Por un siniestro de tránsito en 1992, Julián Cabrera quedó severamente discapacitado; ahora cuenta que ese suceso transformó su vida y que ayuda a cambiar la de otros para mejor
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Julián Cabrera era un próspero ejecutivo, gerente y copropietario de una empresa de servicios integrados para la industria petrolera a nivel nacional durante el boom del petróleo en Colombia a finales de los años 80 y comienzos de los 90.
Su enfoque en el trabajo era “intenso” y “tenaz”, como dice, lo que le permitió codearse con las altas esferas políticas, sociales y religiosas del país, y le trajo prestigio y dinero, además de las presiones y excesos que eso conlleva.
Pero todo cambió una noche de 1992.
Un devastador accidente de tránsito, del que sobrevivió, lo dejó severamente discapacitado. “Ahí murió el Julián de antes”, le dijo a BBC Mundo, antes de explicar cómo el suceso transformó su vida.
Le siguieron años de intensas terapias para su recuperación, de un arduo esfuerzo para crear una fundación y de activismo por los derechos de los discapacitados, que él sostiene están olvidados no sólo en su natal Colombia sino en todo el mundo.
Este es el relato que le contó a la BBC con la esporádica intervención de su hijo Pablo.
“Tomé una empresa pequeñita, como de 19 empleados, pero ya con un nombre: Mecánicos Asociados”, cuenta Julián de los inicios de su compañía de mantenimiento electromecánico. Estaba social y políticamente bien conectado y tenía grandes ideas para aprovechar el contexto económico de finales de los 80.
El negocio estaba radicado en su ciudad natal, Neiva, la capital del departamento de Huila, en el suroccidente de Colombia. Pero él se propuso llevarlo a otras regiones del país, basándose en un concepto de servicios integrados, autoaprovisionamiento, y una férrea y casi obsesiva determinación gerencial.
En cinco años ya eran seis empresas con 1.000 trabajadores. “Teníamos más de 50 carros, además de todo el engranaje de combustible, aceite, llantas, talleres de mecánica”.
Se asoció con personalidades influyentes del departamento —”la lumbrera del Huila”, dice él— y contrató a varios de sus amigos para crear otras compañías integradas a la empresa principal. Y llevó el negocio hasta la capital, Bogotá y otras ciudades importantes como Santa Marta, Barranquilla, Cartagena, Ibagué.
“Con la Occidental (una petrolera estadounidense) tuvimos un contrato de mantenimiento automotriz en Caño Limón, mantenimiento del oleoducto en zonas aledañas y aseo de pozos en un proyecto de sostenibilidad importante”.
Pero como gerente general y copropietario sus responsabilidades eran enormes. “Era un negocio de 24 horas”.
Presiones
Aunque la producción marchaba y las empresas generaban ingresos, también tenía muchas deudas. “Me llegó a gustar el dinero, pero con la deuda me esclavizaba más en el trabajo... Perdí mucho la cosa familiar. No tenía momentos con mis hijos —dos—. Cuando llegaba (a casa) ya estaban acostados”.
La relación con su esposa también empezó a deteriorarse y buscó amparo en encuentros extramatrimoniales y en el alcohol. “Imagínate un gremio de mecánicos petroleros que ganan plata y todo eso. El trago se convirtió en una necesidad”.
En aquel tiempo aumentaron los ataques de la guerrilla contra las empresas asociadas a la industria petrolera. Y como la suya era muy visible, dice Cabrera, él quedó “fichado” por los insurgentes.
Atacaron sus negocios con explosivos, quemaron varios de sus coches, sufrió amenazas de muerte y secuestro, y se vio obligado a pagar “cuotas” para seguir operando.
Sus hijos, de 5 y 8 años, no podían ir al colegio en el autobús escolar por la inseguridad, recuerda.
“En ese momento Colombia no valía un peso por este problema guerrillero”, afirma. “Yo estaba muy disperso. Todo estaba funcionando mal en la empresa, tenía problemas en casa... Casi me enloquezco”.
Julián veía cómo el sueño que había construido con tanto esfuerzo se estaba cayendo: su castillo se estaba derrumbando. “Me había dejado llevar por el trago. Emborraché mi vida. Estaba buscando un descanso de algún lado”.
