En 1791, publicó su propia Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana; escribió una obra teatral por la igualdad racial
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A las 6 de la mañana del 6 de octubre de 1789 María Antonieta, la reina consorte de Francia y Navarra, salió despavorida de sus aposentos en el palacio, corriendo por los pasillos aún en su ropa de cama, hasta llegar a la habitación del rey. Golpeó desesperadamente la puerta y suplicó que le dejaran entrar, pero tardaron en escucharla debido al estruendo de una proverbial turba enardecida que estaba asaltando Versalles.
Todo empezó el día anterior cuando mujeres en los mercados de París, desesperadas por la falta de comida y furiosas por rumores de que se estaba acaparando el pan, se rebelaron y decidieron tomar el asunto en sus propias manos de una manera impactante y violenta. Junto con otros miles de parisinos, marcharon horas bajo la lluvia, arrastraron cañones, cargaron mosquetes, horquillas y cuchillos.
Al final, el rey y su familia fueron llevados físicamente a París. Fue un momento en que todo cambió. Ahora era el rey quien estaba sujeto a los designios del pueblo y, de repente, un futuro democrático parecía posible.
Hasta entonces, Louis el XVl se había negado a firmar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, por temor a que llevara al fin de la monarquía. Pero ya no tenía opción.
“Sin el catalizador de la toma de Versalles propiciado por las mujeres de París, ¿quién dice que la habría firmado?”, cuestiona la historiadora Amanda Foreman en el documental de la BBC “El ascenso de la mujer”. “Había estado buscando una salida cuando las mujeres pusieron su mundo patas arriba”.
La declaración
El radical documento ofrecía una nueva visión audaz para Francia, que garantizaba plenos derechos sociales y políticos... para algunos. Las mujeres pronto descubrieron que ser ciudadanas no las hacía iguales a los ojos de la ley.
En esa época de la Ilustración, cuando la lógica y la razón supuestamente prevalecían, al filósofo Jean-Jacques Rousseau, cuyos escritos ayudaron a inspirar la revolución, no le pareció ilógico afirmar que “el hombre debe ser fuerte y activo; la mujer, débil y pasiva”.
Aquello de “Liberté, égalité, fraternité” era libertad e igualdad solo para la fraternidad, no para la sororidad. Sin embargo, hubo alguien que tuvo el coraje y la convicción de denunciar por escrito que la Declaración de los Derechos del Hombre estaba incompleta sin los derechos de la mujer: Olympe de Gauges.
En 1791, expuso el sesgo que sustentaba ese documento publicando su propia Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana.
La otra declaración
“Considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de la mujer son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobernantes...”, empieza diciendo en el preámbulo del documento que, como su par, se compone de 17 artículos.
“La revolución francesa había prometido darle la espalda al despotismo y la religión haciendo hincapié en la razón y la naturaleza”, explicó su biógrafo Olivier Blanc. “Esas dos nociones son esenciales en el siglo XVIII, y Olympe se basa en ellas”, agregó.
- Artículo IV
“La libertad y la justicia consisten en devolver todo lo que le pertenece al otro; así el ejercicio de los derechos naturales de la mujer no tienen más límites que la tiranía perpetua que el hombre le impone. Esos límites deben de ser reformados por las leyes de la naturaleza y de la razón”.
Además hablaba de que la libertad y la justicia son el motor impulsor de los derechos de las mujeres. Y exigía tanto derechos políticos como civiles.
- Artículo VI
“(...) todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, siendo iguales ante sus ojos (de la ley), deben de ser igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según sus capacidades, y sin otras distinciones que aquellas de sus virtudes y sus talentos”.
Pero además de derechos, las mujeres debían tener deberes, los mismos que los de los hombres, como lo expresó en el artículo que más famoso se haría, por la frase que vaticinaría su futuro:
- Artículo X
“Nadie debe ser molestado por sus opiniones, incluso fundamentales. Si la mujer tiene el derecho de subir al patíbulo, ella debe tener igualmente, el derecho de subir a la tribuna; mientras que sus manifestaciones no alteren el orden establecido por la ley”.
