Que los republicanos vengan a Ucrania a ver lo que yo vi: la hora más crítica de un país al borde del abismo
Las fuerzas rusas continúan martillando contra la población civil mientras los legisladores republicanos retacean cada vez más el apoyo de Estados Unidos
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KIEV.- Me gustaría que Mike Johnson, presidente de la Cámara de Representantes del Congreso norteamericano, y los demás republicanos que baten el parche con “hacer grande a Estados Unidos otra vez” y vienen frenando la ayuda que desesperadamente necesita Ucrania, vean lo que yo acabo de ver en este lugar.
Me habría gustado especialmente que hubiesen estado conmigo el miércoles pasado en Dnipro, esa pujante ciudad de un millón de habitantes en el este de Ucrania: de haber estado allí, tal vez tendrían menos ganas de traicionar al pueblo de Ucrania en su desesperada lucha de supervivencia contra un invasor bárbaro.
El día empezó tempranito, a las 5.15, cuando sonaron las sirenas antiaéreas. Arrancado de mi sueño, bajé a los tumbos al refugio antibombas del hotel junto al resto de la delegación de analistas políticos y exfuncionarios de gobierno norteamericanos invitados a Ucrania por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Estábamos en Ucrania para testimoniar el importante trabajo que hacen para ayudar a los millones de desplazados por la guerra.
Esa mañana, durante las horas que pasamos en ese refugio antiaéreo, entendí por qué hay tantos que fueron forzados a abandonar sus hogares: Vladimir Putin sigue castigando deliberadamente los objetivos civiles con la esperanza de quebrar la voluntad de resistencia de los ucranianos. Tan solo el miércoles, los rusos lanzaron 64 drones y misiles sobre Ucrania. La mayoría fueron interceptados, pero algunos no. Un par de días después, vimos los destrozos en un edificio de departamentos de Kiev donde murieron cuatro personas, otras 39 resultaron heridas, y todos los demás vecinos quedaron desalojados.
En Dnipro, visitamos un edificio de departamentos donde habían muerto más de 64 personas durante un ataque previo de misiles rusos. Desde la calle, vimos la fantasmal presencia de la ropa todavía colgando en el ropero del último piso, visible porque toda la pared del frente del edificio había desaparecido. Otros misiles rusos impactaron en hospitales, escuelas y centros comerciales de la zona: son objetivos sin valor militar cuya destrucción representa un crimen de lesa humanidad.
Bombardeo permanente
La situación es todavía más lúgubre en Kharkiv, la segunda ciudad más grande de Ucrania, situada a apenas 36 kilómetros de la frontera con Rusia, donde los bombardeos de cohetes rusos de corto alcance no se detienen un instante. El mejor hotel de la ciudad, otrora el favorito de los periodistas y trabajadores humanitarios occidentales, fue destruido el 30 de diciembre. La mayoría de los comercios siguen abiertos, pero muchos han tapiado sus vidrieras con madera.
Visitamos una “escuela subte” que funciona bajo tierra, porque el peligro es demasiado grande para que los chicos asistan a sus escuelas habituales. De hecho, la gran mayoría de los alumnos de la ciudad están obligados a ese purgatorio pedagógico que es el aprendizaje online. El ingenio de los ucranianos para reconvertir cinco estaciones de subte en escuelas me dejó maravillado, pero que se vieran obligados a hacerlo también me dejó desolado.
En la zona norte de Kharkiv, el barrio de Saltivka fue bombardeado sin descanso por los rusos durante seis meses de 2022: no queda un edificio sano. Antes hogar de 40.000 habitantes, el barrio es hoy un pueblo fantasma. Una de las pocas vecinas que quedan, una anciana llamada Nadiia, no podía parar de llorar mientras me contaba la llegada de los rusos, hace casi dos años. “No sabía qué hacer. Las balas nos pasaban rozando”, recuerda la mujer. “Yo no paraba de rezar”.
Ojalá hubiera podido reconfortarla y decirle que ahora está a salvo, pero la evidencia a mi alrededor sugería todo lo contrario. Apenas el mes pasado, un cohete ruso derribó otro edificio cercano. Y los habitantes de Kupyansk, a solo 130 kilómetros, en estos días también tuvieron que abandonar sus casas: los rusos están concentrando fuerzas para atacar la ciudad, con la esperanza de volver a ocupar el territorio que los ucranianos recuperaron en octubre de 2022.
Cuando estuve en Ucrania en mayo pasado, el optimismo flotaba en el aire. Los ucranianos se preparaban para una gran contraofensiva destinada a expulsar a los invasores del sur del país y acortar la guerra. Pero al final la contraofensiva fracasó, y la guerra sigue y sigue, sin final a la vista y a punto de ingresar en su tercer año. Mientras tanto, Putin movilizó más tropas, puso su economía en pie de guerra, y consiguió armas de Irán y Corea del Norte. Ucrania no logra seguirle el ritmo. “La gente está muy cansada”, dice Oleh Kiper, gobernador de la región de Odessa. “No entiende hacia dónde vamos”.
En la fachada de “unidad en tiempos de guerra” de los ucranianos ya empiezan a aparecer las primeras grietas. El jueves, mientras iba en tren de Kharkiv a Kiev, el presidente Volodimir Zelensky echó al popular comandante de sus Fuerzas Armadas, el general Valery Zaluzhny.
La relación entre ambos era tensa desde hace tiempo. Zaluzhny fue reemplazado por el general Oleksandr Sirski, excomandante de las fuerzas terrestres, que es menos popular entre las bases pero se lleva mejor con el presidente. El cambio de comandantes era una jugada arriesgada, pero la salida de Zaluzhny al menos fue manejada con dignidad.
