Martín, Dana y Luisina están por terminar el servicio militar, que es obligatorio para todos los residentes entre los 18 y los 21 años; sus vidas cambiaron drásticamente, pero se sienten conformes y orgullosos; sus días transcurren entre explosivos y secretos diplomáticos, pero también hay tiempo para divertirse con amigos y viajar; sus sueños y sus próximos planes
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TEL AVIV.- Los caminos de Martín Grinberg, Dana M., y Luisina Reartes Guerchunoff coincidieron en un destino alejado de su país. Los tres argentinos tiene hoy una rutina similar: cada mañana se visten con uniforme verde militar, se colocan sus botas y se dirigen a cumplir sus tareas en el Ejército de Israel. Martín, de 23 años, es médico de combate y se desempeña en una de las zonas más peligrosas de Cisjordania. Dana es instructora de explosivos y trabaja en el desierto del Neguev, ubicado al sur, con 20 años. Luisina, de 22, eligió en cambio las relaciones internacionales.
Se los llama soldados solitarios debido a que están lejos de sus padres. Como ellos, hay alrededor de 125 argentinos distribuidos en distintos puntos de Israel que están cumpliendo distintas funciones en el Ejército, obligatorio para todos los residentes del país de entre 18 y 21 años: los hombres deben servir entre 24 y 32 meses -varía según la edad- y las mujeres, dos años. Cuentan con beneficios económicos, asistencia con gastos de alojamiento y vacaciones.
Emigrar a Israel, una decisión difícil
“Nací en Paternal y cuando tenía 13 nos mudamos con mi familia al barrio de Tigre por seguridad”, cuenta Martín Grinberg. Uno de sus hermanos emigró luego a Israel, y él siguió sus pasos tiempo después. Su infancia y adolescencia estuvieron fuertemente vinculadas con el judaísmo: “Crecí con valores sionistas”, remarca el joven de ojos marrones y mirada profunda.
En la familia de Dana, el tema de la inmigración estuvo siempre muy presente: su papá había vivido un tiempo en Israel y sus dos hermanos mayores hicieron la misma experiencia décadas más tarde. “Siempre tuve mucho amor por este país, desde muy chiquita”, confiesa a miles de kilómetros de su Córdoba natal.
Luisina también es cordobesa, pero a diferencia de Dana, apenas tuvo relación con la comunidad. Hija de madre judía y padre católico, ni ella ni sus cinco hermanos pasaron por colegios religiosos. “Tengo dos tías que emigraron a Israel y mis papás quisieron hacerlo cuando yo nací, pero no se dio”, indica la joven, que fue bailarina y se destacó en un prestigioso cuerpo de danzas. Si bien era feliz sobre las tablas, sentía que algo le faltaba. “Quería crecer, descubrir mis raíces”, revela con algo de timidez.
Tanto para Martín como para Dana, la idea de vivir en Israel se fue gestando desde que eran muy chicos. Es más: decidieron emigrar para servir en el Ejército. Nunca contemplaron la opción de esperar a cumplir 22 años para no estar obligados a cumplir con el servicio militar. Para Luisina, en cambio, no era el objetivo buscado.
Apenas terminó la secundaria, Martín empezó a cursar el CBC de Medicina en la Universidad de Buenos Aires, pero al poco tiempo, nació en él una pregunta clave: ´¿Qué hago acá?´. “Crecí escuchando historias sobre el Holocausto y los atentados en la Argentina…No estaba dispuesto a quedarme sin hacer nada, y la mejor forma de hacerlo era entrar al Ejército”, relata. Está conforme con su decisión, y se le nota. Aunque admite que “fue muy duro dejar todo”.
“Estás loco”, fue la reacción unánime de su familia y amigos cuando les contó su idea. Pero ya no había marcha atrás. “Quería defender a mi país, a Israel y al pueblo judío”, resume.
Como él, Dana también emigró para hacer el servicio militar, pero ella recuerda haber tomado la decisión con solo 12 años: “En 2014, en plena guerra entre Israel y Gaza, mi hermano decidió viajar y alistarse en el Ejército. En ese momento dije: ‘si mi hermano lo hace, yo también lo voy a hacer’”, rememora.