No sólo eso
Parte de otro artículo, el XI, deja entrever una de las causas que defendió, por experiencia propia. “Toda ciudadana puede en consecuencia decir libremente, soy madre de un hijo que le pertenece, sin que un prejuicio bárbaro la fuerce a disimular la verdad”.
En su certificado de nacimiento decía que había nacido en Montauban en 1748, que su nombre era Marie Gouze y que su padre era un carnicero. Pero ella dijo que siempre supo que realmente era hija ilegítima del marqués Jean-Jacques Lefranc de Pompignan, un reconocido magistrado y escritor que fue amigo de su madre.
A los 17 años la casaron contra su voluntad con un comerciante, quien murió tres años más tarde dejándole un hijo, al que adoraba, y la privilegiada posición de viuda a la que nunca renunció, pues no sólo repudiaba el matrimonio sino que le permitía una libertad que no estaba al alcance de las mujeres solteras o casadas. Pero en vez de identificarse como “la viuda de...”, como dictaban las normas sociales, adoptó el nombre de Olympe de Gouges.
Cuando se enamoró del rico empresario Jacques Biétix de Rosières, se fue con él a París y, aunque no contaba con una educación formal, se hizo un nombre en el mundo literario y político particularmente por los temas que abordaba.
Luchó por los bastardos, alegando que los hijos ilegítimos debían tener las mismas protecciones que los legítimos. Abogó por la instauración del divorcio y propuso para los cónyuges un contrato anual renovable. Criticó la falta de universalidad de la Constitución de la nueva Francia, que sólo le concedió el sufragio a hombres blancos propietarios de tierra, dejando a gran parte de la población sin voz ni voto. Y fue una abolicionista comprometida cuando no muchos lo eran.
Escribió una obra teatral que giraba en torno a la igualdad racial y dejaba hablar a los esclavos. “Nos usan en estos climas como usan animales en los suyos. Vinieron aquí, se apoderaron de nuestra tierra, nuestra riqueza y nos esclavizaron en recompensa por las fortunas que nos robaron. Los campos que cosechan están sembrados de cadáveres de nativos y se riegan con nuestro sudor y nuestras lágrimas”, dijo Zamor, uno de los personajes principales.
“La esclavitud de los negros” fue aceptada por la Comédie Française -un gran logro en la época- y puesta en escena en 1792. Cuando el lobby colonial, muy rico y patrocinador del teatro, vio en el escenario a hombres como los que mantenían en grilletes representados como seres sintientes, se aseguró de que las funciones se suspendieran tres días después del estreno.
Oídos sordos
Su declaración de los derechos de la mujer tampoco tuvo el efecto deseado en su momento, a pesar de que “siempre enviaba sus escritos políticos al presidente y a varios diputados de la Asamblea Nacional, y también a los directores de los periódicos y a todos los clubes políticos”, contó Blanc. “Quería al menos que se debatieran los derechos de las mujeres en la Asamblea, pero nunca se incluyó en la agenda”, adhirió.
De hecho, en 1793, todo debate se cerraría, con el comienzo del período de El Terror, que buscó reprimir actividades contrarrevolucionarias y durante el cual hubo centenares de ejecuciones. Entre las medidas que se tomaron, se le prohibió a las mujeres reunirse con grupos de cinco o más, no fuera que repitieran algo como la Marcha de Versalles. La revolución pasó de ser un medio de liberación para ellas a un instrumento de su opresión.
Sin defensa
Pronto, la marea política se volvió contra moderados como Olympe. Cuando los jacobinos prohibieron las expresiones de disidencia, ella se negó a permanecer en silencio y arriesgó su vida. No solo llamó a rechazar la violencia, sino que distribuyó un cartel incendiario llamado “Las tres urnas”, que instaba a los franceses a votar para decidir por sí mismos qué forma de gobierno les favorecía más: una república unitaria, un sistema federal o una monarquía constitucional.
