"Lo único que nos queda es la esperanza de un cambio"
CIUDAD DE GAZA.- No quiere llamar la atención. Tan sólo quiere que le hagan una foto a su nieta Assal, de dos meses, a quien sostiene entre sus brazos. "Tal como dice su nombre -que significa miel, en árabe- es el dulce de nuestra vida", cuenta.
Sacar el ojo del visor de la cámara basta para entender a qué se refiere con su vida, o más bien, lo que queda de ella. Jamis al-Yamal tiene 48 años, cuatro hijas mujeres, un varón, y de la silla de ruedas sobresalen los dos muñones de sus piernas amputadas. Pertenece a una categoría creciente en esta guerra: los civiles palestinos desplazados, que la ONU calcula son más de 230.000.
Hasta al comienzo de esta guerra vivía de una pensión por invalidez junto con su mujer y la familia de su hijo casado, en un pequeño departamento en un barrio que se llamaba Al-Shuyaia y que hoy es una masa de escombros, hierros retorcidos y cuerpos atrapados en descomposición. Ahora se refugia en la iglesia greco-ortodoxa Porfirio, en la ciudad vieja de Gaza, en donde están alojadas más de 700 desplazados.
No tuvo tiempo para mucho: luego de que comenzaron los bombardeos en Al-Shuyaia, la noche del pasado 19, Jamis y los suyos dejaron el hogar, literalmente, con lo puesto. Hoy todas las pertenencias de esta familia entran en una cajita negra de plástico que la gente de la iglesia les dio. "Salimos de nuestra casa a las 4 y fue horrible: había cientos de cuerpos y pedazos humanos tirados en las calles", cuenta.
Fueron a refugiarse en el barrio de Zeitun, cercano a la parte norte de la Franja, en casa de unos parientes. Allí se quedaron hasta el lunes pasado, cuando los bombardeos en esa zona los dejaron de nuevo en la calle.
"Pero nosotros estamos bien, gracias a Dios. Al menos aquí no hay ataques", dice. Y mientras dice eso señala al cielo. Y en una casualidad maldita, a los pocos segundos se sienten dos explosiones demasiado cercanas: el mercado de Al-Shuyaia, a unos cientos de metros, acaba de ser atacado por tercera vez. Y es que el "aquí" al que hace referencia Jamis es un perímetro muy reducido y fortuito, en el cual el ejército israelí no atacó.
El cementerio vecino y los techos circundantes aún muestran restos de esquirlas de un ataque a una escuela protestante colindante, y a pocos metros de la puerta de la entrada a la iglesia las estrechas calles del barrio están llenas de escombros de departamentos. La iglesia en la que se refugian tuvo que abrir las puertas a civiles el mismo 20 de julio por la mañana. "¿Qué voy a hacer? La gente viene a golpear nuestra puerta y les tenés que abrir, sin importar su religión", dice el arzobispo Alexios, responsable de la arquidiócesis greco-ortodoxa de Gaza. "Aquí recibimos a todos, sin importar la religión. Los misiles israelíes no distinguen entre musulmanes y cristianos."
Desde entonces llegaron más de 2500 personas que se refugian en las instalaciones de la iglesia y la mezquita vecina, con la cual la iglesia conformó un comité para coordinar la emergencia. Así, musulmanes y cristianos voluntarios trabajan en la entrega de las raciones diarias de comida, leche y pañales, que distribuyen para los bebes.
La iglesia, que comprende una parroquia, un patio central y varios edificios, está repleta de mujeres con velo, chicos corriendo y personas descansando en el suelo. En cada rincón en que se puede sostener algo hay ropa colgada.
Jamis insiste: "Aquí estamos bien, al menos nos sentimos seguros. Nos dan comida una vez por día, un desayuno y una merienda". No miente: la situación de este lugar comparada con la de las escuelas de la ONU sobrepobladas y atacadas es mucho mejor.
Pasadas las buenas noticias, su mujer comienza a contar las dificultades: el agua para beber no es suficiente, no hay electricidad, tiene que dormir en el suelo de la parroquia junto con otros cientos de mujeres y chicos, no hay suficientes baños, y la gran mayoría no puede dormir por el miedo y el calor. Y para despejar dudas del origen del miedo, esta vez una explosión hace temblar todo y algunos se levantan de sus lugares.
Ante la pregunta de si tiene dónde lavar la ropa, se ríe: "¿Qué ropa? Tenemos lo puesto. Desde hace 11 días no nos podemos bañar ni tenemos ropa para cambiarnos. Nos aseamos con una toalla húmeda".
También cuenta que lo que más extraña es cocinar, y que para los palestinos de Gaza hay dos cosas importantes: la comida y el mar. "Comida no tenemos ni podemos cocinar. Comemos cosas enlatadas y lo que nos dan. Y al mar lo cerraron, con lo que lo único que nos queda es la esperanza de que las cosas cambiarán."
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