Riesgo latente: las tres olas de la pandemia y la amenaza de una cuarta
Los expertos advierten que una falsa sensación de seguridad provocada por el avance en la vacunación podría impulsar otro aumento de los casos
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Las pandemias a menudo vienen en olas. Esto es así por dos razones principales: en primer lugar, las medidas de distanciamiento social y las cuarentenas pueden reducir considerablemente las tasas de infección. Sin embargo, son costosas y agotadoras y, por lo tanto, normalmente solo se pueden mantener durante cierto período de tiempo. Cuando se levantan las restricciones, el virus comienza a recircular y los casos aumentan. O, en segundo lugar, el virus muta y se ensaña con un nuevo grupo de personas o vuelve a infectar a los recuperados.
“La relación entre las restricciones y los casos es clara: en áreas donde menos personas usan barbijo y más se reúnen en interiores, los casos van en aumento”, señala la doctora Lisa Maragakis, especialista en enfermedades infecciosas en Johns Hopkins Medicine, que apunta el “comportamiento humano” como uno de los factores principales detrás del surgimiento de las distintas fases de la pandemia.
A más de un año de la aparición de los primeros casos, se ha demostrado efectivamente que esto es así. La mayoría de las naciones ya ha transitado dos o tres olas de la pandemia, y un pequeño grupo incluso teme la pronta llegada de una cuarta, impulsada por la propagación de nuevas variantes.
La primera ola: miedo y confinamiento
A principios del año pasado, el coronavirus tomó a Europa por sorpresa. Los primeros casos llegaron repentinamente desde China, donde se originó la pandemia a finales de 2019, y a pesar de los vagos esfuerzos de monitoreo, el virus penetró las fronteras y pronto se propagó por todo el continente. Los contagios se multiplicaron y escalaron hasta llegar a la cresta de la primera ola en marzo/abril.
Es importante señalar que la variación de la forma de la curvatura de esta ola entre países ha sido asombrosamente grande. España, por ejemplo, tardó 11 días en pasar de 10 casos a 1000, pero a Bulgaria le tomó 48. Grecia alcanzó un máximo de 10,66 infecciones por cada 100.000 habitantes, mientras que el pico de Luxemburgo fue 30 veces mayor con 348,92 infecciones. Del mismo modo, Austria e Islandia tardaron 30 días desde su cresta en contener la propagación –definida como una tasa de incidencia de dos semanas menor a 10 casos por cada 100.000 personas–, mientras que Italia y Holanda tardaron más del doble en lograr la misma mejora.
Durante esta fase se observó una clara desventaja de los países europeos que se vieron afectados primero. Cuanto más tarde el virus tocó tierra de manera significativa en un país, más tiempo tardó en pasar de 10 a 1000 casos y, en promedio, las tasas máximas de infección fueron menores. Esto principalmente ocurrió porque los países en los que el virus entró posteriormente, pudieron aprender y tomar medidas anticipadas, y esquivar, o al menos retrasar, la llegada de la primera ola. Es el caso de muchos países de América Latina, que alcanzaron el primer pico recién en junio/julio –en la Argentina incluso fue en octubre–, por las largas y estrictas cuarentenas que los gobiernos implementaron desde que aparecieron los primeros casos, alarmados por la experiencia europea.
En líneas generales, la tardía reacción de los gobiernos europeos en tomar medidas, la falta de equipo especializado y el conocimiento limitado de la enfermedad se sumaron a la gravedad de esta primera fase, que resultó especialmente mortífera en adultos mayores. No obstante, el miedo y la magnitud de la amenaza impulsaron a la mayoría de los países a tomar medidas extremas –y a los ciudadanos a respetarlas– que en unos meses dieron resultado. De hecho, una investigación de la revista Nature publicada en mayo estimó que se evitaron 3,1 millones de muertes en 11 países de la región gracias a estas “intervenciones no farmacéuticas”. Aún así esta primera etapa fue mucho más mortífera en algunos países de Europa, –Francia, Bélgica, Suecia, España y Holanda– que la segunda, especialmente por la infiltración del virus en hogares de ancianos, la población más vulnerable a la enfermedad Covid-19.
En Estados Unidos también hubo una primera ola que llegó a su pico en abril, aunque mucho menos intensa que las consiguientes. Aquí la respuesta fue más engorrosa ya que no se tomaron medidas a nivel federal, sino que cada estado y localidad actuó por cuenta propia.
La segunda ola: los jóvenes como protagonistas
Con el fin de la primera ola y la llegada del verano boreal, muchos gobiernos europeos levantaron las medidas y la gente se volvió más descuidada. Ese fue el comienzo de la llamada segunda ola. En prácticamente todos los países europeos, incluidos los que gestionaron bien la primera fase y habían reducido los nuevos contagios a niveles extremadamente bajos, las tasas de infección aumentaron en septiembre y octubre, luego de las vacaciones, en algunos países de forma rápida e incluso exponencial.