Pero fue durante un viaje a Jerusalén en 2019 cuando terminó de madurar esa elección. ´Este es el lugar donde quiero vivir’, pensó. Volvió a la Argentina y, en medio de la pandemia, hizo sus valijas con pocas dudas. “Realmente quería entrar al Ejército, aportar mi granito de arena y ser parte, ayudar a que el país siga de pie y que todos los judíos del mundo tengan un lugar donde sentirse cómodos”, dice.
La llegada de Luisina fue a través de programas educativos para los que hay que permanecer varios meses en Israel. “No me animaba todavía a hacer ‘aliyah’ [inmigración judía a Israel]”, reconoce. Pero cuando su plan de estudios terminó, llamó a su mamá y le pidió ayuda con los papeles que tenía que preparar para quedarse: “Para ella fue muy fuerte, no lo entendía, porque yo amo Argentina, pero sentí una conexión profunda, mi casa estaba acá”, expresa con la voz a punto de quebrarse. Y continúa: “Empezó la pandemia y yo no sabía cuándo iba a volver a ver a mis papás, pero sentía una fuerza adentro mío más grande que me decía que me tenía que quedar, que iba a encontrar mi lugar”. Le hizo caso a ese impulso, sin saber que tenía que cumplir con el servicio militar.
Una nueva vida
Martín y Dana hicieron los trámites para acceder a la nacionalidad como descendientes de judíos. El Estado de Israel otorga a los inmigrantes beneficios como un centro de absorción (puede ser un Kibutz -una granja colectiva- o un campus donde se estudia hebreo intensivo), cobertura médica, asistencia financiera, descuentos impositivos y cursos de idioma, entre otros.
A los 20 años, Martín fue del aeropuerto directo al Kibutz Maagan Michael, ubicado en el norte del país, a 40 kilómetros de Haifa, donde aún vive. Durante seis meses, trabajó media jornada en agricultura y el resto del día lo destinaba a estudiar hebreo. “Fue un proceso muy lindo, donde aprendí muchísimo sobre la cultura y conocí a mis primeros amigos”, cuenta. Poco tiempo después, ingresó al Ejército: “Creía que sabía cosas, pero cuando llegué, me di cuenta que no sabía nada”, admite.
El proceso de Dana fue parecido, incluso llegó al mismo Kibutz que Martín. Con apenas 18 años, atravesó el mundo en plena crisis sanitaria y aterrizó en un país en constante tensión. Al principio, se dedicó a estudiar el idioma y a trabajar en la granja colectiva. A los cinco meses, mandó una carta para empezar lo antes posible con su objetivo. “El Ejército no puede tener contacto con el inmigrante nuevo hasta que cumple un año en el país, para darle tiempo a que se acomode económica y culturalmente. Yo renuncié a ese derecho”, explica la joven.
En cambio, Luisina no estaba esperando ese momento y todavía recuerda el shock que le generó recibir la carta del Ejército. Una vez pasado el impacto por la noticia, sus sensaciones cambiaron: “Sentí que era mi turno de devolver el amor y la ayuda que había recibido. Siempre veía a soldados y pensaba ‘qué responsabilidad inmensa tienen siendo tan chicos’”, afirma, mientras busca las palabras precisas en su cabeza y pide ayuda con las traducciones.
Entre explosivos y secretos diplomáticos
“Mi sueño era llegar a la unidad de más elite por las misiones que reciben, pero no pasé la tercera prueba. Entré entonces a la brigada de infantería, hice una prueba más, y pasé a formar parte de la unidad de élite, donde soy médico de combate”, comenta Martín, quien ya lleva dos años y medio de servicio.
Para llegar a ese puesto, hizo primero un entrenamiento de más de un año, luego asistió a un curso intensivo sobre primeros auxilios y, al finalizarlo, le dieron la responsabilidad de la atención médica, de rutina y de combate, de su pelotón, que incluye unas 90 personas.
Su unidad trabaja en Cisjordania y específicamente en zonas como Jenin, una de las más peligrosas. “Cuando entramos ahí uno se siente en desventaja, en peligro. Es una ciudad con edificios en altura, desde donde te pueden tirar cualquier cosa”, relata Martín, mientras descarta la palabra miedo de su cabeza y busca otra que describa mejor su sensación: “Siento vulnerabilidad y no miedo, porque estoy muy confiado en mi preparación y en la de mi equipo, pero pisar Jenin es sentirse vulnerable”.
