¿Qué tan necesaria es la Argentina para el mundo?
El poder relativo del país se achica cada vez más, justo en momentos en que un mayor peso regional y global podría ayudarlo a salir de su peor crisis desde 2001
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De lejos, la Argentina parece una nación relevante y hasta necesaria en el mundo. De cerca, todo cambia.
Alberto Fernández viaja a Europa y Estados Unidos para asegurarle al mundo una provisión segura de cereales ante la crisis alimentaria provocada por la invasión rusa de Ucrania. En la cumbre de cancilleres del G-20 en Indonesia, Santiago Cafiero se reúne con los representantes de dos de los protagonistas de la guerra, Estados Unidos y Rusia, para presionarlos para que frenen las hostilidades. En la reunión del Mercosur, el Presidente ensaya una defensa del bloque y recrimina a Luis Lacalle Pou y a Uruguay que buscan “soluciones individuales” al negociar un tratado de libre comercio en lugar de hacerlo junto con Brasil, Paraguay y la Argentina. En la mirada del Gobierno, somos garantes de la integración regional y de la seguridad alimentaria mundial; somos una nación influyente e incluso necesaria.
Algunos datos respaldan esa postura. La Argentina es parte del G-20, el grupo de las naciones más ricas del planeta, que además cuenta con una diversidad ausente en el G-7. El volumen diplomático del país sobresale además en tres espacios internacionales: el país preside la Celac y diplomáticos argentinos conducen dos órganos fundamentales de la ONU, la Comisión de Derechos Humanos y el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA).
Tampoco falta poder económico. Segunda potencia de una América del Sur increíblemente rica en commodities, la Argentina ocupa varios podios de exportación de granos: tercera o cuarta en soja; primera en alguno de sus derivados; segunda en maíz; séptima en trigo. Tampoco faltan los unicornios o las empresas locales que conquistaron al resto de la región. Pero la excepcionalidad y la teórica necesidad mundial de los recursos argentinos esconden –cada vez con más esfuerzo- una tendencia que se afianza desde hace años. El poder relativo de la Argentina se encoge y encoge, justo en un momento que un mayor peso regional y global podría ayudar al país a salir de su peor crisis desde 2001.
1- Menos poder relativo
Nada más evidente para mostrar la reducción del peso relativo de la Argentina que el contraste de los números de la economía local con los del resto de una región que, a su vez también perdió influencia global en los últimos años.
En 1990, la Argentina representaba, según datos del Banco Mundial, el 12% de la economía de América Latina. Era el tercer país más grande luego de Brasil (35%) y México (24%). Hoy sigue teniendo ese puesto, pero su participación en la economía latinoamericana cayó, más que la de ninguna otra nación. En 2021, también según el Banco Mundial, la Argentina se lleva el 8,5% de la economía regional; Brasil también cayó (30%) y México (24%) se mantuvo.
Muy cerca de la Argentina vienen dos países que ganan cada vez más terreno en la torta de la economía latinoamericana. Chile, que pasó de representar el 3% en 1990 al 6% hoy, y Colombia, que fue del 4,4% en 1990 y hoy es de 6%.
La explicación a la caída argentina -y también la brasileña- está, una vez más, en las cifras. El país es, de acuerdo con datos del Banco Mundial y el FMI, junto con Bahamas, Trinidad y Tobago y Surinam, miembro del exclusivo grupo regional de naciones que decrecieron en la última década. Mientras que hoy la economía de la Argentina es un 3% más pequeña que hace 10 años, las de naciones vecinas se desarrollaron con vigor. Chile, Bolivia, Paraguay y Perú, por ejemplo, crecieron 30% o más en la última década.
Si la pérdida de “poder duro” de la Argentina se analiza con otras variables, la caída es incluso más palpable.
La capacidad militar del país desciende tanto como la económica. Esa capacidad es imprescindible no para aventuras militaristas o hipótesis de conflicto alocadas, sino para resguardar los recursos básicos de la Argentina.
