Rodolfo Proietti: "Siempre supe que Juan Pablo II era un santo"
El médico que conoció más de cerca al papa polaco destaca su entrega a los fieles
ROMA.- Me esperaba que fuera santo, siempre supe que era un santo, porque fui testigo de su amor incondicional por los demás, su darse a los demás y de la veneración hacia su persona de parte de todo el mundo."
Rodolfo Proietti , director del equipo médico de emergencias del hospital Gemelli de Roma, que había sido bautizado con ironía "Vaticano III" en tiempos de Juan Pablo II, conoció de cerca a Karol Wojtyla. Jamás podrá olvidar cuando atendió al papa al borde de la muerte, después del atentado del 13 de mayo de 1981 en la Plaza San Pedro. Y tampoco esos últimos momentos de vida que Wojtyla pasó en el policlínico romano, cuando sus condiciones de salud se agravaron. En una entrevista con LA NACION, Proietti, de 68 años y que ayer estuvo en la misa solemne con la que fue elevado al honor de los altares, no ocultó su admiración por ese gran papa.
-Usted, que trató de cerca a Juan Pablo II, ¿cree que fue un santo?
-Sí, totalmente, me esperaba que lo proclamaran y estoy muy contento. Justamente porque estuve muy cerca de él fui testigo de la enorme veneración que suscitaba ya en vida.
-¿Qué destacaría de Juan Pablo II? ¿Qué era lo que más le impresionaba de él?
-Seguramente su amor incondicional por los demás, su darse a los demás. Para Juan Pablo II, sin duda, lo más importante era dejar constancia de su amor hacia los otros. Y para hacerlo, en muchas ocasiones no dudó en poner en peligro su propia salud. Cuando, por ejemplo, unos días antes de su muerte se asomó a la ventana del décimo piso del Gemelli para impartir la bendición a la gente allí reunida, después de que le practicáramos una traqueotomía, debió de soportar un dolor y un sufrimiento enormes. Pero quería seguir comunicándose con los demás, aun a costa de su propia salud.
-El atentado ¿le podría haber costado la vida?
-Sí, absolutamente. De hecho, yo no sé por qué se llegó a salvar. Nunca sabré si se salvó gracias a la intervención nuestra, los médicos, o por otra cosa. Le puedo decir que hicimos todo lo que era posible para salvarlo, todo lo que estaba en nuestras manos. Pero quizá no sólo se salvó por eso, quizás hubo algo más. Le puedo decir que Juan Pablo II se ponía siempre en manos de la Virgen María y de la divina providencia como si en nosotros, los médicos, no confiara nunca completamente.
-Algunos consideran que fue milagroso que ninguna de las balas le diera en un órgano vital.
-Yo no sé si fue milagroso, pero desde luego fue absolutamente asombroso, excepcional. Una de las balas pasó rozando la aorta y la vena cava, y podría haberle causado daños muy graves, si no la muerte. Pero no llegó a tocarlas.
-También fue asombroso lo rápido que se recuperó.
-Sí, fue increíble, recuperó su forma física plenamente. Ya en el verano de 1981 un colega y yo lo acompañamos en sus vacaciones a la montaña, donde hacía caminatas de seis u ocho horas. A mí me costaba más que a él llegar a la cima. Tenía una enorme fuerza física. Un día me llamó porque tenía un tobillo hinchado, y le prescribí un día de reposo. Me dijo que le bajara la hinchazón, porque al día siguiente pensaba hacer su caminata diaria. Tenía una resistencia enorme al dolor y una férrea voluntad.
-¿Cómo era Juan Pablo II como paciente?
-Muy difícil. Por un lado, nosotros sentíamos una gigantesca responsabilidad ante él, nos aterraba la idea de poder equivocarnos. Las decisiones las tomábamos en equipo, y luego yo era el que debía ir al papa a explicarle todo. Porque Juan Pablo II quería saber todo, absolutamente todo. Quería saber lo que tenía, por qué se le aconsejaba una determinada terapia, y quería ser él quien tomara la decisión final. Casi siempre aceptaba nuestras sugerencias, pero no siempre. Después del atentado, por ejemplo, nosotros no nos atrevíamos a darle el alta, de hecho lo habríamos tenido internado de por vida. El papa debió intuirlo y un día nos dijo que había decidido irse a casa, él mismo se dio el alta.
-¿Alguna anécdota?
-Sí, también podía ser muy irónico en momentos graves. Me acuerdo una vez de que el otorrino le dijo que le tenía que hacer una pequeña intervención sin importancia. "Será pequeña para usted, pero no para mí, que la sufro", le dijo, muy irónico.
-Usted pudo saludarlo antes de morir. ¿Qué recuerda?
-Me despedí el viernes 1° de abril de 2005, el día antes de su muerte. Sabía que estaba por morir, era consciente de eso. Y estaba sereno, enormemente sereno. De hecho, se dedicaba a consolar a los demás.
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