¿Radical? Las contradicciones de la nueva izquierda de Chile que representa Gabriel Boric
El presidente electo critica a los gobiernos centroizquierda, pero se muestra dispuesto a cuestionar lo que se presenta como una postura implícita de superioridad moral de su generación
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SANTIAGO, Chile.– En la vorágine de la retórica preelectoral, los adversarios de Gabriel Boric lo acusaron de estar “controlado por los comunistas”. Algunos decían que el problema no era el propio Boric, sino “quienes lo rodean”. Esos comentarios intentaban hacer mella en los electores explotando antipatías fuertemente arraigadas contra el Partido Comunista de Chile, y los rivales de Boric se permitían etiquetarlo como un candidato de extrema izquierda en una batalla entre dos extremos.
Lo curioso de esta dinámica es que intentaba atribuirle a Boric intenciones políticas y actitudes que claramente no son suyas. Como representante de un nuevo tipo de izquierda en Chile, Boric critica desde hace tiempo a los gobiernos de centroizquierda que gobernaron el país durante gran parte de las últimas tres décadas, a los que acusa de haber sido demasiado neoliberales y tímidos. Pero, a la vez, se ha mostrado dispuesto a cuestionar lo que a veces se presenta como una postura implícita de superioridad moral de su generación.
“En mi generación existe la impresión de que la historia empezó en 2011… El Frente Amplio debe tener cuidado para mantener a la política dentro del ámbito de lo político, no de la moral”, dijo en 2017.
En consecuencia, Boric se enfrentó en varias oportunidades a las posiciones del Partido Comunista (PC), y así expresó su rechazo a los regímenes en Venezuela, Cuba y Nicaragua, y le brindó su apoyo al acuerdo transpartidario que puso en marcha el actual proceso constituyente en Chile.
El relato de los dos extremos ideológicos se basa en la apreciación de que si por un lado José Antonio Kast se situaba en la extrema derecha, Boric representaba la extrema izquierda. Ciertamente, parte de la retórica y del comportamiento de Boric corrobora esa opinión. Sus inicios se dieron como líder estudiantil en un grupo denominado Izquierda Autónoma, que desarrolló un enfoque orientado a la acción y la organización política que lo situó bien a la izquierda de los tradicionales sectores socialistas de Chile. Pero Boric abandonó ese grupo en 2016 para crear el Frente Amplio, una coalición que buscaba una visión más pragmática para construir coaliciones y ganar poder.
Aun así, en julio del año pasado, se encargó de visitar a un grupo de manifestantes encarcelados –injustamente, según Boric– luego de las protestas de octubre de 2019. Del mismo modo, aunque insistía en que “no podemos aceptar el asesinato o la violencia por venganza o contra quienes piensan diferente de nosotros”, en 2018 visitó durante un viaje a París a uno de los homicidas del exsenador Jaime Guzmán, asesinado en 1991. Estos actos, junto con alzar el puño y denominar “camaradas” a sus partidarios, revelan que Boric intenta sumarse a la comunidad epistémica de una izquierda romántica y revolucionaria.
Y sin embargo, si se observa su programa electoral, hay pocos elementos que puedan catalogarse como radicales. Por supuesto, están todos los guiños esperables en cualquier agenda progresista: énfasis en el feminismo, economía verde, reconocimiento de minorías como la comunidad LGBT o los pueblos indígenas. Pero también está la regulación, no la nacionalización; la responsabilidad fiscal, no el despilfarro; y el compromiso de respetar la independencia del Banco Central. Boric propone reducir la semana laboral de 44 a 40 horas, similar a la carga horaria en gran parte de Europa Occidental.
Las propuestas más extravagantes –expansión de la asistencia sanitaria pública y del sistema de pensiones, reconstrucción de la red nacional de ferrocarriles– podrían ser inviables a corto plazo, pero difícilmente puedan pasar como revolucionarias. Lo que intentan hacer es cambiar la naturaleza del modelo de desarrollo chileno, de un sistema neoliberal a otro socialdemócrata. De hecho, “Boric el revolucionario” no anduvo con vueltas para identificarse como socialdemócrata.
Estas contradicciones muestran lo complicado que resulta definir los límites de la nueva izquierda basándose en el espectro ideológico tradicional. Si impregnar cada aspecto de la plataforma política con feminismo y ambientalismo parecía radical en otra época, para la nueva generación, que enfrenta amenazas existenciales diferentes de las de sus padres, esas posiciones parecen el fruto del sentido común.
Por otra parte, el debate es tan antiguo como el propio socialismo. Desde las divisiones internas durante la presidencia de Salvador Allende, pasando por los eternos debates entre bolcheviques y mencheviques en la Rusia prerrevolucionaria, hasta la Crítica del Programa de Gotha de Marx, que atacaba a los socialdemócratas alemanes del siglo XIX por ser demasiado tímidos, la izquierda siempre se ha planteado la cuestión de hasta qué punto llegar y a qué velocidad hacerlo.
Las protestas de 2019 en Chile fueron en gran medida consecuencia de expectativas incumplidas para una clase media emergente cuyos sacrificios pasados no fueron recompensados. En las vísperas de la segunda vuelta, tanto Kast como Boric intentaron hablarle a esa mayoría decepcionada. Kast hizo hincapié en el orden y la seguridad; Boric, en la justicia social. Al hacerlo, los candidatos intentaron remediar las esperanzas frustradas ofreciendo aún más esperanza, una propuesta arriesgada que podría explicar por qué Boric ahora prefiere insistir en el gradualismo. Esa nueva postura no solo trasluce las actuales realidades políticas y el eco de los debates del pasado. También es un indicador del tipo de tensiones que podría enfrentar el gobierno de Boric.
Por Robert L. Funk
Esta columna fue publicada originalmente en Americas Quarterly
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