En una entrevista con LA NACION, en París, hace unas semanas, el ministro de Defensa, Jorge Taiana, advirtió que la Argentina necesita submarinos para el control del mar territorial –escenario de la avanzada masiva de la pesca ilegal-. No tiene ninguno mientras que “Chile tiene cinco y Perú, cuatro o cinco”.
2- La desconfianza de los socios
Más allá de los números, la explicación a la caída del poder relativo de la Argentina está tanto adentro, en la crisis constante de la economía y la política, como afuera, en la relación con el mundo y, fundamentalmente, con los socios, tampoco ellos ajenos a las turbulencias políticas domésticas que condicionan los lazos globales.
Cansancio, desconfianza, suspicacia, prescindencia y desinterés son algunos de los rasgos que, como si fuera un encadenamiento, muestran, progresivamente y en público o en privado, los socios históricos de la Argentina de la era democrática.
En un recorrido con referentes de esos socios, la desconfianza es lo primero que sobresale.
A la vez que se ofrecen como garantes de la seguridad alimentaria global, la presidencia de Fernández y la Cancillería de Santiago Cafiero, por ejemplo, convirtieron en una misión casi épica aumentar el volumen de exportaciones argentinas y de inversiones extranjeras en el país. Pero, del dicho al hecho…
“Hay un nivel ideal [en las exportaciones argentinas] y uno real. En el ideal, la Argentina podría estar en el top de exportadores de energía. En el real, no logran construir un gasoducto”, dice un miembro de una importante delegación extranjera en el país, en diálogo con LA NACION.
Esa “importante disociación” la encuentran otros diplomáticos también en el pedido de Cancillería de más inversiones o más exportaciones “cuando hay trabas para invertir o cepo y retenciones para exportar productos del agro”.
Por su lado, la desconfianza y la prescindencia quedaron al desnudo como nunca la semana pasada en una cumbre del Mercosur dominada por la negociación por parte de Uruguay de un tratado de libre comercio con China.
Pese a los esfuerzos de Mario Abdo Benítez, ni Alberto Fernández, ni Luis Lacalle Pou, ni Jair Bolsonaro mostraron mucho interés por sacar al bloque de su largo letargo. Los tres están atrapados por las necesidades domésticas y las contingencias de un mundo que obliga a los países menos centrales a improvisar soluciones y equilibrios precarios para alimentar sus economías. Ninguno puede hoy tirar la primera piedra ni culpar al otro de boicotear hoy el bloque, que alguna vez fue mirado como modelo a seguir por otras regiones del mundo.
En este caso, no es que la Argentina se haya vuelto innecesaria; es el Mercosur el que se tornó prescindible para Brasil y Uruguay. Y ambos, pese a sus cuestionamientos mutuos, se unen para responsabilizar a la Argentina.
“El Mercosur perdió importancia estratégica para Uruguay. Brasil es de por sí nuestro segundo socio comercial. Asia Pacífico, por otro lado, es donde se da todo hoy. Y allí el Mercosur no tiene agenda porque la Argentina está más en los 70 que el siglo XXI”, dice, desde Montevideo, Ignacio Bartesaghi, director del Instituto de Negocios Internacionales de la Universidad Católica de Uruguay.
Para Bartesaghi, la Argentina demás comparte responsabilidad con Brasil en la pérdida de dinamismo e influencia del Mercosur. “Es imperdonable que Fernández y Bolsonaro no se hayan hablado” durante tanto tiempo, señala en diálogo con LA NACION.
Con igual crudeza, Alberto Pfeifer, del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Pablo, advierte que la Argentina se convirtió para el gobierno de Brasil en un “estorbo” y, a la vez, en una fuente de suspicacia. “El Mercosur está empantanado por la relación entra la Argentina y Brasil. Por su lado, Brasil mira hacia afuera y la Argentina mira hacia adentro”, dice en diálogo con LA NACION.
