El total del archipiélago japonés contiene más de 14.000 islas; su ubicación a lo largo del Anillo de Fuego lo convierte en el sitio con mayor actividad sísmica de la Tierra
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A finales de octubre, humeantes columnas de vapor blanco y cenizas emergieron desde el mar, cuando un volcán submarino comenzó a cobrar vida cerca del archipiélago japonés de Ogasawara, en el Pacífico Occidental. Para noviembre, las erupciones se habían tornado tan violentas y frecuentes que provocaron el surgimiento de una nueva masa de tierra de 100 metros de diámetro en la costa sur de la isla de Iwoto (antiguamente conocida como Iwo Jima).
Mientras que el dramático evento llegó a los titulares internacionales, pasó casi desapercibido en Japón, cuya ubicación a lo largo del Anillo de Fuego lo convierte en el país con mayor actividad sísmica de la Tierra.
Hogar de cerca del 10% de los volcanes activos del mundo y con un estimado de 1500 terremotos al año, podría decirse que Japón es, en muchos sentidos, un laboratorio geológico moldeado por fuerzas poderosas. Y, a lo largo de los siglos, las mismas fuerzas que moldearon Japón físicamente, le han dado forma a su particular visión del mundo.
Japón es una nación de islas. Aunque consiste en cuatro islas principales conectadas por puentes y trenes de alta velocidad, el total del archipiélago japonés contiene más de 14.000 islas, incluidas las 7000 que se descubrieron a comienzos de año.
Los volcanes submarinos regularmente generan nuevas masas de tierra. A veces estas nuevas islas se erosionan y desaparecen bajo las olas. Otras veces se fusionan con islas existentes creando formas extrañas.
Y, ocasionalmente, estos volátiles volcanes continúan lanzando cenizas y rocas hasta una altura de 200 metros hasta una década después de haberse formado, como pasó hace pocas semanas. No hace falta decir que Japón no siempre fue el lugar más fácil para vivir.
No se puede evitar
Un siglo atrás, más de 100.000 personas murieron y cerca de la mitad de la ciudad de Tokio quedó destruida en una sola tarde durante el Gran Terremoto de Kanto en 1923.
Desde entonces, a pesar de que Japón fue pionero en la construcción de algunos de los edificios más resistentes a desastres, fenómenos como inundaciones, ciclones, tsunamis, tifones, tormentas de nieve, terremotos, deslizamientos de tierras y erupciones volcánicas mataron a más de 55.000 personas en el país.
A pesar de que -o quizás por esa razón- vivieron sobre una falla muy activa, los japoneses tienden a tener un fuerte sentido de resiliencia, un profundo respeto por el mundo natural y la creencia en el poder de lo impermanente.
Hay una frase común en Japón: “shou ga nai”, que puede traducirse con “no se puede evitar”. Es posible que escuches a alguien decir esto cuando se ve en medio de una tormenta sin paraguas, cuando hay hielo en la carretera o cuando un pequeño temblor retrasa su tren.
Si bien es fácil comparar esta frase con el “c’est la vie” francés o la inglesa “it is what it is”, shou ga nai expresa un sentimiento universal de una manera claramente japonesa: no podemos controlar nuestro entorno, pero podemos controlar nuestras reacciones ante aquello que no podemos controlar.
En una nación donde la armonía social ha sido tradicionalmente primordial y donde la naturaleza es reina suprema, hay algo casi liberador en aceptar las situaciones malas en lugar de luchar constantemente contra ellas.
“Creo que a veces se critica a los japoneses por no ser más proactivos, y esta expresión refleja eso. Pero los japoneses son muy resilientes y buscan maneras de lidiar con el medio ambiente”, dice Susan Onuma, expresidenta de la Asociación Japonesa Estadounidense de Nueva York. “Los japoneses tienen un fuerte sentido de unidad porque [los eventos naturales impredecibles] que ocurren en la nación insular tienden a sucederles solo a ellos”.