Ese “descanso” llegó el 7 de noviembre de 1992. Pero no de la forma en la que él esperaba.
“Una bomba de Dios”
“Estábamos en una comida con los petroleros. Llena de tragos, aguardiente, todo eso”, cuenta Julián de lo poco que recuerda de aquella noche. “Salí (en auto). Y me puse a buscar algo, no sé qué”.
Conduciendo en estado de embriaguez, de noche, pasó de largo en una intersección en la que debía haber parado. “Me comí un ‘PARE’ y me cogió un bus que se metió por mi ventana y me mandó contra un poste”.
El vehículo quedó aplastado con él adentro. Su hijo Pablo cuenta que al ver hoy las fotos del accidente es imposible pensar que alguien adentro hubiera podido quedar con vida.
Tuvo que ser evacuado por helicóptero a un hospital en Bogotá, porque la ciudad de Neiva no tenía la unidad de cuidados intensivos.
En el centro médico de la capital colombiana los médicos emitieron un pronóstico muy reservado, preparando a la familia “para lo peor”.
Su cuadro clínico era complicado: presentaba trauma craneoencefálico severo, trauma abdominal cerrado, hígado estallado, fractura maxilofacial, fractura de la clavícula izquierda.
“Quedé hecho una piltrafa. Un trapo botado. No solo física sino intelectualmente. La cabeza vuelta nada, el cuerpo vuelto nada”, cuenta Julián de sus lesiones.
Estuvo 26 días en cuidados intensivos, varios de ellos en coma, y otros 40 en cuidados intermedios. Ninguno de los doctores que lo atendieron apostaban por su recuperación.
“Se me durmió el lado izquierdo del cuerpo. No tenía equilibrio. No sabía ni toser, ni hablar, las babas chorreando, no podía ni controlar la risa”, dice.
Su hijo Pablo recuerda la primera vez que les permitieron a su hermano y a él ver a su papá. Fue un un mes y medio después de accidente.
“Seguía en la camilla, amarrado, con parte del cerebro vendado, el tubo de traqueotomía metido, abierto de acá (con el dedo dibuja una línea a lo largo del pecho) hasta el estómago. (Estaba) Absolutamente irreconocible”.
Sin embargo, Julián considera que ese accidente fue su salvación. “Dios se encargó de mandarme esa bomba. Desde ese instante de oscuridad fue cuando empezó una vida completamente distinta”.
Fue dado de alta más de dos meses después y regresó a su apartamento en Neiva, aún en silla de ruedas, con la mandíbula engrampada y “muy perdido intelectualmente”.
“Árbol caído”
Transcurrieron varios meses antes de que pudiera empezar su rehabilitación, pero una vez iniciada se propuso a salir adelante.
“Desde el instante en que me pusieron las barras paralelas en la casa, empecé a tratar de pararme, de lograr equilibrio”.
Pero entonces comenzó a sentir otra consecuencias de su situación: el aislamiento. “Hay una frase que dice ‘De árbol caído todos hacen leña’ y empecé a sentir eso”. Acostumbrado a la atención de todos, empezó a verse sin amigos.
Al poco tiempo su matrimonio se disolvió. Y “sin esposa, sin hijos, sin hogar, sin poder, sin dinero”, tuvo que regresar a casa de sus padres.
“Es algo tremendo pasar de (estar) bien arriba a (estar) bien abajo, donde no le habla a uno ni el televisor”, expresa.
Pero se rehusó a hundirse, recuerda. “Me dije: no voy a dejarme ganar de esto”.
Con el mismo ahínco y determinación con los que hizo crecer a su empresa, se entregó a una impresionante rutina de recuperación física, intelectual y espiritual.
Era una persona renovada, dice su hijo: “El Julián viejo, el empresario, el ‘tomatrago’ al que le gustaba el caché, ese murió efectivamente en el accidente y nació uno nuevo”.
Dedicaba hasta 15 horas al día a la terapia.
A medida que mejoraba empezó a salir a trotar, a nadar, a montar en bicicleta. Caminaba a todas partes, iba a hacer las compras a la plaza central, paseaba hasta otras aldeas. Aprendió a jugar ajedrez, se volvió un lector voraz, se vinculó a la iglesia, hasta se volvió catequista.