3- Relaciones peligrosas
Pfeifer cree que esa política aperturista de Brasil poco cambiará si, en octubre, Luiz Inacio Lula da Silva derrotara a Bolsonaro en las elecciones presidenciales y añadiera un motivo de preocupación para Brasil. “La Argentina es un elemento de inestabilidad y genera inquietud por su relación con China, que es una relación intestina, visceral. La relación de Brasil con China es más técnica”, opina Pfeifer.
La naturaleza de la relación entre Buenos Aires y Pekín, más que el lazo en sí mismo, es también motivo de suspicacias para otros socios.
Para unos Estados Unidos que apenas disimulan ya su falta de interés por la región, la seguridad estratégica es más determinante que el comercio, las inversiones o incluso la estabilidad alimentaria global.
“Hoy entre la Argentina y Estados Unidos hay grandes coincidencias sobre energías renovables y el rol de ambos países en la crisis alimentaria. Incluso se entiende la magnitud del lazo comercial entre la Argentina y China. Pero tener una base china en la Argentina [en Neuquén] y un eventual puerto [en Ushuaia] son temas muy sensibles. Se puede mantener una neutralidad [entre Estados Unidos y China] y a la vez se puede evitar tocar los intereses neurálgicos de Estados Unidos”, advierte, en diálogo desde Washington con LA NACION, Cindy Arnson, miembro distinguida del Wilson Center.
La relación entre China y la Argentina inauguró un capítulo nuevo y sensible en febrero pasado cuando el país se incorporó a la Ruta de la Seda. En la carta de adhesión, China promete miles de millones de dólares de inversiones, sobre todo para proyectos de infraestructura. Es una promesa que a la Argentina le vendrá bien, no solo por la escasez de divisas sino porque China no realiza inversión alguna en el país desde 2020. ¿Será que la Argentina tampoco es muy importante ya para la superpotencia favorita del oficialismo?
4- Democracia y deportes
El declive económico, la poca capacidad militar, el desgaste en las relaciones de la Argentina con sus socios, todo atenta contra su poder relativo y contra la necesidad y el interés que tiene el mundo por el país y, en definitiva, contra lo que está dispuesto a hacer por él.
Si el “poder duro” sufrió, también lo hizo, en los últimos años, el “poder suave”, la capacidad de la Argentina de atraer por sus valores, su reputación, su cultura, sus rasgos.
Lentamente, la polarización, la crisis política, la postura respecto de las dictaduras de la región y la ambigua defensa de los derechos humanos se conjugan para limar la imagen de la Argentina como una de las mayores abanderadas, como un faro de la era democrática de América Latina.
“El declive de la democracia ante regímenes populistas y autocráticos es marcado en la región. Solo se salva Uruguay. Pero la Argentina, Chile y Costa Rica se han ido deslizando hacia abajo”, advierte, en diálogo con LA NACION desde Santiago de Chile, Marta Lagos, fundadora de Latinobarómetro, la consultora que, año tras año, analiza el estado de salud de la democracia latinoamericana.
En la “marca país”, sin embargo, persiste una disciplina que sí proyectó a la Argentina al mundo al punto de convertirla en potencia: el deporte.
En el índice de “poder suave” elaborado cada año por la consultora BrandFinance, en base a entrevistas con público general y especialistas, la Argentina sobresale por su “liderazgo en deportes”. En las otras categorías–valores, educación y ciencia, gobernanza, familiariedad, reputación, negocios y comercio, relaciones internacionales-, el país se ubica entre los puestos 30 y 50 de un ranking de unos 120 países. En deportes, ocupa el 6° puesto.
Pero claro, mientras Lionel Messi y la selección de fútbol alimentan la imagen del país, la Argentina se congela en el medallero de los Juegos Olímpicos, la vara más precisa para evaluar el desarrollo integral del deporte de una nación. Hace más de 70 años que la Argentina no obtiene más de seis medallas en unos juegos; en las últimas tres ediciones, fueron incluso cuatro o menos. Otro caso más de excepcionalismo en medio de la debacle.
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