Qatar y el Mundial de las críticas: ¿cuánto le servirá el sportswashing?
Como este pequeño reino ultraconservador, el uso de un evento deportivo para lavar la cara de un país fue aplicado varias veces a lo largo de la historia; por ahora no parece una estrategia exitosa, pero eso podría cambiar tras el fin del torneo
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El fenómeno es tan antiguo y, a la vez, tan actual que dio pie a su propio neologismo en inglés. Sportswashing es la suma de dos palabras que, sin ambigüedad y con ironía, designa una práctica que los historiadores rastrean incluso a los primeros Juegos Olímpicos, los de la Grecia antigua: usar un evento deportivo para lavar la cara de un país, una cultura o un gobierno; para despojarla de sus polémicas y pecados y para proyectar una imagen de eficiencia, influencia y apertura.
Qatar, la pequeñísima y ultraconservadora monarquía con la ambición, la determinación y la billetera de una potencia, no es el primer país que apela a una gran puesta en escena deportiva para presentarse al mundo como un modelo a seguir, en este caso, de avance, desarrollo y organización. Antes vinieron, entre otras, la Alemania nazi, la Argentina de la dictadura, la China de la potencia naciente. Todas buscaron en los Juegos Olímpicos o en los Mundiales un vehículo para construir y alimentar su soft power (“poder suave”) y para ocultar la represión, la violencia sistemática, la discriminación racial o religiosa y otras violaciones a los derechos humanos.
Qatar no es el primer país y tampoco será el último. Con su Mundial 2022, confronta al mundo con un dilema que es tan antiguo como el deporte mismo y que hoy amplifica uno de los mayores desafíos globales: ¿cómo evitar que un evento destinado a unir al planeta termine convalidando atrocidades? ¿Cómo evitar, en definitiva, que los autoritarismos ganen poder interno y global y más cuando ellos vienen armados con una enorme cuenta de banco y una envidiable reputación de eficiencia?
1. El tiro por la culata
A simple vista, el sportswashing de Qatar no parece muy exitoso. Desde el instante en el que la FIFA le adjudicó el Mundial 2022, en 2010, el país del Golfo es blanco de una avalancha continua de críticas y acusaciones, muchas de ellas afirmadas sobre un sólido piso de evidencias.
En estos 12 años, no faltó un cuestionamiento. Primero llegaron las sospechas de sobornos para convertirse en sede y luego el foco se posó sobre los derechos –o mejor dicho, de la falta total de ellos- de todo aquel que pisaba el país para ser parte de la construcción de toda la infraestructura de la copa.
El kafala era el nombre elegante del sistema de patrocinio laboral con el que Qatar recibía a los trabajadores migrantes de Asia. El nombre menos elegante era explotación: jornadas de 24 horas de trabajo ininterrumpido, condiciones de alojamiento y alimentación paupérrimas, pagos inexistentes y condiciones de seguridad insuficientes. Resultado: un número de muertes que, según los cálculos más optimistas, llega a 450 y, de acuerdo con las estimaciones más oscuras, a más de 6000.
La dinastía Al-Thani reaccionó entonces; cambió el kafala, estableció un salario mínimo de unos 250 dólares y mejoró las condiciones de vida de los obreros.
Pero las críticas persisten tanto como los desplantes y crecen a medida que se acerca la inauguración. Estrellas de la música que no quieren participar de las celebraciones, selecciones que cambian sus camisetas, empresas que se bajan del esponsoreo.
El kafala se diluyó pero los derechos de las minorías LGTB+, de las mujeres y de todo aquel que reniegue del conservadurismo sunnita de Qatar aún siguen ausentes.
El reino reacciona hoy con una mezcla de desconcierto, impotencia y bronca.
“Qatar enfrenta una campaña sin precedente que ningún otro país enfrentó. Al principio lo manejamos con buena fe porque vimos que las críticas eran positivas para que mejoráramos ciertos aspectos. Pero pronto nos dimos cuenta de que la campaña continúa con ferocidad. La Copa del Mundo es un evento para mostrar quiénes somos pero no solo en términos de la fuerza de nuestra economía y nuestras instituciones sino también de nuestra identidad de civilización. Es un gran desafío para un país del tamaño de Qatar que impresiona al mundo con sus éxitos”, dijo, hace tres semanas, el emir Tamid bin Hamad al-Thani.
La sensibilidad del monarca qatarí desnuda su frustración ante un sportswashing que parece no funcionar, una estrategia de poder suave que trastabilla y una imagen de Qatar que no es la que los Al-Thani querían que el mundo viera. “No tan rápido”, le anticipa la historia, tal vez para su beneficio.
Richard Giulianotti es un sociólogo británico que estudia cómo el deporte se mezcla con la política internacional y advierte que el sportswashing tiene una contracara, el “desempoderamiento suave”, es decir, cuando un evento trae el efecto contrario al de limpiar la reputación de una nación. El tiro por la culata… pero pasajero.
“Para la mayoría de los mega eventos deportivos, los niveles de ´desempoderamiento suave’ tienden a ser más alto antes y, a veces, durante el evento. El poder suave se vuelve realidad más efectivamente después del evento”, dijo, hace unos años, Giulianotti en un paper sobre los Juegos Olímpicos de Pekín 2008.
En una de sus crueles advertencias y a su manera, la historia le da la razón a Giulianotti y la esperanza al emir Al-Thani.
