En Alemania, Angela Merkel era conocida, entre otras cosas, por su infatigable y perseverante fuerza física, al punto de que esta semana un columnista del prestigioso diario Suddeutsche Zeitung dijo que su contextura sería "la envidia hasta de un caballo árabe".
Eso era hasta hace un mes o menos. Ahora los desconcertados alemanes no saben si los temblores de su canciller -públicos y demasiado frecuentes- son síntomas de una enfermedad peligrosa y profunda o sólo señales de una molestia menor. No saben, en definitiva, si la salud de su jefa de gobierno se deteriora o no y si eso afectará su habilidad para conducir la Cancillería y sostener una coalición de por sí ya al borde de la partición.
Sus líderes no tienen la obligación de revelar su historia médica o su estado de salud, un silencio que el gobierno alemán no está dispuesto a romper pese a la creciente inquietud sobre Merkel. Constitucionalmente los dirigentes alemanes –y una gran mayoría de los presidentes del resto del mundo- tienen el derecho de mantener su privacidad sobre temas de salud.
Políticamente tal vez eso sea poco conveniente: la falta de transparencia alimenta rumores, sospechas y desconfianza y deriva en una falta de credibilidad que puede debilitar a cualquier gobierno. El dilema de todo líder es, no sólo si revelar o no el estado de salud, si no también cuánto detalle difundir.
¿Qué le pasa a Merkel?
La canciller mantiene privada su historia médica y ni siquiera tiene médico oficial. Pero su salud pasó rápidamente a estar en la agenda de los alemanes, que pudieron verla temblando con fuerza en tres actos diferentes desde el 18 de junio hasta hoy.
Su explicación fue que se había deshidratado. Los especialistas, insistentemente consultados por los medios alemanes, especulan con problemas estomacales, con un temblor ortostático o con síntomas de algo muy propio en la vida de un jefe de Gobierno, un estrés exorbitante.
Ninguna de las tres opciones parece muy amenazante para la imagen de fuerza que necesita un jefe de gobierno. Después de todo, presidente o no, se puede estar enfermo y seguir una vida con total normalidad.
Lo que sí comienza a convertirse en un problema es la indiferencia que la canciller y su gobierno ante un tema que preocupa a los alemanes.
Otro incidente de salud de un líder podría servirle de muestra que la falta de transparencia es tan o más peligrosa que la enfermedad en sí misma.
La lección de Argelia
Abdelaziz Buteflika gobernó Argelia durante 20 años; llegó al poder en 1999 y puso fin a una sangrienta guerra civil que devastó al poder. Poco más de 10 años después, sobrevivió -a fuerza de petróleo y subsidios- a las primaveras árabes, que sí jaquearon a los presidentes de sus vecinos Libia y Túnez. Pero en 2013 sufrió un ACV y a partir de allí su salud comenzó a caer, lo que lo forzó a hacer repetidos y misteriosos viajes a Suiza y Francia.
Sin embargo, en febrero de este año Bouteflika, de 81 años, que no hablaba en público desde 2014, anunció que se presentaría a una quinta elección presidencial; fue la chispa que encendió la furia y la movilización de los argelinos.
Hartos de un gobierno autoritario y secretista y dudosos sobre la verdadera capacidad de gobierno de su presidente, los argelinos comenzaron a sospechar que los verdaderos conductores de Argelia eran Said, hermano menor del presidente, y Gaid Salah, jefe del estado mayor conjunto. Las movilizaciones continuaron y, a comienzos de abril, el hartazgo con el secretismo sobre la salud del "presidente invisible" logró lo que la primavera árabe no hizo: poner fin a la era Bouteflika.
Chávez y el secreto como política de estado
No toda enfermedad puede derivar en el fin de un mandato, pero sí seguramente condicione el del presidente afectado y el de sus sucesores. A mediados de 2011, Hugo Chávez reapareció luego de un mes de ausencia para contarles a los venezolanos que tenía cáncer. La transparencia de Chávez se acabó allí. En los siguientes 20 meses, el presidente venezolano se operó cuatro veces pero ni él ni su gobierno aceptaron aclarar qué tipo de cáncer era.