“Me enloquecí por salir adelante, como para demostrarles a todos los que me habían dado por perdido... y callarles la boca”.
Sus hijos eran testigos y participantes de su increíble ritmo y agenda cuando lo visitaban. “Cuando nos despertaba a las seis de la mañana, mi papá ya llevaba una hora y media haciendo ejercicio”, afirma Pablo Cabrera.
“Nos llevaba en bicicleta a un pueblo por una subida de 15 kilómetros, luego a otro pueblo aledaño, desayunábamos, nos metíamos al río y después nos devolvíamos”.
Además de inculcarles el ejercicio físico, los motivó académicamente, haciéndoles leer libros semanalmente y pidiéndoles resúmenes, sirviéndoles de guía moral, “para que no cometieran los mismos errores” que él.
Tuvo la suerte de contar con la ayuda económica de sus padres y hermanos, las sesiones con un psicólogo y el apoyo de una pareja vecina, un médico y una terapeuta que él había contratado en otros tiempos para su otrora empresa.
La terapeuta en particular, una especialista maxilofacial y del habla, fue crucial en su recuperación.
Y Julián le da mucho crédito por haberlo motivado para su siguiente etapa vital: “(Después de) años de una terapia intensivísima, cuando me vio bien, me dijo: ‘No vuelva’ y me dio de alta”.
La fundación
Julián quedó con una discapacidad “del 57%”, como él la describe; con pérdida de la memoria corta y larga, el hemisferio izquierdo con movilidad limitada, los músculos atrofiados y dificultades del habla.
Por los resultados logrados y su disciplina y compromiso, la terapeuta le sugirió que iniciara una fundación.
“En ocho días junté todo y se constituyó”, cuenta Julián, haciendo alarde de su determinación y empuje.
En 2002, diez años después de su devastador accidente, nació Sigamos Adelante, una fundación para discapacitados con la misión de demostrar “de lo que es capaz la discapacidad y crear oportunidades rentables de ocupación”. “Nada regalado, nada de ‘pobrecito’”, recalca.
El nombre lo tomó de un pasaje en la Biblia, Filipenses 3:16, que en resumidas cuentas dice: “Haya pasado lo que haya pasado, sigamos adelante”.
“Le echo la culpa a Dios, pues Él es el que me da las fuerzas... Él me dijo, ‘¡Hágale!’”.
Aplicó en la fundación la misma filosofía y organización empresarial sobre la que había erigido su compañía: la de incorporar diferentes actividades en un solo ente productivo.
Así, creó un taller de impresión y artes gráficas —que incluía un centro de entrenamiento de discapacidad (CED)— y reclutó a personas con diferentes niveles de discapacidad.
“Lo que importa es descubrir las capacidades residuales de la persona. En base a eso se hace un entrenamiento en el CED, luego se pasa a la parte productiva”, explica.
Julián Cabrera no se cansa de elogiar lo que podían hacer los empleados de la la fundación, la habilidad manual y concentración de los sordos, los “impresionantes y maravillosos” dibujos de los disminuidos intelectualmente.
“Lo que salva al discapacitado es el trabajo. La discapacidad deja de existir cuando se emplea a la persona adecuada. No es discapacidad, es capacidad diferente”, dice con firmeza.
La primera persona que reclutó fue Leidy, quien tenía entonces 17 años y había sufrido hipoxia prenatal —falta de oxígeno al nacer— y dice que simboliza la razón de ser de la Fundación Sigamos Adelante.
Llevaba cuatro años encerrada en el patio trasero de su casa, “No caminaba, no hablaba, estaba limitada físicamente, se orinaba”, describe. “Vi que hacía unas cositas solita con pintura y dije, por este lado ¿no?”.
La puso a pintar con remuneración y empezó a sostenerse económicamente, no sólo a sí misma sino a una familia de cinco. Estudió y se hizo contadora pública, la primera profesional de su familia.
“Una persona que tenían como una basura, hoy es una de las líderes de la discapacidad. (Fue) Una resurrección absoluta, de no estar haciendo nada a ser toda una imagen de compromiso, de lucha, de resiliencia”, dice Julián, entre lágrimas de emoción.