“Al suspender el estado de alarma y volver a una cierta normalidad sin haber eliminado totalmente la circulación del virus era inevitable que, con una mayor interacción entre personas, se incrementara la transmisión. Era crucial desarrollar la capacidad de detección e investigación precoz de los nuevos casos, con enumeración de sus contactos cercanos y acciones para identificarlos y aislarlos”, explica a LA NACION Joan Ramón Villalbí, miembro de la junta directiva de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (Sespas).
“Sin embargo, en muchos países el sistema no estaba aún maduro y no fue capaz de actuar efectivamente, sumado al hartazgo de la población después de tanto tiempo de encierro. El lado positivo es que hubo menos casos en residencias de ancianos, y no hubo la avalancha a hospitales y UCIs que vivimos en marzo. Muchos casos fueron más leves en gente joven”, agrega.
En Estados Unidos, el pico de la segunda ola se produjo en julio, cuando muchos gobernadores levantaron las restricciones, y la gente reanudó algunas de sus actividades habituales. Las medidas se tomaron anticipadamente, cuando la cantidad de personas infectadas seguía siendo alta en muchas áreas, y la transmisión del virus se reavivó fácilmente, sobre todo entre los jóvenes. “Si nos fijamos en el rango de 25 a 34 años, es por lejos el grupo líder en pruebas positivas”, dijo en una conferencia de prensa en julio el gobernador de Florida, Ron DeSantis. En aquel estado, la edad promedio de los enfermos bajó de 65 años en marzo a 39,5 en julio, según reportó entonces el medio digital Vox.
Mientras Europa y Estados Unidos vivían, con unas semanas de diferencia, sus segundas olas, más intensas pero menos mortíferas, América Latina sufría los estragos de la primera. El continente pudo anticipar la llegada de la pandemia gracias a su ubicación geográfica y actuó con rapidez pero no pudo sostener en el tiempo las estrictas cuarentenas, nocivas económica y socialmente. “Era esperable un aumento de casos, en especial si la respuesta inmune generada por el virus no se asocia a una protección contra la enfermedad duradera en el tiempo”, señala a LA NACION Juan Pablo Torres, miembro de la Sociedad Chilena de Infectología.
Tercera ola, la peor
Cuando se pensaba que las cosas no podían empeorar, y mientras algunos países aún transitaban la segunda ola –o incluso la primera–, llegó la tercera, la más intensa y mortífera de todas. Con el aumento de la movilidad y la posterior celebración del Día de Acción de Gracias en Estados Unidos y las fiestas de fin de año, a lo que se sumó la llegada de nuevas variantes más contagiosas de coronavirus, las infecciones comenzaron a dispararse globalmente en octubre hasta alcanzar un pico en enero de 2021. De hecho, el récord de casos en un día a nivel mundial desde el comienzo de la pandemia se produjo el 11 de enero de este año con 739.564. Las muertes batieron la marca dos semanas después, con 14.424 decesos en un solo día.
El oscuro panorama obligó a algunos países –como Alemania, Italia, Gran Bretaña e incluso algunas ciudades de Brasil y Chile– a reconfinar a sus ciudadanos y extender los estados de emergencia, una decisión que se creía imposible luego del devastador impacto económico ocasionado por las cuarentenas y las restricciones el año pasado.
Pero en medio del resurgimiento desmedido de casos, llegó el arsenal de vacunas y se recobró la esperanza a medida que los países comenzaron con las campañas de inmunización. De hecho, los casos han descendido sostenidamente en las últimas semanas –principalmente como consecuencia de las nuevas medidas ya que aún es temprano para medir el efecto global de las vacunas– a la vez que aumentaron los porcentajes de inoculados.
¿Cuarta ola? ¿La podrá evitar la aplicación de vacunas?
El proceso de vacunación es desigual en todo el mundo y ha tenido un lento comienzo en muchos lugares, en especial en la Unión Europea, gran parte de América Latina y África, Rusia, China y la India, entre otros, por lo que la inmunidad colectiva podría llegar a recién a mediados/finales de este año, como pronto.
Como consecuencia, los expertos han advertido en los últimos días que un comportamiento más descuidado, motivado por una falsa sensación de seguridad por el avance de la vacunación, sumado a la propagación de nuevas variantes, podría provocar un nuevo aumento de casos, y la llegada inminente de una cuarta ola. Por lo tanto, han instado a las personas a continuar practicando el distanciamiento social y a tomar ciertas precauciones para evitar que eso pase.
“Me preocupa mucho que estemos soltando los frenos”, dijo Atul Gawande, cirujano del Brigham and Women’s Hospital y profesor de Harvard a USA Today al ver que varios estados de Estados Unidos levantaron la orden de uso obligatorio de la mascarilla.
“Es como si estuviéramos haciendo todo lo posible para ayudar al virus en lugar de detenerlo”, agregó.
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