Religión
La aceptación y el aprecio de Japón por los caprichos de la naturaleza pueden haber surgido de sus dos religiones más populares: la fe sintoísta indígena del país y el budismo. El sintoísmo se basa mayormente en la relación de uno con los patrones y el poder de la naturaleza y alguna vez se centró en la adoración directa de la naturaleza misma.
Los devotos creen en millones de deidades (llamadas kami) que viven en bosques, montañas y animales. Dado que estos espíritus cambian constantemente, existe la creencia de que sus seguidores viven en un estado constante de falta de permanencia.
Cuando el budismo comenzó a extenderse a todas las clases sociales en Japón en los siglos XII y XIII, los japoneses comenzaron a incorporar más estrechamente el sentido budista de fugacidad en el entorno natural y sus prácticas culturales.
Hoy día, todo, desde grabados en madera japoneses (conocidos como ukiyo-e, de una palabra budista que expresa falta de permanencia) hasta kintsugi (literalmente: “unirse con oro”, pero en realidad un recordatorio para permanecer optimista cuando las cosas se desmoronan) y wabi-sabi (que nos recuerda que hay belleza en la imperfección) tiene sus raíces en esta idea de fugacidad y de aceptar aquello que no se puede cambiar.
Existe incluso un término para la filosofía japonesa de aceptar la falta de permanencia: “mono-no aware”. Este concepto se refiere a “la naturaleza efímera de la belleza”, pero engloba un sentido más amplio de estacionalidad y fugacidad y quizás se explique mejor por la obsesión de Japón por las flores de cerezo.
Cada año, a principios de la primavera, los habitantes de la ciudad salen a los suburbios más verdes para ver estas hermosas flores rosadas y blancas antes de que caigan al suelo. Sin embargo, incluso en una nación que acepta los cambios de humor del mundo natural, una ola continua de desastres naturales puso a prueba la singular visión del mundo de Japón.
Desastres
En 2011, el terremoto más fuerte que jamás haya azotado el país desató un tsunami que mató a más de 18.000 personas y borró ciudades enteras del mapa. El terremoto de magnitud 9,0 fue tan fuerte que desplazó la Tierra de su eje y afectó la psique de quienes vivieron esta experiencia.
“Muchas personas todavía están conmocionadas por lo ocurrido, y todavía hoy se pueden ver muestras de este desastre”, comenta Tomohiro Ito, que trabaja en la ciudad de Sendai, situada a solo 130 kilómetros al este del epicentro.
Ito estaba en su oficina del séptimo piso cuando, como recordó, “el suelo tembló más fuerte que lo que nunca había sentido antes; parecía que en cualquier momento el techo se derrumbaría y eso sería el fin para mí”.
Aunque la mayoría de los edificios en el centro de Sendai se salvaron, las casas en áreas bajas cercanas fueron arrasadas por el posterior tsunami y miles de personas murieron. Como señala Ito, la mentalidad de los residentes locales cambió para siempre. “Es común que la gente de aquí y ahora piense en las cosas en términos de si algo sucedió antes o después del terremoto”.
Hoy en día, el puerto de Sendai fue completamente reconstruido y la resplandeciente ciudad tiene una población creciente de aproximadamente un millón de habitantes. Sin embargo, Ito explica que muchos lugareños ahora mantienen un suministro adicional de alimentos para una semana en sus hogares y un tanque lleno de gasolina en sus automóviles en todo momento, porque aquí, como en gran parte de Japón, nunca se sabe lo que puede pasar mañana.
La isla más nueva del mundo ahora es visible desde el espacio, pero los expertos aún no saben si mantendrá su tamaño actual, se expandirá a medida que el volcán continúa en erupción o simplemente desaparecerá en el mar a medida que se erosiona. Pero en una nación en constante cambio que todavía está –literalmente– en ciernes, una cosa es segura: la isla más nueva de Japón no será la última.
*Por Alex Ehrenreich
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