Entre los buzos hondureños existe la creencia de que ver una sirena es la señal innegable de que han contraído la enfermedad.
Saúl Ronaldo Atiliano ahora sabe que eso no es más que una leyenda. Una mañana de agosto buceaba en las aguas transparentes del caribe hondureño cuando sintió una presión, un dolor en el cuerpo que lo obligó a regresar a la superficie. Cuando logró subirse al bote, le dolían el cuello, la espalda y los brazos. Y no, nunca vio una sirena.
"Me atacó la presión en el fondo del agua", dice Atiliano, un indígena hondureño misquito de 45 años y que por 25 se ha dedicado a la pesca por buceo, de langosta y pepino de mar.
Como él, cientos de jóvenes y adultos han hecho de la pesca por buceo su forma de vida en La Mosquitia, uno de los rincones más pobres de Honduras y enclavado en la costa caribe. También como él, muchos han sido víctimas de lo que Atiliano dice es un ataque de presión y que la medicina describe como el "síndrome de descompresión", un padecimiento por el que se forman burbujas de nitrógeno en el cuerpo de los buzos y puede causar parálisis o incluso la muerte.
Las técnicas de buceo dicen que se debe ascender a la superficie de manera gradual para eliminar el nitrógeno que los tejidos del cuerpo absorben durante la inmersión. Dependiendo de la profundidad, es necesario hacer distintas pausas antes de llegar a la superficie.
Pero entre los buzos de la Mosquitia, sólo existe el subir y bajar, tan profundo como sea posible y tan rápido como se pueda, todo con tal de conseguir la mayor cantidad de langosta, un codiciado producto de exportación, sobre todo hacia Estados Unidos.
Un buzo recibe 75 lempiras (tres dólares) por libra de langosta y unas siete lempiras (28 centavos de dólar) por cada pepino de mar. Así que le apuestan sobre todo a la langosta: cada buzo pesca un promedio de 10 libras al día, lo cual implica consumir hasta ocho tanques de oxígeno en diversas inmersiones durante el día.
Nadie da cifras concretas, pero todos hablan de cientos de buzos lisiados desde hace años. En los distintos pueblos pesqueros de la Mosquitia, las sillas de ruedas son parte del paisaje tropical. Al caer la tarde, los niños las utilizan para jugar después de clases, mientras sus usuarios regulares descansan postrados en precarias casas de madera.
El síndrome de descompresión es tratable, pero las condiciones son poco favorables para que los buzos de La Mosquitia puedan atenderse.
Cuando las personas sufren del síndrome de descompresión se recomienda una terapia en una cámara hiperbárica, donde los pacientes respiran más oxígeno del que podrían respirar bajo la presión normal del aire con el propósito de restaurar los tejidos.
Pero en La Mosquitia sólo hay una cámara, que el gobierno de Estados Unidos donó en 2008, y se localiza en el también único hospital de Puerto Lempira, la principal ciudad de la zona y muy alejada de los pueblos pesqueros, como Mistruc, donde Atiliano vive con su esposa y 10 hijos.
"Es el primer accidente que tengo", cuenta Atiliano, agotado, con una mirada perdida al salir de una sesión de más de tres horas dentro de la cámara hiperbárica.
Cada minuto que pasa desde el momento que un buzo sufre del síndrome de descompresión vale oro. Lo triste es que en la mayoría de casos, los pacientes llegan 24 o 48 horas más tarde desde el primer síntoma de mareo o parálisis que siente el paciente. Las distancias son largas y los barcos pesqueros no disponen de lanchas con motores robustos para llegar rápido a Puerto Lempira. Atiliano tardó día y medio en ser trasladado.
El único fisioterapista que opera la maquina se llama Cedrak Waldan Mendoza, un hombre corpulento que trabaja sin horarios fijos y durante la temporada de pesca de langosta, de julio a febrero.
"La recomendación que damos es que no regresen a bucear", dice Mendoza, mientras observa a Charly Meléndez, otro buzo misquito de 28 años, quien gesticula dentro de la cámara hiperbárica
Meléndez bucea desde los 16 años y asegura que el día que se puso mal pescó 60 libras de langosta. Eso pasó en noviembre de 2017 y aún ahora, tras nueve sesiones, no ha conseguido recuperarse.
"No puedo parar yo sólo todavía", dice. "No puedo estar sentado mucho tiempo, después de una hora duele mi cuerpo".
Cedrak, el fisioterapeuta, dice que la difícil situación económica de los buzos no ayuda a combatir el problema. "Algunos así como están regresan al buceo; uno se los encuentra en la calle y les pregunta por qué van, y ellos responden que es porque sus hijos tienen hambre", cuenta. "Cuando a uno le dicen que los hijos tienen hambre entonces para qué hacer una segunda pregunta, eso da pesar".
En Honduras más del 60% de su población vive en pobreza y el Banco Mundial estima que en zonas rurales uno de cada cinco hondureños vive en pobreza extrema, es decir, con menos de 1,90 dólares al día.
Atiliano y Meléndez son el eslabón más vulnerable, y vital, del engranaje que hace funcionar la industria de la langosta. El gobierno de Honduras dice que la pesca del crustáceo se tradujo le significó 40 millones de dólares en 2017. Prácticamente la totalidad de las ventas son para el mercado de Estados Unidos.
Atiliano confía en volver a trabajar. Se ve de nuevo en el mar, pero no por gusto, sino porque no hay muchas opciones.
"Si llego a recuperar, por la necesidad y por la falta de trabajó tendré que regresar a bucear", dice, aún con la mirada perdida.
Texto e Imágenes: Rodrigo Abd
Edición Fotográfica: Enrique Villegas
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