Lo que era una húmeda confluencia de páramos hoy es un árido cañón de montañas escarpadas
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Tiene aire de pueblo, pero es un municipio que, en realidad, parece una ciudad: con su enormidad y su complejidad, pero con la cadencia parsimoniosa y una plaza central protagonista como en cualquier localidad rural de Colombia.
En la práctica, sin embargo, Soacha es un enorme barrio de Bogotá: una densa zona de la capital colombiana que muchos de sus ciudadanos, sobre todo aquellos que viven en el norte acomodado, no conocen. O no la frecuentan, sino que pasan por ella, a través atascos monumentales, cuando salen de la ciudad destino a la región cálida al sur de este altiplano andino, donde muchos tienen fincas o clubes de recreo.
Muchos bogotanos no saben, o no caen en cuenta, por ejemplo, que de Soacha vienen todos los días al menos 300.000 trabajadores a la capital. Que de ahí salen muchos de los ladrillos que edifican sus viviendas. Que allí está un importante yacimiento arqueológico. Que ahí está la estación más grande de Transmilenio, el servicio de transporte de la capital.
Y que Soacha también se escribe Suacha, porque los colonizadores españoles quisieron hacerle homenaje a los indígenas Muisca que vivían ahí, y ellos le decían “xuacha”, con un sonido parecido a la equis al principio. Y le llamaban así porque en lengua chibcha “xuacha” significa “varón del sol”.
“Soacha es como una Colombia chiquita”, dice Felipe Palacios, un historiador que lleva años estudiando el municipio.
“Porque hay gente de todo el país, porque hay tantos problemas como recursos, porque hay una identidad difusa que omite su propia historia y busca elementos de afuera para definirse y, sobre todo, porque hay una constante tensión entre la autonomía y la dependencia”.
En este país fragmentado geográfica y políticamente, cada población es como un mundo; un nicho desconectado del centro, para muchos “abandonado por el Estado”.
Con cruzar una calle uno pasa de Bogotá a Soacha, pero la distancia entre ellas, en términos de desarrollo, es enorme. Le llaman “la frontera invisible”.
Y es una frontera —común en todo el país, en las relaciones entre las regiones y los centros de desarrollo— que se visibiliza en un momento como ahora, porque hay elecciones locales. Serán este domingo 29 de octubre. Se definirán 1133 poderes locales. Y en cada nicho parece jugarse todo.
Por eso la campaña se vive en Soacha con intensidad. Se ven pendones en las casas, en los buses, en los taxis, en las tiendas; pasan motos con megáfono que promueven candidatos; todos prometen “el gobierno de la gente”, “el cambio”, “la unión de los suachunos”.
Solo hasta 2020 se creó de manera formal la Región Metropolitana de Bogotá, la integración administrativa de la capital con los suburbios que la rodean. Pero, según Palacios, “los problemas de Soacha —el más grande y emblemático de esos suburbios— siguen sin ser considerados los problemas de Bogota”. Aunque, por estar tan cerca, lo sean.
Valor sagrado olvidado
Los primeras huellas humanas que se encontraron en este altiplano andino en el centro de lo que hoy es Colombia estaban en Soacha, cerca del Salto del Tequendama, una impresionante cascada de valor sagrado para los muiscas.
La zona tiene dos ríos y un embalse, pero hoy la mayor parte de su riqueza natural está afectada por la urbanización, la explotación minera y el desplazamiento de campesinos. Lo que era una húmeda confluencia de páramos hoy es un árido cañón de montañas escarpadas.
Algunos de los 25 puntos arqueológicos se han deteriorado o fueron destruidos para construir viviendas. Las competencias de motocross y bicicross pasan literalmente por encima de las piedras sagradas, algunas de las cuales están pintadas con grafitis de equipos de fútbol de Bogotá.
Después de haber sido durante la Colonia una zona de encomiendas (un sistema de servidumbre de indígenas a cambio de protección), Soacha pasó a hospedar haciendas de ricas familias criollas que, en los últimos 50 años, las fueron vendiendo a grandes firmas de arquitectos que construyeron enormes complejos habitacionales.
En un par de décadas Soacha vivió un impresionante boom migratorio producto, en parte, del desplazamiento generado por la violencia. “En toda la región de Latinoamérica no hay ningún lugar que haya crecido con un nivel más alto que Soacha”, dice un estudio reciente de la ONU.
En 1973 vivían allí 28.000 personas, en 1985 eran 122.00, en 2005 eran 400.000 y hace 10 años la cifra superó el millón. Hoy es imposible saber realmente cuántos son por varias razones; entre ellas, la carencia de estadísticas sobre un municipio que podría ser comprendido como una ciudad y las distorsiones generadas por el desplazamiento forzado.
Si Soacha fuera una ciudad, sería la quinta más grande de Colombia. Pero no tiene ni la mitad del presupuesto de Bucaramanga, una ciudad con un tercio de habitantes.
“El sueño bogotano”
William Jiménez, conocido en estas calles como “el gato”, es uno de los coordinadores de Tiempo de Juego, una fundación que apoya a jóvenes soachunos a través del deporte. En 17 años, miles de niños y niñas de la zona pasaron por ahí. Hoy son 1500 miembros que, a través del juego, buscan salir del maltrato infantil, la falta de estudios o el reclutamiento forzado.
