Salvo Chile y Uruguay, el de los exmandatarios condenados es un mal que recorre la región; el presente de los diferentes exjefes de Estado y el debate sobre los sueldos que les corresponden
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Relegado de poder, el futuro de Alberto Fernández, quien había anunciado que después de abandonar la Casa Rosada dejaría la Argentina y se radicaría por un tiempo en España para volver a la docencia, sigue en el foco de dudas y especulaciones. Fernández no tiene apuro en conseguir un nuevo trabajo: como todos los expresidentes argentinos, tiene acceso a una pensión vitalicia equivalente a la remuneración de los jueces de la Corte Suprema, algo más de tres millones de pesos.
La vida pospresidencial que Fernández parece haber elegido es bastante diferente a la de sus dos antecesores, Mauricio Macri y Cristina Kirchner, quienes se han mantenido estrechamente vinculados a la política local. Sin ir más lejos, el fundador de Pro y actual presidente ejecutivo de la FIFA jugó un rol clave en el último tramo de la campaña de Javier Milei, mientras que la líder de Unión por la Patria ejerció hasta el 10 de diciembre como vicepresidenta del mandatario que ella misma había elegido como candidato en 2019, y con quien terminó enfrentada. La duda ahora recae sobre su futuro judicial; la expresidenta, condenada en una causa de corrupción, ya no está protegida por los fueros.
Lo que sucede en la Argentina es apenas una muestra de una tendencia regional: son minoría los expresidentes que se dedican a la actividad privada, mientras que en general siguen vinculados a la política, ya sea de manera directa (a través de nuevos cargos o la búsqueda de una reelección) o indirecta, a través de la elección de “delfines” o herederos.
Rut Diamint, profesora de Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT), menciona que “la permanencia en el poder no es sólo un fenómeno latinoamericano”, pero que en la región “sucede más porque la limitada institucionalidad permite dibujar normas que permiten sucesiones, modificaciones constitucionales y el descrédito de la legalidad existente”.
Para Javier Corrales, profesor de Ciencia Política de Amherst College, el rol “prepotente” de los expresidentes en la política, tanto en el caso de que su partido siga en el oficialismo como si cruzan a la oposición, representa el “nuevo caudillismo latinoamericano”.
“Los gobiernos por lo general cuando hay expresidentes en el horizonte buscan su apoyo, o el modo de marginarlos o sobrevivirlos”, plantea en diálogo con LA NACION. En ese sentido, menciona que a veces las causas judiciales contra los expresidentes surgen como una estrategia para sacarlos del plano, más allá de la existencia o no de delitos.
“Si la división de poderes funcionara correctamente, habría más respeto por las decisiones judiciales, pero muchos ven a una justicia revanchista, atada a un poder de turno, y utilizan o politizan la justicia para eliminar adversarios políticos”, señala en ese sentido Diamint.
Sobre este mal que recorre a la región –el de los expresidentes condenados- hay apenas dos excepciones: Chile y Uruguay. “Son dos ejemplos de excepciones en América Latina en varios sentidos: son dos de las tres democracias más consolidadas de la región; ambos tienen instituciones fuertes, bajo índice de corrupción y una opinión pública que, más allá de las diferencias, celebra los diálogos entre exmandatarios de distintos colores políticos”, dice Clarisa Demattei, investigadora del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad Católica Argentina (UCA).
Por lo pronto, algunos mandatarios tienen más urgencias que otros para conseguir un nuevo empleo cuando dejan el poder. Es que, en la mayoría de los países latinoamericanos los expresidentes tienen garantizada una pensión vitalicia, una situación no exenta de polémica. De hecho, en México, Brasil y Uruguay es un beneficio que fue eliminado.
Bolivia
Aunque disponen de una pensión de por vida de unos 10 salarios mínimos por mes (3420 dólares), muchos expresidentes bolivianos se han mantenido activos políticamente tras dejar el cargo, y en algunos casos se han intentado aferrar a éste, incluso acudiendo a métodos inconstitucionales.
