Se estima que la misiva, que será subastada en Nueva York por la casa Christie’s en septiembre, podría venderse por entre US$4 y 6 millones
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En octubre de 1939, Alexander Sachs, uno de los principales economistas de Estados Unidos, se reunió en el Despacho Oval de la Casa Blanca con el presidente Franklin Delano Roosevelt. Sachs no era ajeno al Despacho Oval ni a Roosevelt, pero por lo general el tema de conversación era economía. Ese día, tenía otro asunto que exponer ante el presidente. Llevaba consigo una carta firmada por Albert Einstein que, según se cree, cambió el curso de la historia.
A esa carta la casa de subastas Christie’s le asignó un valor estimado de entre US$4 y 6 millones para cuando salga a la venta en Nueva York en septiembre. Es parte de una subasta de artefactos pertenecientes al cofundador de Microsoft, Paul Allen, quien murió en 2018 a la edad de 65 años.
Aunque habrá una variedad de artículos que reflejan su interés e influencia en la informática, se anticipa que esa carta será la pieza central. Una a la que, a pesar de la talla del firmante, inicialmente Roosevelt no le prestó mucha atención. Otras cosas ocupaban su mente: hacía menos de 15 días, Alemania había invadido Polonia; una guerra con un potencial destructivo impensable estaba en marcha en Europa.
Sachs le leyó la misiva, que había sido escrita por un físico húngaro inmigrante poco conocido llamado Leo Szilard. Pero, siendo honestos, aquello de lo nuclear, las cadenas y energías inconcebibles era complicado para ambos.
Incluía párrafos como:
“En el transcurso de los últimos cuatro meses se ha hecho probable (...), que sea posible establecer una reacción en cadena nuclear en una gran masa de uranio, mediante la cual se generarían grandes cantidades de energía y grandes cantidades de nuevos elementos similares al radio”.
El asunto cayó en saco roto.
El presidente, sin embargo, invitó a su viejo amigo a tomarse un café a la mañana siguiente. Hay momentos que, cuando suceden, parecen totalmente intrascendentes, pero que van a cambiar el mundo. Ese fue uno de esos momentos.
Unos meses antes...
Las noticias del otro lado del Atlántico llevaban meses atormentando a Szilard. En enero de 1939, en la Alemania nazi, científicos que habían sido sus colegas lograron dividir el átomo usando neutrones, un proceso llamado fisión. Él lo había previsto media década antes y sabía cuáles podían ser las consecuencias: la guerra nuclear ya no era una ficción. Temía que los nazis pudieran estar más adelantados en la investigación atómica que todos. Pero, también sabía que nadie lo escucharía.
Durante los últimos años, había luchado para que los científicos, los políticos y los comandantes del ejército lo tomaran en serio. Dudaban que la fisión fuera posible, pero se había demostrado que él tenía razón.
Con todo y eso, pocas semanas después de la noticia de la fisión, apareció un artículo en el New York Times, en el que su amigo y colega Enrico Fermi desestimó las preocupaciones por ese nuevo descubrimiento científico. Nadie podrá usar la fisión con fines comerciales o militares, predijo, antes de al menos 25 años, posiblemente 50 años. Creía que era inverosímil, pura ciencia ficción.
La fisión dividía un átomo con neutrones, eso liberaba energía y ya. No obstante, Szilard creía que si se podía hacer que un átomo inestable se fisionara, liberaría más neutrones, que dividirían otros átomos inestables, liberando más neutrones, y así sucesivamente. Una reacción en cadena que liberaría una cantidad extraordinaria de energía.
El físico necesitaba respuestas, y las encontró en la Universidad de Columbia, en la primavera de 1939, con su colega Walter Zinn, un experto en amañar experimentos nuevos e improbables. Descubrieron que estaba en lo cierto. “El mundo iba camino al dolor”, escribiría más tarde.
Por suerte, quienes intentaban crear una reacción en cadena tenían un obstáculo: los neutrones liberados viajaban demasiado rápido para que los átomos los absorbieran. Pero, ese detalle no iba a frenar a los nazis.
Operación D2O
¿Cómo se ralentizan los neutrones? Pues resulta que el agua funciona muy bien, pero absorbe tantos neutrones que la hace ineficaz en una reacción en cadena. Sin embargo, si en lugar de los dos átomos de hidrógeno del H₂O se usa un isótopo con un neutrón extra (D₂O), se soluciona el problema. Se llama agua pesada, pero es difícil de producir.
Así que el gobierno nazi envió representantes a Vemork, una planta de energía hidroeléctrica en Noruega, donde estaban produciendo agua pesada como subproducto de su trabajo normal. Los alemanes ofrecieron comprar todos los suministros existentes de agua pesada a un precio impresionante, instando a la planta a aumentar la producción.
Pero, los noruegos rechazaron la oferta: aunque no sabían cuáles eran los planes de Hitler, no tenían ningún interés en formar parte de ellos. Luego, un equipo del Servicio Secreto francés se acercó a la planta y advirtió a los noruegos del posible propósito militar de su subproducto químico.