Café
La fundación creció y prosperó, llegando a emplear hasta 160 personas dedicadas al arte, la encuadernación, la impresión y el fotocopiado, todo hecho en papel reciclado.
“La producción fue espectacular, estuvimos en ferias nacionales. Yo no sé qué otra fundación hubiera podido vender lo mismo en servicios. Fuimos de las grandes en Colombia”, señala Julián.
Otro de los productos que incorporó fue el café, catado y empacado por miembros la fundación, con el auspicio de la Universidad Surcolombiana, en Neiva, que tiene una maestría en café.
Lleva el distintivo de Producto con Agregado Social (PAS), que hace referencia a que en el proceso de manufacturación de este café — competitivo en términos de calidad y precio con los que hay en el mercado, remarca Julián— están involucradas personas con discapacidad.
“Hay mil marcas de café, pero por qué escoger el mismo de siempre si con este que viene certificado como producto con agregado social ayudo a gente para que salga adelante”, arguye.
El café de la fundación consiguió el apoyo de quien por aquel entonces era el gobernador de Huila, y fue el médico que atendió a Julián tras el accidente.
Pero tiempo después, con un conflicto de intereses de por medio, lo perdió, y la productividad de la fundación quedó estancada.
A eso se sumó la pandemia, que ocasionó el cierre de la universidad y no pudieron seguir produciendo café allí.
“El proceso está bastante muerto. Se acabó todo el engranaje”, reconoce Julián. “Toda la ocupación que tenían ellos (las personas discapacitadas) se vino abajo”.
La minoría más grande
Sin embargo, con el mismo carácter con el que se sobrepuso a sus lesiones y limitaciones físicas y el dinamismo que lo llevó a crear y administrar la fundación, Julián decidió apostarle a otro derrotero: el activismo.
“Somos la minoría más grande del mundo, 1.000 millones, pero somos la más desgraciada porque ‘la discapacidad es sinónimo de no hacer nada’ y eso es lamentable”.
Naciones Unidas dice que en los países industrializados entre 50% y 70% de la población discapacitada en edad de trabajar está desempleada. En los países en desarrollo esa cifra está entre el 80% y 90% . Según Julián Cabrera, en Colombia, solamente 1% de los discapacitados es capaz de ganar un salario mínimo.
“Eso quiere decir que el (resto) está siendo una carga en su casa. Los recursos tienen que irse a la vigilancia, cuidado y salud del discapacitado, se vuelve una bola de nieve impresionante”.
Como lema central de su activismo, Julián cita a Harlan Hahn, un profesor estadounidense de Ciencias Políticas, Psiquiatría y Ciencia del Comportamiento que escribió ampliamente sobre temas y derechos de la discapacidad.
“El problema radica en el fracaso de la sociedad y del entorno creado por el ser humano para ajustarse a las aspiraciones de las personas con discapacidad y no en la incapacidad de dichas personas para adaptarse a las demandas de la sociedad”.
Para resolver eso hay que devolverle la dignidad a la persona discapacitada, insiste. “No es cuestión de ayudar, es cuestión de dar oportunidad, pensando en al ocupación, en tener una actividad, en volver a la vida”.
Su meta ahora es lograr una cadena de producción de café en la que en todo el proceso estén involucrados los discapacitados. “Desde el cultivo. Unos está sembrando, unos trillando, otros moliendo, otros haciendo las bolsas y otros estampando. Integración hacia adentro”.
Y todo con los sellos ORO (Oportunidades Rentables de Ocupación), y PAS debidamente certificados, y que Julián espera comercializar a nivel internacional.
“Quiero cosas atrevidas, cosas inteligentes, cosas berracas con la discapacidad”, expresa. “Por ejemplo, hay una fundación francesa produciendo aceite de oliva en España. Si yo les mando café certificado y ellos me mandan aceite certificado, creamos un mercado”.
“¿Te imaginas crear un mercado de mil millones de personas?”, dice con entusiasmo.
“¡Tenaz! No sé hasta donde vaya, pero sé que voy a dejar la vida intentándolo. Me juego la vida por eso”.
Por William Marquez
BBC News Mundo
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