Sin ir más lejos, la última expresidenta, Jeanine Áñez (2019-2020), está presa por su papel en el golpe de Estado contra su antecesor, Evo Morales (2006-2019), quien había renunciado al cargo y abandonado el país bajo amenazas de las Fuerzas Armadas luego de intentar asegurarse un cuarto mandato pese a que la Constitución boliviana lo prohíbe. Pero no se apartó totalmente del poder: desde la Argentina, donde estuvo exiliado un año, ofició como jefe de campaña del actual presidente, Luis Arce, con la esperanza de prolongar su enorme influencia.
Sin embargo, la relación entre ambos se deterioró rápidamente hasta el punto en que Morales llegó a hablar de traición. “Así es el delfinismo: a veces vienen amoríos eternos y en otros una pelea mortal, como en Bolivia”, dice Javier Corrales.
Más allá de estos dos casos complicados, otros antiguos mandatarios también se han reinventado en el ámbito público. Carlos Mesa (2003-2005) se presentó como candidato en las últimas elecciones, aunque perdió contra Arce, mientras que Jaime Paz Zamora (1989-1993) se postuló sin éxito en dos ocasiones después de dejar la presidencia. Eduardo Rodríguez Veltzé (2005-2006) se desempeñó como agente de Bolivia ante la Corte Internacional de Justicia hasta 2019 y Jorge Tuto Quiroga (2001-2002), que pertenece al foro de líderes de centroderecha Grupo Libertad y Democracia, firmó la semana pasada una carta contra el régimen de Maduro junto a decenas de otros exmandatarios de la región, incluido Mauricio Macri.
Brasil
En Brasil, los presidentes desde el regreso de la democracia en general se mantuvieron ligados al poder y debieron enfrentar causas judiciales. El caso más claro es el del actual mandatario, Luiz Inácio Lula da Silva, quien, sin posibilidad de una tercera elección consecutiva, eligió en 2010 a una heredera dentro del Partido de los Trabajadores: Dilma Rousseff. Entre 2018 y 2019, Lula estuvo preso por una causa de corrupción durante un año y medio, periodo en el cual designó a otro “delfín” para las presidenciales, Fernando Haddad, quien cayó frente al ultraderechista Jair Bolsonaro. En 2021, tras la revocación de los fallos en su contra, Lula recuperó sus derechos políticos y los usó: se lanzó a la presidencia para evitar la reelección de Bolsonaro. El 1° de enero de este año comenzó su tercer mandato.
Pero Lula no fue el único a quien le costó soltar su influencia en la política. José Sarney (1985-1990) y Fernando Collor de Mello (1990-1992), quien cayó por una causa de corrupción y fue inhabilitado para ejercer cargos públicos por ocho años, fueron senadores. El año pasado, Collor de Mello se postuló para gobernador de Alagoas, pero perdió, en unas elecciones en las que apoyó a Bolsonaro. Ahora, alejado de los cargos públicos, enfrenta la posibilidad de ir preso por el Lava Jato.
Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), el padre del plan real, se dedicó al mundo académico (como dicen sus memorias, fue “un intelectual en la política”), y sigue siendo presidente honorífico de su Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB). Una voz todavía influyente, el año pasado apoyó a Lula –histórico rival del PSDB- en la segunda vuelta.
Rousseff (2011-2016), destituida por maquillar las cuentas públicas, se postuló al Senado dos años después de dejar el poder, pero no lo logró, y recobró protagonismo el año pasado, en la campaña de Lula, quien al asumir la envió a China como presidenta del banco de los Brics. Su exvice y sucesor, Michel Temer (2016-2018), estuvo detenido en 2019 –por apenas días- por una causa de corrupción. Fuera de los focos de la política, en junio pasado se conoció que había sido contratado como lobista por Google.
Aunque sigue muy activo en la política con declaraciones e incluso con su viaje a la asunción de Milei, Bolsonaro (2019-2022) fue inhabilitado para participar de elecciones por ocho años, tras una condena por abuso de poder político, por lo que también deberá elegir a un delfín para 2026. ¿Será su mujer, Michelle Bolsonaro? En su paso por Buenos Aires, el expresidente rechazó esa versión.
