Slobodan Milosevic, un nuevo Saddam
NUEVA YORK (The New York Times).- Allá por 1991, cuando Saddam Hussein acababa de ser vencido en la guerra del Golfo y Europa del Este se había librado definitivamente del comunismo, eran pocos los norteamericanos que habían escuchado el nombre del presidente yugoslavo Slobodan Milosevic.
Milosevic ya cultivaba rivalidades étnicas y amenazaba con la guerra, pero lo hacía en un apartado rincón de Europa y de poco interés para Washington. Saddam, en cambio, había invadido a un país vecino y apuntado misiles contra Israel, en un Medio Oriente de innegable importancia estratégica.
Sin embargo, al final de la primera década de la posguerra fría, los problemas que plantean los líderes yugoslavo e iraquí parecen notablemente similares, al menos en este sentido: los dos se han vuelto expertos en arrinconar a la única superpotencia del mundo, en frustrar a los estrategos de la diplomacia, en atar de manos a las fuerzas armadas extranjeras y en amenazar periódicamente a los Estados Unidos con recurrir a la fuerza para salirse con la suya. Ambos han puesto al desnudo la falta de una estrategia de Occidente para tratar con dictadores que, simplemente por permanecer en el poder, debilitan la capacidad de oposición de sus pueblos.
Durante años, Saddam y Milosevic han estado jugando al gato y al ratón con Washington y sus aliados. Una mirada retrospectiva a la década de 1990 revela algunas sorprendentes similitudes en la forma en que ambos operan.
Ambos son hábiles autócratas, con la capacidad de aprovechar las inevitables diferencias que surgen en las coaliciones, alianzas y organizaciones internacionales que han tratado de frenarlos. Cuando les conviene, han podido contar con el apoyo de Rusia o de China. En el plano interno, son adeptos de la manipulación del poder y en utilizar los bloqueos económicos, amenazas y bombardeos en su propio provecho.
¿Quién se opondría en público a un líder que se presenta como defensor de una nación víctima de los ataques del extranjero? A pesar de las derrotas, ocasionales y aparentes, infligidas desde el exterior, en despecho del sufrimiento de su pueblo sumido en una economía aquejada por el bloqueo, y no obstante el control de estos líderes y sus pandillas, ninguno de los dos parece estar en peligro de ser derrocado.
Desde principios de 1991, antes de que Yugoslavia cayera en la guerra, hubo manifestantes en Belgrado que se dieron cuenta de las similitudes y gritaban "Slobo-Saddam" para satanizarlo. Con el instinto surgido de la experiencia directa de la represión, estos manifestantes detectaron que los dos líderes eran maestros en el póquer de altas apuestas, dispuestos a recurrir a la violencia e incluso a poner en juego a sus propios países para conservar su poder.
Una lección desaprovechada
Fue una lección a la que Occidente no le dedicó mucho tiempo: la clave de la sobrevivencia de Saddam y Milosevic ha sido el conocimiento íntimo de las aspiraciones y debilidades de sus respectivos pueblos.
Milosevic, ahora presidente de Yugoslavia, conservó el poder en gran medida gracias a que ha agitado crisis tras crisis, y después ha podido unir a los serbios en torno de la supuesta defensa de sus intereses. Para su sobrevivencia, él no requiere de éxitos a largo plazo -incluso perdió los territorios por los que movilizó a los serbios, Croacia y Bosnia- en tanto pueda desviar a otra parte la atención de su desgastado pueblo.
Incluso ahora, con la amenaza de los bombardeos de la OTAN, Milosevic está tranquilo. En efecto, conserva el poder de iniciar una guerra mucho más sangrienta en Kosovo y más allá, un poder que ha llamado la atención de Occidente. Puede sobrevivir, al igual que lo ha hecho Saddam, en su papel de defensor de su pueblo en contra del mundo externo, hostil y poderoso.