.
El caso llegó a los tribunales. Medido con el mismo patrón de una escuela convencional, Summerhill era un desastre. Pero el colegio consiguió convencer a los jueces para que las inspecciones se hicieran teniendo en cuenta los valores y filosofía propios de la escuela. Desde entonces, no han tenido más problemas.
“Mi abuelo creía que era importante crear una escuela que se ajustara a los niños, en lugar de hacer que los niños se ajustaran a la escuela. Él creía que los niños tenían derecho a tener una infancia plena y feliz”, señala Henry Readhead.
Según esta filosofía, explica el subdirector, es importante liberar a los niños de las expectativas que les impone la educación convencional, los padres o la sociedad “para que puedan seguir sus propias motivaciones, sean autónomos y tomen sus decisiones sobre la comunidad en la que viven y sobre la educación que reciben”.
Nico, por ejemplo, un chico español de 17 años que lleva desde los 11 en el colegio, es un apasionado de la forja.
En el taller nos enseña un cuchillo que ha hecho él, “la hoja es de acero de Damasco y tiene forma de pluma”, detalla con orgullo. Es una verdadera obra de arte. Quiere dedicarse a eso y ha encontrado una escuela para continuar su formación allí. “Nico tendrá las calificaciones que necesite para ir al instituto pero hay otras 99 que no son necesarias, y ese es tiempo que puede pasar en el taller haciendo las cosas que le gustan”, enfatiza Readhead.
Algunos, sin embargo, ven problemas en la idea de que los niños decidan su propio currículum y estudien solo aquello que les gusta. Es difícil que sepan si algo les gusta si no se han visto expuestos a ello, " y a menudo hay cosas que no nos gustan porque no hemos tenido éxito en ellas, más que por otra cosa”, le dice a BBC Mundo Nigel Fancourt, profesor de Educación y Valores en la Universidad de Oxford. Según el académico, hay ciertas cosas que debemos saber, nos gusten o no. “Necesitamos también aprender a lograr hacer las cosas que no se nos hacen fáciles”, dice.
En esta misma línea, Catherine L’Ecuyer, doctora en Educación y Psicología, sostiene que este tipo de pedagogías centradas en el interés del niño pueden acabar siendo una traba para ellos ya que “si se limita al niño a su campo de conocimiento, que es prácticamente nulo porque el niño nace sin saber nada, lo que estás haciendo es quitarle oportunidades de aprendizaje”, explica a BBC Mundo.
La asamblea
Son las tres de la tarde y es hora de la asamblea, el pilar sobre el que se sustenta el modelo de convivencia de Summerhill. Aquí la voz de todos tiene el mismo peso: el voto de un niño de 5 años vale lo mismo que el de la directora.
La asamblea es el tribunal de la escuela, donde todos son jueces. Allí es donde se va a solicitar permiso para, por ejemplo, pasar un fin de semana en casa de un pariente o para saltar en la cama elástica con una amiga, como pide hoy una niña de unos 12 años (solo los más pequeños pueden hacerlo en grupo por seguridad). La asamblea es también ante quien se lleva una riña con un compañero, o donde se deciden los planes para la próxima fiesta del colegio.
Alba, de 9 años, cuenta, por ejemplo, que piensa llevar ante la asamblea a sus amigas Bee y Catherine porque, asegura, “se han reído de mí por cómo me visto”. Alba es coqueta y le gusta ponerse máscara de pestañas y brillo de labios y hoy lleva una camiseta cortita. “A mí me gusta vestirme así y no me importa cómo piensen los demás”.
La asamblea, explica Tisha, da a los niños la confianza necesaria para decir lo que piensan y hacerse valer.
Tisha no recuerda exactamente qué fue lo primero que llevó a la asamblea cuando entró al colegio con 7 años –”no era nada grave, aunque entonces a mí me pareció importante”-, pero sí cómo le hizo sentir: “a pesar de ser tan pequeña, sentí que tenía a toda la comunidad apoyándome, fue una sensación increíble”.
Summerhill, como cualquier escuela, no se libra de los casos de acoso escolar, aunque no son muy frecuentes en una comunidad tan pequeña y estrecha. Pero en lo que quizás si se diferencia de otros centros, es que aquí son todos los integrantes del colegio, niños, maestros y gerentes, los que toman cartas en el asunto y buscan soluciones.
En la asamblea hoy no se discute ningún caso de acoso, pero Nico sí lleva ante la reunión a una compañera que, en demasiadas ocasiones, se queda perezosamente en la cama cuando llega la hora de levantarse por la mañana.
En Summerhill hay mucha libertad. Pero también hay ciertos horarios que deben respetarse porque así lo ha decidido la asamblea. El desayuno, por ejemplo, es de 8 a 8:45 de la mañana y hay que estar vestido a las 8:30 o los “beddies officers”, que podría traducirse como los “policías de la cama”, niños mayores que se aseguran de que todo el mundo se acueste y se levante cuando toca, pueden ponerte una multa.
Esta podría ser, por ejemplo, un 10% de la paga semanal (cada niño recibe la suya los sábados, cuya cuantía varía en función de la edad), o una multa de trabajo, que podría ser pasar un rato haciendo tareas comunales en el colegio, como ayudar a algún jardinero, o recoger basura.
Muchos levantan hoy la mano para opinar sobre el caso de la compañera dormilona, y entre todos deciden el castigo. Uno propone que tenga que lavar los platos de una de las comidas. Otro que se tenga que levantar al día siguiente a las 7 de la mañana para dar un paseo. “Pero mañana es sábado”, advierte otro niño, “y si ella se levanta a las 7, nos va a despertar a los demás”.
Al final entre todos votan que el castigo más justo es una “multa mediana de trabajo”: 40 minutos de tareas comunitarias. Por cierto, aunque varios profes no estaban de acuerdo, la asamblea también votó que la cama elástica es más divertida si una salta con su mejor amiga, así que: adelante.
Que los niños vivan en un ambiente igualitario con los adultos que les rodean es, para Henry Readhead, fundamental. “Más que cuestionarse por qué el voto de todos vale lo mismo, la pregunta tendría que ser: ¿por qué no? Los niños deberían tener los mismo derechos que nosotros a la hora de tomar este tipo de decisiones”, razona.
La autorregulación ha hecho que, por ejemplo, ellos mismos decidan que no se pueden usar pantallas -y esto incluye las redes sociales en los móviles de los adolescentes- hasta las 4 de la tarde.
Durante un tiempo, explica Montse, se permitió que los niños jugaran videojuegos o que usaran las pantallas a la hora que quisieran y todo el tiempo que desearan. Al final, un niño de 9 años lo acabó llevando ante la asamblea porque se dio cuenta de que necesitaba que alguien le dijera cuándo parar, ya que se pasaba todo el tiempo frente a la computadora y hasta se le olvidaba comer. “Que venga de ellos es lo máximo, y es un tema que hablamos mucho durante la asamblea”, reconoce la maestra.
La asamblea acaba y el jardín vuelve a llenarse de niños jugando. “Aquí queremos celebrar la infancia como un periodo esencial para los seres humanos”, resume Readhead, “y esto no es solo una idea de A. S. Neill, es una idea para la humanidad”.
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