Bolsonaro también enfrentó este año una polémica por sus gastos. En Brasil, los expresidentes no reciben una pensión especial, pero por ley tienen derecho, de por vida, a ocho empleados pagados por el Estado: cuatro agentes de seguridad, dos choferes con autos oficiales, y dos asesores personales, además de gastos de viajes, hoteles y viáticos. Según el diario O Globo, en su estadía de tres meses en Estados Unidos a comienzos de año, Bolsonaro gastó unos US$150.000 de las arcas públicas, casi el doble de lo que usó la siguiente en la lista en el mismo periodo, Dilma Rousseff (unos US$80.000).
Chile
En Chile, aun fuera de los cargos públicos, los expresidentes mantienen un rol institucional, una alta popularidad (Michelle Bachelet y Sebastián Piñera están entre los diez políticos mejor valorados) y son una voz de peso. Este año, los cuatro expresidentes vivos firmaron junto a Gabriel Boric una carta por los 50 años del golpe de Estado. Y, antes del plebiscito del domingo sobre la nueva Constitución –redactada con una fuerte influencia de la derecha-, los cuatro hicieron público su voto: Ricardo Lagos y Bachelet en contra; Eduardo Frei (desmarcándose de su partido) y Piñera, a favor.
Nuestra Presidenta, Michelle Bachelet, anuncia su voto #EnContra de una propuesta que NO nos une como país. #ChileEnContra @mbachelet pic.twitter.com/I4a3xuClxB
— Partido Socialista de Chile (@PSChile) November 16, 2023
Los expresidentes chilenos cobran una pensión vitalicia similar a la de un senador -de unos 8000 dólares-, a lo que se suman costos de traslados y funcionamiento de oficinas por un promedio de 11.000 dólares. La nueva propuesta de Constitución contempla que esos beneficios continúen, mientras que la Carta Magna rechazada en 2022 planteaba su eliminación. Este año, además, dos legisladores presentaron un proyecto para modificar la dieta. “Ningún expresidente necesita recibir mensualmente cerca de $20 millones (20.000 dólares) para vivir”, dijo uno de los impulsores de la iniciativa. El debate probablemente se profundizará cuando Boric deje el cargo en 2026, con apenas 40 años.
En cuanto a sus vidas después de La Moneda, los mandatarios suelen optar por el ámbito privado y no gubernamental, aunque también aprovechan su período pospresidencial para hacer campaña por otro mandato.
Eduardo Frei (1994-2000) fue senador e intentó volver a la presidencia en 2010. Cuando dejó el Parlamento, Bachelet lo designó embajador extraordinario para Asia-Pacífico, su último cargo público, que ocupó hasta 2022. Ricardo Lagos (2000-2006) se abocó a la vida académica e intelectual en Chile y el exterior, y en 2017 se volvió a acercar a la política como precandidato presidencial para las primarias del progresismo, pero se retiró.
Entre sus dos mandatos, Bachelet moldeó un perfil internacional como la primera directora de ONU Mujeres, cargo al que renunció en 2013 para dedicarse a su nueva campaña. Y en 2018, tras su segundo mandato, fue elegida como Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, rol que cumplió hasta el año pasado, cuando regresó a Chile. Piñera se dedicó a la Fundación Futuro entre sus dos mandatos y ahora sigue en el mundo de los think tanks, pero con mirada regional, junto a otros expresidentes conservadores de la región, como Mauricio Macri. Este año viajó con Boric a la asunción de Santiago Peña en Paraguay, en momentos en que el mandatario izquierdista enfrentaba varios desafíos. “La situación de Chile es muy grave (…) y yo por eso como expresidente siempre voy a colaborar para que haya un buen diálogo y buenos acuerdos”, dijo. La cordialidad se terminó la semana pasada, cuando cuestionó públicamente cómo Boric aborda la crisis de la inseguridad en Chile y recibió una dura respuesta.
Colombia
En Colombia, los últimos dos expresidentes se pasaron al sector privado tras dejar el cargo. Iván Duque (2018-2022), que hasta que cumpla 50 años no puede acceder a la pensión vitalicia —de entre 5200 y 8400 dólares—, trabaja para el Woodrow Wilson Center de Estados Unidos, donde gana 10.000 dólares por mes, y está activo en algunos foros internacionales, mientras que Juan Manuel Santos (2010-2018) da clases en la Universidad de Harvard y en la Universidad Nacional de Colombia y es miembro de la junta de la Fundación Rockefeller.
