Si no hay tropas en su terreno, tendremos más sangre en el nuestro
Pues bien, aquí está la guerra. Una guerra de un nuevo tipo. Una guerra con y sin fronteras, con y sin Estado; una guerra doblemente nueva porque mezcla el modelo desterritorializado de Al-Qaeda con el viejo paradigma territorial que recuperó Estado Islámico (EI). Pero una guerra, en cualquier caso. Y ante esta guerra que no deseaban ni Estados Unidos, ni Egipto, ni el Líbano, ni Turquía, ni Francia, solo podemos hacernos una pregunta: ¿qué hacer? Cuando nos cae una guerra así, ¿cómo responder y ganar?
Primera ley: llamar a las cosas por su nombre. Al pan, pan, y al vino, vino. Y atrevernos a decir esa palabra terrible, guerra, frente a la que lo deseable, lo propio y, en el fondo, lo noble por parte de las democracias, pero también su debilidad, es rechazarla hasta los límites de su comprensión, de sus referencias imaginarias, simbólicas y reales.
Ahí estamos hoy. Pensar lo impensable de la guerra. Consentir esa contradicción que es la idea de una república moderna obligada a combatir para salvarse. Y pensarlo aun con más tristeza porque varias de las reglas establecidas por los teóricos de la guerra, de Tucídides a Clausewitz, no parecen servir para ese Estado fantoche que lleva la llama más allá en la medida en que sus frentes están desdibujados y sus combatientes tienen la ventaja estratégica de no establecer diferencias entre lo que nosotros llamamos la vida y ellos llaman la muerte.
Las autoridades francesas lo comprendieron hasta en las más altas instancias.
La clase política aprobó unánimemente su gesto.
Segundo principio: el enemigo. Quien dice guerra dice enemigo. Y a ese enemigo hay que darle su nombre auténtico y preciso. Ese nombre no es terrorismo.
No es una dispersión de lobos solitarios ni de desequilibrados. En cuanto a la eterna cultura de la excusa que nos presenta a los escuadrones de la muerte como individuos humillados, empujados al límite por una sociedad inicua y obligados por la miseria a ejecutar a unos jóvenes cuyo único delito era que les gustaba el rock, el fútbol o el fresco de una noche de otoño en la terraza de un café, es un insulto para la miseria y para los ejecutados.
No. Esos hombres que están en contra del placer de vivir y la libertad propia de las grandes metrópolis, esos bastardos que odian el espíritu de las ciudades tanto -dado que son lo mismo- como el espíritu de las leyes, del derecho y la dulce autonomía de los individuos liberados de antiguas sumisiones, esos incultos a los que habría que replicar, si no les fueran completamente desconocidas, con las bellas palabras de Victor Hugo cuando gritaba, en plenas matanzas de la Comuna, que atacar París es más que atacar Francia porque es destruir el mundo, merecen el nombre de fascistas. Mejor dicho: fascislamistas.
¿Qué ventaja tiene dar un nombre? Poner las cosas en su sitio. Recordar que, con este tipo de adversario, la guerra debe ser sin tregua y sin piedad. Y forzar a cada uno, en todas partes, es decir, tanto en el mundo árabe musulmán como en el resto del planeta, a decir por qué lucha, con quién y contra quién.
Eso no significa, por supuesto, que el islam tenga afinidad alguna con el mal, como no la tienen otras formaciones discursivas.
Y la urgencia de este combate no debe distraernos de esa otra batalla, también esencial, que es la batalla por el otro islam, por el islam de las luces, el islam en el que se reconocen los herederos de Massud, Izetbegovic, el bengalí Mujibur Rahman, los nacionalistas kurdos o el sultán de Marruecos que tomó la heroica decisión de salvar, enfrentándose a Vichy, a los judíos de su reino.
Hay que poner de relieve con más claridad la disyunción decisiva, primordial, que enfrenta esas dos visiones del islam, enzarzadas en una guerra letal que es, pensándolo bien y por utilizar una expresión conocida, el único choque de civilizaciones en activo.
