¿Pudo evitarse la guerra de Afganistán?
Entre la sed de venganza y el exceso de confianza, Estados Unidos dejó pasar en 2001 la oportunidad de negociar en posición de fuerza con los talibanes
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NUEVA YORK.- Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando Estados Unidos les advirtió a los talibanes que entregaran a Osama ben Laden o Afganistán sería bombardeado hasta sus cimientos, los extremistas levantaron sus puños y sus rifles kalashnikov al aire en clara señal de desafío.
Pero el envalentonamiento se fue apagando al calor de las bombas norteamericanas. En pocas semanas, muchos de los talibanes habían huido de Kabul, aterrados por el zumbido grave de los bombarderos B-52 que se acercaban. En apenas unos meses, las fuerzas talibanas estaban agotadas y corrían en desbandada por el árido y montañoso paisaje de Afganistán. Yo era una de los periodistas que cubrieron esos primeros días de la guerra y fui testigo presencial de la incertidumbre y la pérdida de control de los talibanes.
Fue en esos días de zozobra de noviembre de 2001 que los líderes talibanes empezaron a enviar emisarios a Hamid Karzai, quien pronto se convertiría en presidente interino del país, para llegar a un acuerdo.
“Los talibanes estaban completamente derrotados. Ni siquiera planteaban demandas, solo una amnistía”, recuerda Barnett Rubin, que por entonces trabajaba en el equipo político de Naciones Unidas en Afganistán.
Los emisarios iban y venían entre la oficina de Karzai y los cuarteles del líder talibán, el gran mullah Mohammad Omar, en Kandahar. Para Karzai, la rendición de los talibanes debía impedirles tener cualquier rol significativo en el futuro del país. Pero Washington no estaba de humor para un acuerdo y confió en poder borrar para siempre a los talibanes de la faz de la tierra.
“No negociaciones, rendiciones”, dijo entonces en una conferencia de prensa el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y agregó que los norteamericanos no pensaban dejar que Osama siguiera viviendo como si nada en algún lugar de Afganistán. Estados Unidos lo quería preso o muerto.
Casi 20 años después, Estados Unidos terminó negociando un acuerdo para poner fin a la guerra en Afganistán, pero hoy la balanza de poder es otra por completo: ahora favorece a los talibanes.
Para los diplomáticos que se pasaron años tratando de apuntalar la misión de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán, el acuerdo del expresidente Donald Trump con los talibanes en febrero de 2020 para el retiro de las tropas norteamericanas -que Joe Biden decidió cumplir cuando asumió- equivale a una traición.
Y ahora, con los talibanes de nuevo en el poder, algunos de esos diplomáticos recuerdan aquella oportunidad que Estados Unidos perdió hace tantos años de lograr la rendición de los talibanes. Así, la guerra más larga de la historia de Estados Unidos se habría frenado en sus inicios, o se habría acortado significativamente, con el consiguiente ahorro de vidas humanas.
Errores
A algunos veteranos del embrollo norteamericano en Afganistán les cuesta imaginar que las conversaciones con los talibanes en 2001 pudieran haber tenido un peor resultado que el obtenido finalmente por Estados Unidos.
“El primer error fue rechazar el intento negociador de los talibanes”, dice Carter Malkasian con relación a la negativa norteamericana a discutir la rendición de los talibanes hace 20 años. Malkasian fue alto asesor del general Joseph Dunford, jefe del Estado Mayor Conjunto durante parte de los gobiernos de Obama y de Trump.
“En 2001 pecamos de exceso de confianza, creímos que los talibanes se habían ido y que no iban a volver”, agrega Malkasian. “Y también queríamos venganza, y por todo eso cometimos un montón de errores que no tendríamos que haber cometido”.
Poco más de un año después, Estados Unidos llevaría el mismo exceso de confianza y reticencia a negociar a su invasión de Irak, iniciando otra guerra que también se extendería mucho más allá de las peores predicciones norteamericanas.
Cuando Trump llegó a un acuerdo con los talibanes, Estados Unidos ya estaba agotado en esa guerra, y como ya había anunciado su intención de abandonar Afganistán, tenía poca moneda de cambio para negociar. Casi 2500 estadounidenses habían muerto luchando en suelo afgano, junto a otros casi 1000 soldados de aliados de la OTAN, como Gran Bretaña y Canadá.
El número de víctimas afganas ha sido mucho mayor: al menos 240.000 muertos, muchos de ellos civiles, según el Instituto Watson de la Universidad de Brown.