No ha sido el caso de Álvaro Uribe (2002-2010), quizá el presidente vivo más influyente de Colombia, quien se mantuvo muy activo después de dejar el cargo. Apoyó la elección de Santos, aunque después se convirtió en su principal opositor. Fue elegido senador para el periodo 2014-2018 por el partido Centro Democrático, que él mismo fundó y con el que lideró la “resistencia civil” en contra de los acuerdos de paz con las FARC-EP, haciendo campaña por el “No” en el plebiscito de 2016.
Los otros tres expresidentes vivos, César Gaviria (1990-1994), Ernesto Samper (1994-1998) y Andrés Pastrana (1998-2002), también mantuvieron algún vínculo con la política. El primero es el actual presidente del Partido Liberal Colombiano (PLC) y fue secretario general de la OEA entre 1994 y 2004; el segundo, después de 20 años alejado de la palestra pública, fue elegido para presidir la Unasur hasta 2019; y el tercero, actual líder del partido Nueva Fuerza Democrática, residió un tiempo en España al terminar su mandato, pero volvió al país para enfrentar sin éxito los intentos reeleccionistas de Uribe.
Ecuador
En Ecuador, la mayoría de los expresidentes se enfrentaron a opciones poco felices al dejar de poder: la cárcel o el exilio, aunque eso no significaba abandonar la política.
Esta situación obligó a cambiar la Ley Orgánica de Servicio Público (Losep) que establece para los expresidentes y exvicepresidentes una pensión mensual equivalente al 75% del sueldo que tenían durante su mandato. El año pasado, excluyeron del beneficio a los mandatarios que fueron destituidos o condenados por una serie de delitos.
Guillermo Lasso (2021-2023), quien dejó el poder el mes pasado de manera anticipada, recibe, por ejemplo, la pensión más alta, de 3804 dólares, que, según dijo, donará a obras sociales. Además, días antes de abandonar el Palacio de Carondelet, firmó un decreto que establece que el Estado debe brindarles seguridad a él y a su esposa por dos años, y al vicepresidente y su esposa por un año, tanto dentro como fuera del país, una medida similar a la de Alberto Fernández.
Hoy, tres de nueve expresidentes vivos están fuera del país. Jamil Mahuad (1998-2000), quien fue derrocado después de dolarizar la economía y desde entonces vive en Estados Unidos, es profesor de Harvard. “Yo estoy fuera de mi país hace 23 años porque Correa ordenó a los jueces que reabrieran un proceso que me hicieron por haber aplicado el corralito, que no es un delito”, dijo este año a LA NACION, sobre una sentencia de ocho años de prisión en su contra.
Rafael Correa (2007-2017) se fue a vivir a Bélgica –de donde es su mujer- el mismo año que dejó su cargo. En 2020, fue condenado a ocho años de prisión e inhabilitación política en un caso de corrupción y dos años después obtuvo asilo político en Bruselas. A casi 10.000 kilómetros de su país, no deja de manejar los hilos de la política ecuatoriana. En todas las elecciones puso a un candidato: con el único que alcanzó la presidencia, Lenín Moreno, terminó peleado. Moreno (2017-2021), en tanto, vive en Paraguay, donde trabaja como comisionado de la Organización de Estados Americanos (OEA) en temas de discapacidades. Debe presentarse mensualmente en la Embajada de Ecuador en Asunción, y cada cuatro meses en Quito, porque está procesado en una causa de sobornos.
Abdalá Bucaram (1996-1997), quien fue presidente por apenas seis meses y fue destituido por “incapacidad física y mental”, estuvo exiliado cuatro veces en Panamá mientras lo perseguían más de 50 causas. En 2017, finalmente pudo volver definitivamente a su país con las causas ya prescritas y ahora no descarta postularse a la presidencia en 2025.
Después de ser destituido, Lucio Gutiérrez (2003-2005) se exilió en Brasil, en Estados Unidos y en Colombia, pero luego regresó a Ecuador y estuvo detenido un año. Desde que salió de la cárcel, intentó tres veces obtener la presidencia y este año finalmente consiguió una banca en la Asamblea Nacional. Su exvice, Alfredo Palacio (2005-2007), se dedica a ejercer la medicina en forma privada. Osvaldo Hurtado (1981-1984) y Rodrigo Borja (1988-1992) vivieron sus pospresidencias entre la política y la vida académica.