Y, según Jiménez, los jóvenes soachunos crecen con dos miradas sobre Bogotá: el escepticismo o la aspiración. “Está el que quiere mantener la identidad, verse como parte de un pueblo lejano de Bogotá, y está el que aspira al sueño bogotano, que está más pendiente de la elección de allá que de acá y que su mayor deseo es irse”, asegura.
Soacha no tiene universidades: para estudios superiores, los soachunos tienen que ir a Bogotá. “Y desafortunadamente cada vez son más los que aspiran a irse, porque hemos sido torpes, porque hemos dejado que toda la posibilidad de estudios, de ascenso, de diversión se quede en Bogotá y acá nos dejen toda la pobreza y la inseguridad”, dice Jiménez.
Aunque Soacha logró reducir las tasas de homicidios a niveles incluso inferiores a los de Bogotá, la percepción sigue siendo la de un barrio inseguro; allí donde los militares, en 2005, dejaron una huella a través de los llamados “falsos positivos”, ejecuciones extrajudiciales de civiles para pasarlos por bajas guerrilleras.
“Nos quedamos con el cuento del miedo”, dice Jiménez. “Tenemos una visión de protección de los niños que es encerrarlos, evangelizarlos, meterlos en un molde de juicios y recato que no les permite desarrollar su propia identidad sino asumir otra que supuestamente es la indicada”.
El auge de los barrios encerrados evidencia su punto: la mitad de la población de Soacha, según un estudio de la Universidad de los Andes, vive en inmensos conjuntos enrejados sin noción del espacio y la participación públicos.
“El gran éxito de Soacha es a su vez su gran condena”, dice Andrés Martínez, un urbanista y asesor de empresas inmobiliarias en Soacha. “El auge de los conjuntos cerrados les dio a cientos de miles de personas una vivienda digna y aumentó el recaudo impositivo, pero también creó una sociedad encerrada con condiciones urbanas muy malas”.
Cada soachuno, según cifras oficiales, tiene apenas 0,5 metros cuadrados de espacio público a su disposición, una cifra cuatro veces inferior a la de Bogotá y 20 veces menor que la recomendada por organizaciones especializadas. Esta es, de lejos, la zona más densamente poblada de Colombia. La cifra de pobreza (70%) es casi el doble de la nacional. Y el acceso a servicios públicos, sobre todo de agua, es desigual y limitado.
“Soacha es un municipio que no ha logrado su madurez para ser autónomo y dirigir su propio destino”, lamenta Martínez. “Es un adulto que nunca se fue de la casa, y no porque no quiso, sino porque no lo dejaron”.
La construcción de una identidad
Miguel Ángel Pinzón, conocido en estas calles como Mike Style, es uno de esos soachunos preocupados por fortalecer la identidad local. De 37 años, pasó de ser un reconocido DJ en la escena alternativa a hospedar el rumbeadero más famoso de Soacha, DefJamaica. Cuando era niño ayudaba a su padre en su trabajo de busetero, gritando desde la puerta del bus “Soacha por puesto”, una frase que hoy sirve de lema de su negocio.
Con tres pisos y una cocina, el Defjam es hoy frecuentado por decenas de artistas de todo el país que vienen ansiosos de poder tocar en un sitio que ya es más que una discoteca: es productora audiovisual, es restaurante, es imprenta de afiches y camisetas y es, sobre todo, una institución soachuna. O, más bien, xuachuna.
“Cuando yo trabajaba en el norte de Bogotá la gente me trataba de ‘pobrecito’ y yo como que no decía nada, porque acá nos educaron, en el colegio y en la casa, para ser pobres, para ser empleados, para que demos gracias por tener trabajo sin cuestionar, sin quejarnos”.
Pero últimamente, dice, “eso ha cambiado, yo me he ido apropiando de un orgullo de ser de acá y el sentido de pertenencia ha crecido en la nueva generación, que se dio cuenta de que no todo lo del sur es malo sino al contrario, es valioso”. Cuando un artista va al Defjam y saluda al público con un “buenas noches, Bogotá”, el público lo regaña.
Hace 20 años Soacha no tenía himno ni escudo, pero con el tiempo los alcaldes han ido entendiendo la necesidad de reforzar su identidad. Y los candidatos a la Alcaldía lo recogen, no solo en los pendones que están cada 50 metros, sino en sus discursos, que realzan, por ejemplo, “la almojábana soachuna”, un pan tradicional, o el “el charquito”, la manera coloquial con que se conoce al río que llega contaminado de Bogotá. Los apelativos soachunos, al parecer, venden.
Mike trae el caso de la Comuna 13 de Medellín, un barrio popular que pasó de ser un núcleo de delincuencia a centro de cultura urbana, de hip hop y grafiti, que atrae turistas y comercio.
“La idea es que el Def sea un espacio de resignificación”, dice Mike. “Que los del norte vengan porque es algo que no van a encontrar allá y que los soachunos vengan porque es algo que los reafirma como tal; que los artistas nuevos vengan para mostrarse y que los viejos vengan porque es cool”.
Como este, hay innumerables ejemplos asociados a la cultura urbana, al deporte y y a la veeduría del Gobierno que aspiran a reafirmar la identidad de Soacha, ya no como “el patito feo de Bogotá”, dice Mike, sino como un barrio o una ciudad o un pueblo “de donde salen grandes talentos y tendencias”. Soacha puede tener aire de pueblo, pero eso no es lo mismo que tener mente pueblerina.
*Por Daniel Pardo
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