Se trataba, de acuerdo con lo informado después de la muerte de Chávez, de un sarcoma, un cáncer muy agresivo que dificulta intensamente la vida diaria de quienes lo tienen. Para combatirlo, apeló al país más secretista posible, con un sistema médico hermético, Cuba.
Pese a los reclamos de los venezolanos por más información, Chávez, incluso, ganó las elecciones presidenciales de octubre de 2012. Pero en diciembre debió finalmente advertirles a los venezolanos que partía nuevamente a La Habana para una cuarta operación y que dejaba en su lugar a Nicolás Maduro.
Los siguientes tres meses, el secreto fue política de Estado para blindar al poder y asegurar la transición del chavismo. Pese a optimista reportes iniciales, el 30 de diciembre Maduro anunció que Chávez había empeorado; no hubo mucha más información que esa y los rumores empezaron a volar.
Los críticos advertían que Chávez estaba o muerto o incapacitado. En cualquiera de esos dos casos, la Constitución local estipula que se debe llamar a elecciones en los siguientes 30 días luego de la "ausencia absoluta del presidente" y la oposición exigía información. Nunca llegó y Maduro gobernó esos tres meses hasta el 5 de marzo anunció que Chávez había muerto. Poco más de un mes después, hubo elecciones. Maduro triunfó, pero quedó marcado y se amparó en esa opacidad que rodeó sus primeros meses de interinato.
El trauma de la muerte de Tancredo Neves
El impacto de la muerte de un presidente en funciones puede ir más allá de condicionar a sucesores o definir una elección. Puede dejar su huella también en la memoria colectiva de un país.
En enero de 1985, Tancredo Neves fue elegido, en comicios indirectos, como el primer presidente del nuevo período democrático de Brasil. Pero apenas 12 horas antes de asumir, en marzo de ese año, tuvo que ser operado de emergencia, supuestamente de apendicitis. A partir de allí se sucedieron decenas de errores de mala praxis (no era apendicitis, era un tumor, que fue inicialmente confundido con un divertículo), que estuvieron recubiertos por un espeso manto de secreto oficial y alimentaron cientos de teorías conspirativas que duran hasta hoy.
Casi 40 días duró el calvario de Neves y de Brasil, que estuvo paralizado a la espera de la recuperación y quedó tan traumatizado por esa experiencia de fallas médicas y comunicación defectuosa que aún hoy vive con inquietud y desazón los episodios de salud de sus presidentes, como sucedió con la operación final de Bolsonaro en febrero, por las heridas sufridas al ser apuñalado, en septiembre.
¿Qué sucede en otros países?
En ese momento la única forma que tenían los brasileños de acceder a la información era con los ambiguos y a veces mentirosos comunicados oficiales. Con el auge de la viralización de todo a través de las redes sociales, la entereza física y mental de los líderes globales está cada vez más expuesta y afecta no solo el rumbo de un gobierno si no también el resultado de una campaña electoral.
Eso sucedió durante la campaña de 2016 en EE.UU., cuando Hillary Clinton se trastabilló en un acto en Nueva York, incidente que Donald Trump aprovechó para poner en duda la capacidad física de la exsenadora para ser presidenta.
EE.UU. es uno de los pocos países que cuenta con un protocolo de acción en caso de enfermedad presidencial; por lo menos cuatro de sus mandatarios murieron por temas de salud en funciones. Una enmienda constitucional (la 25) estipula que, en caso de que el presidente esté incapacitado física o mentalmente, el Gabinete puede decidir desplazarlo.
Por eso la Casa Blanca cuenta con una poderosa unidad médica que monitorea constantemente el estado de salud presidencial, y en caso de problemas debe elaborar informes para los miembros del gabinete.
Pocos otros países cuentan con líneas de acción. George Pompidou murió mientras era presidente francés en 1974 por un cáncer que sólo fue revelado después de su fallecimiento.
A partir de allí, todos los presidentes franceses se comprometieron a difundir informes sobre su salud periódicamente, una promesa que pocos cumplieron.
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