México
De los últimos cinco presidentes mexicanos, también tres se radicaron en el exterior, aunque por motivos totalmente diferentes. Ernesto Zedillo (1994-2000) se fue a Estados Unidos para ejercer la docencia en la Universidad de Yale, mientras que Carlos Salinas Gortari (1988-1994), tildado de corrupto, abandonó el país dos días después de que su hermano fuera arrestado por tráfico de influencias, evasión fiscal y la autoría intelectual del asesinato de un gobernador. También vivió en Cuba y Canadá, para afincarse finalmente en Irlanda, país que no tiene un tratado de extradición con México.
La historia de Enrique Peña Nieto (2012-2018), uno de los presidentes más impopulares de los últimos tiempos, es menos clara. Durante mucho tiempo se desconocieron detalles sobre su paradero hasta que en 2020 El País reveló que obtuvo una visa dorada para instalarse en España, en donde compró un local comercial en Madrid por un valor superior a 500.000 dólares. Sin embargo, Peña Nieto, con investigaciones abiertas por lavado de dinero y enriquecimiento ilícito, ha desmentido que viva en España.
Felipe Calderón (2006-2012) también vivió en el exterior, pero sólo por un año, para cursar una beca de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy en Estados Unidos. Hoy lidera la agrupación “México Libre” junto a su esposa, la diputada Margarita Zavala, cuya solicitud para ser partido político fue impugnada en 2020 por falta de transparencia en los recursos de financiamiento.
Ninguno de los expresidentes goza de una pensión vitalicia ya que Andrés Manuel López Obrador las eliminó tras su llegada al poder en 2018, argumentando que su gobierno sería austero.
Paraguay
Sancionado por Estados Unidos por “significativamente corrupto” y por sus supuestos vínculos con Hezbollah, investigado en Paraguay por lavado de dinero y enriquecimiento ilícito y acusado de instigar el crimen del fiscal Marcelo Pecci, el empresario Horacio Cartes (2013-2018) ha tenido que sortear numerosos obstáculos desde que dejó la presidencia en 2018. Pero a pesar de sus vaivenes con la justicia, sigue siendo uno de los exdirigentes más influyentes del país. Este año asumió la presidencia del Partido Colorado y jugó un papel importante en la llegada de su delfín, Santiago Peña, al poder.
Cartes no es el único expresidente paraguayo que ha tenido problemas con la justicia. Raúl Cubas Grau (1998-1999) se exilió en Brasil después de renunciar al cargo en medio de acusaciones de conspirar para el asesinato de su vicepresidente, Luis María Argaña, mientras que, su sucesor, Luis Ángel González Macchi (1999-2003), fue condenado a seis años de prisión por el presunto origen ilegítimo de fondos depositados en una cuenta numerada en Suiza. Aunque más tarde apeló la sentencia y quedó libre de todos los cargos.
En la política se mantuvieron el destituido Fernando Lugo (2008-2012), quien ejerció como senador del Frente Guasú hasta 2023, y Nicanor Duarte Frutos (2003-2008), quien ofició como embajador de Paraguay en la Argentina entre 2013 y 2016 y ahora dirige la Entidad Binacional Yacyretá. El último expresidente, Mario Abdo Benítez (2018-2023), ha mantenido un perfil bajo desde que entregó la posta a Peña en agosto. Comparte fotos y videos en sus redes cocinando o abrazando a sus perros.
Perú
Francisco Sagasti (2020-2021) es el único expresidente peruano vivo que no terminó encarcelado o procesado por delitos cometidos en el ejercicio del cargo. Pedro Castillo (2021-2022) cumple actualmente dos condenas en prisión de Barbadillo de 18 y 36 meses por el delito de rebelión y por liderar una presunta red criminal luego de un intento fallido de autogolpe. En la misma cárcel permanece recluido de forma preventiva y a la espera de su juicio Alejandro Toledo (2001-2006), quien fue extraditado desde Estados Unidos este año, acusado de haber recibido más de 25 millones de dólares de la constructora brasileña Odebrecht a cambio de ayuda para obtener contratos de obras públicas.