Y, por último, que ese trazado de la línea, ese señalar lo que, a un lado, puede alimentar el "viva la muerte" de los nuevos nihilistas, y al otro, el tipo de trabajo ideológico, textual y espiritual que bastaría para conjurar el regreso o la llegada de los fantasmas, debe ser, sobre todo, obra de los propios musulmanes.
Un bello gesto
Conozco la objeción. Oigo gritar a los biempensantes que llamar a quienes son buenos ciudadanos a desvincularse de un crimen que no han cometido es suponerlos cómplices y, por tanto, estigmatizarlos.
Pero no. Porque ése "no en nuestro nombre" que esperamos de nuestros conciudadanos musulmanes es el de los israelíes que se desvincularon, hace 15 años, de la política de su gobierno en Cisjordania.
Es el de las masas de estadounidenses que en 2003 protestaron contra la absurda guerra de Irak.
Es el grito más reciente de todos los británicos, fieles o simples lectores del Corán, que decidieron proclamar que existe otro islam -manso, misericordioso, apasionado de la tolerancia y la paz- que no es ese en cuyo nombre pudieron apuñalar a un militar en plena calle.
Es un grito hermoso. Es un bello gesto. Pero, sobre todo, es el gesto sencillo, de justicia, que consiste en aislar al enemigo, separarlo de su retaguardia y hacer que deje de sentirse como pez en el agua en una comunidad para la que, en realidad, es una vergüenza.
Porque quien dice guerra dice otra vez, inevitablemente, la identificación, la marginación y, si es posible, la neutralización de esa fracción enemiga que actúa en el territorio nacional.
Es lo que debemos decidirnos a hacer hoy, por ejemplo prohibiendo a quienes predican el odio; vigilando más de cerca a los miles de individuos fichados como sospechosos de jihadismo; o convenciendo a las redes sociales estadounidenses de que no permitan los llamamientos a cometer atentados suicidas a la sombra de la Primera Enmienda.
Es un gesto delicado, que está siempre al borde de las leyes de excepción. Y por eso es crucial, en estos momentos, no ceder ni sobre el derecho ni sobre el deber de hospitalidad, más necesarios que nunca ante la avalancha de refugiados sirios que huyen precisamente del terror fascislamista.
Seguir recibiendo inmigrantes al mismo tiempo que se incapacita al mayor número posible de células dispuestas a matar.
Abrir aún más los brazos a los fugitivos de EI ahora que nos disponemos a ser implacables con quienes, entre ellos, quieren aprovecharse de nuestra fidelidad a nuestros principios para infiltrarse en tierra de misiones y cometer sus crímenes.
Convivencia
No es contradictorio. Es la única forma de no dar al enemigo la victoria que da por descontada, que es vernos renunciar al tipo de convivencia abierta y generosa que caracteriza nuestras democracias.
Y, para terminar, lo fundamental. La verdadera raíz de esta irrupción del horror. Este Estado Islámico que ocupa un tercio de Siria e Irak y que ofrece a los artificieros de posibles futuros Bataclán bases, centros de mando, escuelas de crimen y campos de entrenamiento, sin los que no sería posible nada.
Sabemos que la semana pasada, en Sinjar, los peshmerga lograron, con la coalición internacional, una victoria decisiva. Podríamos mencionar numerosos ejemplos, desde hace seis meses, en los que los kurdos, que hasta ahora son los únicos que han entablado combate cuerpo a cuerpo, han visto retroceder sin resistencia a los malvados soldados de EI.
Llegado el momento, será suficiente un puñado de fuerzas especiales y de asalto: estoy convencido de que las hordas de EI son mucho más valientes a la hora de hacer volar a unos jóvenes parisienses indefensos que cuando se trata de enfrentarse a auténticos combatientes de la libertad, y por eso pienso que la comunidad internacional, si quiere, dispone de todos los medios para acabar con esta amenaza a la que se enfrenta.
¿Por qué no lo hace? ¿Por qué somos tan tacaños con la ayuda a nuestros aliados kurdos? ¿Y qué es esta extraña guerra que Estados Unidos, con Barack Obama al frente, no parece querer ganar?
Lo ignoro. Pero sé que la clave está ahí. Y que la alternativa está clara: si no hay tropas en su terreno tendremos más sangre en el nuestro.
EL PAISOtras noticias de Atentados en París
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