Los noruegos insistieron en que los franceses se llevaran todo el stock sin pagar, pero los alemanes se enteraron. 26 latas de agua pesada fueron sacadas de contrabando en la oscuridad de la noche. Fue una tensa operación. Los aviones de combate nazis estaban listos y esperando. Apuntaron a la aeronave en la que habían visto abordar a los oficiales franceses y la obligaron a aterrizar. La abordaron y lo que descubrieron fue el fracaso.
Era un señuelo. El agua había sido transportada por ferrocarril y llegó sin problemas a París, donde un equipo científico comenzó urgentemente los experimentos.
El candidato obvio
La carrera atómica estaba en curso, y aunque Szilard temía la existencia de una bomba en general, le atemorizaba más una bomba nazi. Imaginaba la devastación, la opresión, y estaba convencido de que esa arma hasta entonces impensable estaba a puertas.
Llegó a una conclusión simple: los estadounidenses debían desarrollarla antes que los alemanes. Tenía que convencerlos de que lo hicieran. Tenía que ofrecerles el poder supremo. Necesitaba a un aliado y pensó: ¿cuál es el científico al que ni los más poderosos del mundo ignorarían?
El candidato era obvio. Habían pasado casi 20 años desde que conoció a Einstein en una sala de conferencias en Berlín. Y 15 años desde que solían caminar juntos a casa al final de cada día, compartiendo ideas sobre física, filosofía y política. Ahora ambos estaban exiliados en EE.UU. y vivían a pocos kilómetros de distancia.
Pero, ese 12 de julio de 1939, el científico más famoso del mundo estaba en Long Island en la cabaña de un amigo. Allá fue a verlo, junto con su amigo, colega y compatriota húngaro Eugene Wigner. Una vez que Szilard le explicó a Einstein la reacción nuclear en cadena, y le contó que él y Fermi habían estado realizando experimentos, Einstein se sorprendió y alarmó. Su primera respuesta fue: “No he pensado en eso en absoluto”. La ciencia era interesante: E=mc² en acción.
Pero, siendo un refugiado de la Alemania nazi, un pacifista comprometido y una persona políticamente consciente, comprendió de inmediato el potencial de las armas nucleares en manos de los alemanes.
Einstein estuvo de acuerdo en que la situación era urgente, con Alemania preparada para la guerra. En lo que más tarde calificaría como el gran error de su vida, accedió a firmar una carta a Roosevelt preparada por Szilard para advertirle sobre el progreso alemán. Szilard regresó a Nueva York con la carta de Einstein; solo quedaba hacerle llegar la carta al presidente. Y eso nos lleva de vuelta a Alexander Sachs.
Desayuno con bomba
A Sachs no le había ido muy bien en la primera reunión que tuvo con Roosevelt, a pesar de llevar consigo la carta firmada por Einstein.
La misiva comenzaba diciendo que el uranio podría “convertirse en una nueva e importante fuente de energía en el futuro inmediato” pero, advertía, “ciertos aspectos de la situación que ha surgido parecen requerir vigilancia y, si es necesario, acción rápida por parte del gobierno”.
Alertaba que una reacción en cadena nuclear “podría conducir a la producción de bombas, y es posible, aunque no seguro, que de este modo se puedan armar bombas extremadamente potentes de un nuevo tipo”. Pero, aunque al final se refería a las decisiones de los nazis respecto al uranio de las minas checoslovacas que controlaban, Sachs sabía que había desconcertado al presidente con tanta información científica.
Sin embargo, la invitación a desayunar a la mañana siguiente era una segunda oportunidad para hacer que el hombre más poderoso del mundo entendiera el peligro que se avecinaba. Y se le ocurrió un plan.
Si la ciencia no era la forma de ganarse a ese presidente, le contaría una historia. En medio de las guerras napoleónicas, un joven inventor estadounidense le ofreció a Napoleón construir una flota de barcos de vapor que, explicó, le permitirían desembarcar en Inglaterra sin importar los vientos. La idea de barcos sin velas le pareció tan absurda a Napoleón que despidió a Robert Fulton, el inventor. Además del barco de vapor, Fulton construiría el primer submarino y los primeros torpedos.
Roosevelt permaneció en silencio durante varios minutos, y luego dijo: “Alex, lo que quieres es asegurarte de que los nazis no nos vuelen en pedazos”. “Precisamente”, respondió Sachs.
Puede ser que la historia de Fulton y Napoleón llamara la atención del presidente, pero fue la carta de Albert Einstein escrita por Leo Sillard la que lo convenció. El mismo mes en el que la recibió, Roosevelt creó el Comité Asesor sobre el Uranio. Tres años más tarde, Estados Unidos inició el Proyecto Manhattan, que condujo al primer uso de armas atómicas contra Japón en 1945.
Hay historiadores que trazan un hilo directo entre la carta y las bombas en Hiroshima y Nagasaki. Otros no creen que exista una relación tan directa, convencidos de que de todos modos las habría desarrollado.
Einstein, por su parte, lamentó mucho y en varias ocasiones haber firmado la carta. En un artículo de Newsweek de 1947 titulado El hombre que lo empezó todo, se le cita diciendo: “Si hubiera sabido que los alemanes no lograrían fabricar una bomba atómica, nunca habría movido un dedo”.
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