Barbadillo se ha convertido en un destino popular para los exmandatarios peruanos. Alberto Fujimori (1990-2000), con 85 años, fue liberado de esta cárcel la semana pasada después de ser condenado hace 16 años por abusos contra los derechos humanos. Ollanta Humala (2011-2016) también pasó por allí nueve meses luego de entregarse voluntariamente en 2017, acusado de lavado de activos y de asociación ilícita para delinquir en el caso Lava Jato. Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018) se salvó del traslado al infame penal, aunque estuvo bajo arresto domiciliario luego de ser procesado por las presuntas transferencias de dinero de Odebrecht a sus empresas.
Ni Martín Vizcarra (2018-2020) ni Manuel Merino (2020) fueron a prisión, pero ambos tuvieron problemas con la Justicia. Merino, que tiene 10 efectivos a disposición y que pide que el Congreso pague su movilidad a pesar de haber ejercido como presidente por tan sólo cinco días, fue denunciado penalmente por los delitos de homicidio calificado, abuso de autoridad y lesiones, después de que dos jóvenes murieran durante las protestas que tuvieron lugar durante su breve mandato. Vizcarra, por su parte, se encuentra inhabilitado desde 2021 para ejercer la función pública por diez años tras el juicio político en su contra por infracciones a la Constitución cometidas en el marco del caso “Vacunagate”.
Quienes asumieron por sucesión constitucional, como Merino y Sagasti, no reciben la pensión vitalicia de aproximadamente 4100 dólares que pueden solicitar los exmandatarios peruanos al Congreso. También están excluidos de ese beneficio los que hayan sido condenados, como Fujimori. Además, existe un proyecto para que se derogue dicha ley.
Uruguay
Además del rol institucional de los expresidentes (este año, los tres exmandatarios vivos acompañaron a Luis Lacalle Pou en los actos por los 50 años del último golpe de Estado) y de que ninguno de ellos enfrentó una condena judicial, hay otro punto en común entre Chile y Uruguay: en ninguno de esos países se permite la reelección consecutiva, por lo que a veces los ex jefes de Estado usan su capital político para intentar volver al poder. Pero también hay una diferencia crucial: desde 1996, los expresidentes uruguayos deben jubilarse por el mismo régimen que cualquier trabajador (a partir de los 60 años, con 30 de aportes como mínimo). José “Pepe” Mujica, por ejemplo, se jubiló en 2018 con un ingreso de unos 1800 dólares por mes.
Aunque Julio María Sanguinetti (1985-1990 y 1995-2000) y Mujica (2010-2015) tienen orígenes políticos muy distintos (el primero, un académico del tradicional Partido Colorado; el segundo, un exguerrillero del izquierdista Frente Amplio), el final de sus carreras en la función pública los encontró unidos. En 2020, ambos dejaron sus bancas en el Senado con un abrazo simbólico, para “mostrarle a la nueva generación lo que es la convivencia republicana”. Con la misma intención, publicaron este año un libro con sus conversaciones. “Ninguno de los dos estamos retirados de la vida pública, sí de la contienda electoral”, dijo Sanguinetti, quien todavía es secretario general de su partido, y se dedica a nutrir su perfil de periodista (escribe columnas en LA NACION) y académico, como hizo durante su periodo entre presidencias, cuando colaboró con la Universidad de Georgetown.
“Hay un tiempo para llegar y un tiempo para irse en la vida”, dijo, por su parte, Mujica en su despedida. Nunca se fue del todo: sigue siendo una persona de consulta para la izquierda nacional y regional, y una referencia en Uruguay. Según una encuesta de junio, es el político que recibe más “simpatías” en Uruguay (50%), seguido por Lacalle Pou (43%).
Por su parte, Luis Alberto Lacalle (1990-1995), padre del actual mandatario, intentó tres veces volver a la presidencia (una no superó las primarias), fue senador y desde 2015 se dedica al trabajo intelectual, sin dejar de ocupar un lugar en el Partido Nacional.
Con la colaboración de Florencia Rodríguez Altube y Fernando Torres Ullmer
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