Fue un acto suicida, señalan los versados, pues seguramente sabía que la Convención Nacional no admitía desafíos a su poder soberano y que su facción dominante, los jacobinos, dejaba claro en cada decreto que la estructura ideológica de su Estado no era negociable: la República era una e indivisible.
Las autoridades la arrestaron bajo cargos de sedición y el tribunal revolucionario la condenó a muerte. En su expediente consta que todo se basó en acusaciones: únicamente hubo testigos en su contra. Tampoco tuvo abogado, pues el tribunal dictaminó que se podía defender sola.
El 3 de noviembre de 1793, a los 45 años de edad, la vida de Olympe terminó de la misma forma que la de María Antonieta dos semanas antes.
La “virago”
Pocos días después, La Feuille du Salut Public, el diario oficial de los revolucionarios, reportó su condena diciendo: “Olympe de Gouges, nacida con una imaginación exaltada, tomó su delirio por una inspiración de la naturaleza. “Empezó diciendo tonterías y acabó adoptando el proyecto de los pérfidos que quieren dividir Francia: quería ser estadista y parece que la ley castigó a esta conspiradora por haber olvidado las virtudes propias de su sexo”, publicó.
Ese mismo día, el presidente de la Comuna de París, Pierre-Gaspard Chaumette, uno de los arquitectos de El Terror, puso como ejemplo a Olympe como advertencia a las mujeres “desnaturalizadas” que quisieran “ir a los lugares públicos, a las galerías a escuchar discursos, al bar del senado”.
“Acuérdense de esa virago, de esa mujer-hombre, de la Olympe de Gouges desvergonzada que abandonó todos los cuidados domésticos, para involucrarse en la República […] Este olvido de las virtudes de su sexo la llevó al patíbulo”, expresó.
“Es una terrible ironía que una de los revolucionarias más elocuentes del siglo XVIII haya sido ejecutada en la plaza de la Concordia por ser una supuesta traidora a la revolución, y la pregunta es por qué”, declara la historiadora Amanda Foreman. “Yo creo que es porque, siendo mujer, irrumpió la esfera de la política y utilizó las herramientas supuestamente masculinas de la razón, el ingenio y la lógica para promover una agenda feminista”, adhirió.
En reversa
La ejecución de Olympe marcó el comienzo de una reacción política contra las mujeres. En 1795 se les prohibió la entrada a la Asamblea Nacional, se les ordenó que se quedaran en casa y se abstuvieran de tener opiniones propias.
Cuando Napoleón se convirtió en emperador, instituyó el Código Napoleónico, que le dio a los padres y maridos el poder supremo sobre sus hijas y esposas. En 1804 las mujeres eran tan impotentes, si no más, como las que habían antecedido a las que marcharon a Versalles en 1789. Para las francesas, el Código fue el legado más perdurable de la revolución, pues rigió sus vidas hasta mediados del siglo XX.
Solo obtuvieron el voto en 1946 y pasaron otros 20 años antes de que pudieran trabajar sin permiso de sus maridos. “Pero las batallas de la revolución francesa no fueron irrelevantes”, subrayó Foreman. “Mujeres como Olympe de Gauges encendieron las llamas del feminismo moderno y, una vez prendidas, no había marcha atrás”, añadió.
El legado de Olympe empezó a redescubrirse en el siglo XX, tras casi dos siglos de olvido. Su Declaración de los Derechos de la Mujer y Ciudadana encontró su lugar -y, finalmente, su tiempo- entre los textos fundamentales de la emancipación femenina. Hoy, según le dijo a la BBC la historiadora y autora Catherine Marand-Fouquet, “es reconocida en todo el mundo como un brillante ejemplo de la defensa de los derechos humanos”.
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