El Mundial de la Argentina, en 1978; los Juegos Olímpicos de Pekín, en 2008, y los de Invierno, en 2022, estuvieron precedidos y rodeados de polémicas y acusaciones contra los organizadores por la represión, la falta de libertades y la violación de derechos humanos. Nada de eso cambió con la condena global o la visibilidad; por lo contrario, se afianzó. El sportswashing tambaleó, en un principio, pero el poder de los gobiernos -suave o duro- eventualmente se mantuvo.
Tal vez la lección más amarga de cuán poco sirve la condena internacional ante un evento deportivo y un gobierno autoritario llegó en 1936, en los Juegos Olímpicos de Berlín, cuando el nazismo se cimentaba en Alemania y el antisemitismo ya arreciaba. La polémica global llevaba años para ese entonces. En abril de 1933, un titular de The New York Times decía: “Los Juegos de 1936 podrían ser suspendidos por la campaña de Alemania contra los judíos”.
El Comité Olímpico Internacional decidió mantener los Juegos en Berlín luego de que el gobierno alemán se comprometiera a no discriminar a los judíos.
Tres años después, el 1 de agosto de 1936, día de la inauguración olímpica, The Guardian escribió en su editorial: “Hoy los Juegos Olímpicos empiezan una nueva fase en Berlín. Por primera vez, unos juegos olímpicos son usados no para la paz del mundo o el orgullo de una nación; son usados para la propaganda de una partido político”.
Promesas de buena fe, propaganda, potencias en ciernes, discriminación, derechos humanos rotos, una gesta deportiva para mostrarse al mundo… no hace falta contar en qué derivó ese capítulo de la historia.
2. Condenas con hipocresía
El ultraconservador Qatar no tiene mucho que ver con la Alemania nazi, pero las condenas parecen neutralizar de la misma manera el sportswashing en uno y otro caso. Sin embargo, como advierte Giulianotti, en el largo plazo el país anfitrión gana en poder suave e imagen.
A Qatar además dos factores lo ayudan a contener los cuestionamientos y a esperar, a pesar de la lluvia de críticas, que el Mundial le deje una reputación de oasis de desarrollo y bienestar.
Por un lado, es el primer país del Golfo que organiza un evento de semejante magnitud y atención global. El orgullo de la región está, en cierta medida, depositado en la pequeña monarquía a pesar de que el resto de las naciones árabes no siempre la consideraron una buena vecina.
Por el otro, las críticas internacionales ante la violación flagrante de derechos humanos son, a su vez, cuestionadas por el mundo musulmán por “hipócritas”.
Algo de eso hay. La mayoría de las condenas proviene de Occidente, que está profundamente vinculado con Qatar, a pesar de su historial de conservadurismo, autoritarismo y represión.
Estados Unidos, por ejemplo, tiene allí una base aérea del Comando Central que alberga a 11.000 efectivos y asiste a 18 naciones de Medio Oriente y Asia. Qatar es, además, uno de los mayores compradores de armas norteamericanas. Inglaterra y Francia recibieron en las últimas décadas decenas de miles de millones de dólares en inversiones qataríes.
Como si eso no fuera poco, el pequeño reino tiene estrechos lazos con varias otras potencias. Es el segundo mayor exportador global de gas natural licuado, después de Australia, y sus principales clientes son la India, China, Japón y Corea del Sur.
Las potencias necesitan a Qatar tanto como el país árabe a ellas. Esa mutua necesidad magnifica el desafío de un Occidente que se proclama abanderado de la lucha contra los autoritarismos. ¿Qué hacer entonces para empujar cambios en naciones con una larga historia de opresión que, a la vez, construyen una imagen de necesarias y hasta beneficiosas para el planeta con eventos como, por ejemplo, el Mundial?
3. Un país con mucha experiencia en boicots
Si las condenas se diluyen ante el peso de los dobles estándares o ante el despliegue de infinitos recursos de poder suave de un país millonario, ¿entonces qué hacer?
Los especialistas como Giulianotti señalan que la segunda manera de condicionar el aprovechamiento de las gestas deportivas es con boicots. Es probable que semejante ofensiva tenga poco efecto en el caso de Qatar.
Entre 2017 y 2021, el reino fue blanco de uno de los mayores bloqueos en la historia reciente de Medio Oriente. Encabezados por Arabia Saudita, el resto de los países del Golfo cortó relaciones y aisló al país bajo acusaciones de que financiaba el terrorismo a través de la Hermandad Musulmana y que agitaba las rebeliones contra las monarquías vecinas con Al-Jazeera, entre otras cosas.
De repente, la nación más rica de la región –su PBI per capita es el doble del de Arabia Saudita- se quedó sin vecinos, sin conexión al mundo y, fundamentalmente, casi sin alimentos frescos (todos llegaban o por mar o por rutas sauditas).
Con la misma determinación y los mismos millonarios recursos con los que apostó por ser la sede del Mundial, Qatar se decidió a producir sus propios alimentos pese a sus tierras yermas. Antes del bloqueo, importaba el 85% de sus vegetales frescos y el 75% de sus lácteos. Hoy, genera el 60% de los vegetales que consume y es autosuficiente en la producción láctea.
En lugar de debilitarse y ceder ante las exigencias de sus vecinos, Qatar salió fortalecido del boicot árabe, no solo en su industria alimenticia, sino en su poder geopolítico.
Así, Qatar enfrenta al mundo con un dilema que no puede resolver desde hace siglos. Probablemente tampoco logre hacerlo con el Mundial 2022. Los derechos de los trabajadores migrantes, de las mujeres, de las personas LGBT+ seguirán esperando.
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