Tropas y municiones
De todos modos, sin importar quién dirija el Ejército, Ucrania enfrenta dos problemas de base: escasez de tropas y escasez de municiones. Lo primero es obra de la propia Ucrania: tiene que movilizar a más soldados y dar respiro a los que llevan dos años luchando ininterrumpidamente. Pero los hombres ya no van corriendo a ofrecerse como voluntarios como en los primeros días de la guerra, y la ampliación del servicio militar obligatorio sería impopular y muy costosa.
Así que Zelensky fue dilatando la situación, desatando quejas en las unidades de la primera línea frente, que no tienen suficientes tropas para frenar el embate de los rusos. El presidente resistió la recomendación de Zaluzhny de movilizar a unas 500.000 tropas adicionales.
Ahora, finalmente el Parlamento ucraniano está avanzando con un proyecto de ley para ampliar el servicio militar obligatorio, pero entrenar a los nuevos reclutas llevará tiempo.
La escasez de armas, en cambio, es culpa de Occidente. Sumados, los países occidentales son mucho más grandes que Rusia, tanto en población como en riqueza, pero no han escalado su producción de armamento tan rápido como lo hizo Moscú. Ucrania está aumentando su producción interna, en especial de drones, pero alcanzar el nivel de producción que necesita le llevaría años.
Además, Ucrania enfrenta una alarmante escasez de municiones: actualmente, las fuerzas rusas lanzan cinco proyectiles de artillería por cada proyectil disparado por los ucranianos. Si esta disparidad no es compensada pronto, las líneas de frente ucranianas podrían desmoronarse. Por eso es tan importante que Estados Unidos aporte los 60.000 millones de dólares en ayuda, gran parte de la cual, hay que recordarlo, será destinada a empresas de la industria de defensa norteamericana.
La Unión Europea acaba de comprometer 54.000 millones de dólares de ayuda financiera para Kiev, y hay que admitir que actualmente los países europeos están proporcionando mucha más ayuda en general que Estados Unidos. Pero Europa no está en condiciones de satisfacer las urgentes necesidades militares de Ucrania sin la ayuda de Estados Unidos.
Si en breve Estados Unidos no da un paso adelante, Ucrania no solo se quedará sin municiones de artillería, sino también sin defensa antiaérea. En consecuencia, habría más destrucción en las ciudades ucranianas, una nueva crisis de refugiados, y se frenaría la incipiente recuperación económica del país.
El éxito inesperado de Ucrania en la batalla por el Mar Negro logró reabrir esa crucial ruta marítima. Como pudimos comprobar durante nuestra visita a Odessa, los tres puertos de esa región casi han vuelto a los niveles de exportaciones anteriores a la guerra.
Por su parte, el Banco Nacional de Ucrania pronostica un crecimiento económico del 3,6% para este año, pero esas proyecciones se harán humo si Ucrania no logra salvaguardar sus principales centros urbanos de los ataques aéreos de los rusos. Los ucranianos no se dan por vencidos, por más que las encuestas muestren que una pequeña pero creciente minoría —alrededor del 20% en diciembre, frente al 10% de mayo— está dispuesta a hacer concesiones territoriales a los rusos con tal de alcanzar la paz.
Envalentonado por la creciente oposición republicana a ayudar a Ucrania, Putin, por supuesto, no muestra el menor interés por llegar a un acuerdo, a pesar de su amague en esa dirección durante su entrevista de la semana pasada con Tucker Carlson. Por lo tanto, la matanza continúa.
“La gente está traumatizada, pero no tenemos opción”, nos dijo en Kiev la viceministra de Relaciones Exteriores ucraniana, Iryna Borovets. “La nuestra es una lucha por la supervivencia… Si ganan los rusos, habrá un genocidio”. Un funcionario regional de Dnipro resumió concisamente el estado de ánimo nacional: “Estamos cansados, pero no agotados”.
Golpe psicológico
Muchos ucranianos nos dijeron que en parte siguen luchando porque saben que no están solos: cuentan con el apoyo de Occidente. Si Estados Unidos los abandonara, sería, entre otras cosas, un golpe psicológico devastador.
Todavía hay tiempo para que la Cámara de Representantes del Congreso norteamericano haga lo correcto y apruebe el paquete de ayuda que finalmente parece avanzar en el Senado. Pero no está claro si Mike Johnson, presidente de la Cámara Baja y esclavo del expresidente Donald Trump y sus extremistas de “hacer grande a Estados Unidos otra vez”, siquiera votará el proyecto de ley en general.
Ahora que tiene que tomar la decisión más trascendental de su carrera política, Johnson debería viajar a Ucrania para conocer a las personas cuyas vidas y cuya libertad tiene en sus manos.
Cada vez que viajo a Ucrania quedo impresionado por la resiliencia de su pueblo y vuelvo enfurecido por la agresión constante de Putin. Me imagino que Johnson, que dice ser un cristiano muy devoto, se conmovería igual que yo por el sufrimiento de los ucranianos... y por sus ruegos de más ayuda norteamericana.
Pero Johnson nunca estuvo en Ucrania desde que Rusia la invadió, y tampoco ha anunciado que tenga planes de visita. Y eso me preocupa, porque es mucho más fácil apuñalar a alguien por la espalda si nunca estuviste dispuesto a mirarlo a los ojos.
Max Boot
Traducción de Jaime Arrambide
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