Los talibanes, por el contrario, llegaron a las negociaciones con Trump mucho más fuertes que al principio de la guerra. Su refugio seguro en Paquistán, donde encontraron santuario después de 2001, se había convertido en una verdadera línea de suministros. Y hasta en el apogeo de la presencia de tropas estadounidenses, los insurgentes pudieron mantener un flujo constante de reclutas provenientes tanto de Afganistán como de Paquistán, milicias alimentadas por las ganancias del pujante comercio del opio.
Los talibanes a la larga recuperaron el control de gran parte de Afganistán. Primero ocuparon las áreas rurales y luego atacaban las ciudades, donde se apoderaban de las calles durante unos días para después volver a internarse en las montañas. Las bajas entre las fuerzas de seguridad afganas fueron en aumento, hasta cientos en una misma semana.
Rendición
“Cuando supe que Estados Unidos se iba a reunir en Doha con los talibanes, pero sin participación del gobierno afgano, supe de inmediato que eso no era una negociación de paz: eran las conversaciones de una rendición”, dijo Ryan Crocker, exembajador en Afganistán.
“O sea que las conversaciones eran para lograr que los talibanes no nos dispararan por la espalda mientras nos íbamos”, agrega Crocker. “Y nada más que eso a cambio”.
El acuerdo alcanzado por la administración Trump no consagró los derechos de las mujeres ni garantizó la preservación de los avances que Estados Unidos había invertido tantos años y tantas vidas en tratar de instalar. Tampoco impidió que los talibanes se apoderaran del país con una sola embestida militar.
Ni siquiera fue un acuerdo de paz. Apenas les arrancó a los talibanes la vaga promesa de impedir futuros ataques contra Estados Unidos y sus aliados. Los talibanes cuestionaron hasta el lenguaje del acuerdo: se negaron a aceptar la palabra “terrorista” para describir a Al-Qaeda.
Ahora, los talibanes controlan nuevamente el país, persiguen a los afganos que trabajaron con los norteamericanos o lucharon junto a ellos, reprimen violentamente las protestas, y por más que prometan que permitirán la participación de la mujer en la sociedad, en algunas partes del país ya empezaron a restringir las funciones de las mujeres fuera del hogar. En resumen, mucho de lo que Estados Unidos intentó llevar a la vida ya está en peligro de extinción.
Algunos exdiplomáticos señalan que la guerra trajo algunas mejoras tangibles. Las Fuerzas de Operaciones Especiales de Estados Unidos utilizaron Afganistán como punto de partida para atacar a Osama ben Laden, y en 2011 le dieron muerte en Paquistán. Del lado de la sociedad civil, el esfuerzo liderado por Estados Unidos llevó educación a millones de niños afganos, pero sobre todo a millones de niñas. Los afganos accedieron a teléfonos celulares y a las redes sociales, y muchos de ellos pudieron ver y comunicarse con el resto del mundo por primera vez.
Pero desde el punto de vista de la seguridad nacional de Estados Unidos, ya muerto Ben Laden, la razón estratégica para la presencia de Estados Unidos en el país era ínfima, algo en lo que curiosamente coincidieron los expresidentes Obama y Trump.
Por supuesto que hace 20 años había otros impedimentos para las conversaciones de paz. El edificio del Pentágono había ardido durante días después de los ataques del 11 de Septiembre y el World Trade Center era una pila de hierros retorcidos y escombros. El dolor, la humillación y el enojo nacional eran palpable, con la consecuente sed de venganza, que también puede haber hecho que los funcionarios olvidaran el largo historial de invasiones y ocupaciones fallidas en Afganistán.
Apenas dos semanas después de que Rumsfeld boicoteó los esfuerzos de Karzai para encontrar un fin negociado a los combates, en Bonn, Alemania, comenzó una cumbre para planificar al gobierno sucesor de Afganistán, sin los talibanes.
Ese proceso terminó de sellar aún más el lugar de los talibanes como forasteros, como una admisión de que cualquier esfuerzo por llegar a un acuerdo con ellos sería rechazado. La mayoría de los invitados a participar de aquella cumbre eran expatriados o representantes de líderes de la guerra civil, cuyos abusos contra la población afgana en el decenio de 1990 fueron precisamente los que hicieron posible el ascenso del movimiento talibán.
“En ese momento, ni se habló de incluir a los talibanes”, dice James Dobbins, uno de los diplomáticos estadounidenses que participó de la reunión. “Francamente, si invitábamos a los talibanes, nadie más se habría presentado”, señala Dobbins, y agrega que, en retrospectiva, “deberíamos haberlos incluido en nuestros cálculos”. “Fue la gran oportunidad perdida”, lamenta.
Traducción de Jaime Arrambide
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