Por su rol, estuvo en distintos enfrentamientos e intercambios de fuego: “En el momento uno piensa solo en la profesión. Si tengo que resolver un asunto médico, pienso en cómo puedo salvar a la persona. Después llego a la base donde vivo en la semana, me saco el equipo, me baño y ahí empiezo a sentir”, afirma.
Según explica Martín, todos cuentan con uniforme, botas, rodilleras, un chaleco antibalas, seis cargadores de balas, anteojos de defensa, un casco antibalas y un arma micro tavor semiautomática. Sus padres lo apoyan desde la Argentina, pero no les resulta sencillo saber que su hijo atraviesa situaciones de riesgo. “Mi mamá está súper asustada. No sabe ni la mitad de lo que hago”, dice.
Los soldados solitarios cuentan con la posibilidad de atención psicológica debido a los momentos de estrés que pueden vivir. Martín nunca pidió ser asistido y asegura que encuentra la contención en sus amigos y en su casa, que sigue siendo el mismo Kibutz al que llegó. “Cuando vuelvo, me desconecto y disfruto, voy a la playa y a fiestas, viajo con amigos, tomo, me río y disfruto dormir en mi cama”, subraya.
Dana también quería ser combatiente, pero rápidamente cambió de opinión: “No iba con mi personalidad”, indica. Empezó entonces el curso de hebreo para mejorar su nivel y, gracias a su desempeño, le dieron un listado con 40 trabajos para elegir dentro del Ejército. Optó por ser instructora de explosivos, tarea que le requirió pasar por varias pruebas psicológicas.
“En el curso de instructores tuve que aprender muchísimo vocabulario, contenido del curso que enseño y hasta cómo funcionan los sistemas y mecanismos de todo lo que utilizamos. Aprendí todo lo que sé de explosivos en dos meses”, expresa. Hoy ya habla con total naturalidad de su ocupación: “Me da mucho orgullo ponerme el uniforme. No te voy a mentir, en mi primer acercamiento con los explosivos tuve bastante miedo”.
En mayo de 2021, en plena escalada de violencia entre Israel y Hamás, Luisina estaba entrando al Ejército. Luego de meses de estudiar hebreo, dar exámenes, asistir a entrevistas y entrenamientos, pudo acceder a la unidad que quería: la de relaciones internacionales.
No se olvida del primer día en que se puso un traje militar: “Me largué a llorar, fue un shock. Lo cuento y tengo lágrimas en los ojos de nuevo. Fue un sentimiento que nunca había tenido, de mucha emoción y de orgullo por cuidar al país. Mi mamá siempre me dice: ‘me duele que estés creciendo tanto y que yo no pueda ser parte de eso’”.
Su puesto inicial fue secreto y confidencial. “Solo puedo decir que estuve en una unidad de diplomacia militar que se encarga de ciberdefensa, y que siendo soldada y tan chiquita, tenía diálogo diario con personas de países árabes”, resume orgullosa.
Feliz por lo que había logrado, decidió ir por más: “Quería influir en otras personas y pasé a ser comandante en la Escuela de Diplomacia Militar, con un equipo a cargo. Me ascendieron a sargento, con lo cual soy también la encargada de construir las capacitaciones de relaciones internacionales”.
Contradicciones y desafíos
La decisión de emigrar, especialmente a tan corta edad y con la obligatoriedad de hacer el servicio militar, no está exenta de contradicciones. “Seguí mis ideales, pero muchas veces extraño muchísimo. Es difícil, extraño la comida de mi mamá, estar en año nuevo, ir a las Sierras de Córdoba. A veces no me siento parte de ningún lugar”, confiesa Dana.
Luisina también sufre la ausencia de su familia, un tema recurrente en su relato y que la sensibiliza hasta las lágrimas: “Me duele levantarme todos los días y que mis papás no estén físicamente, aunque los siento cerca. Les debo muchísimo a ellos por confiar y por apoyarme tanto”.
Su balance, no obstante, es positivo: “El Ejército es una escuela para la vida. Quiero contarle a mis hijos que yo fui parte. Uno entra de una forma y sale de otra”.
Este año, los tres concluirán su servicio, y ya proyectan sus próximos pasos: trabajar, avanzar en sus estudios y viajar por el mundo haciendo base en Israel son algunos de sus planes.
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