Motivado por el padre de un amigo, Mike comenzó a escuchar programas derechistas y, cuando buscó contenido similar en internet, encontró todo tipo de videos y podcasts sobre extrema derecha en Facebook y Youtube
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En su adolescencia tardía, Mike se convirtió en un nazi. Ahora, solo seis años después, apoya al movimiento Black Lives Matter y se preocupa profundamente por lo cerca que estuvo, en el momento de mayor enojo de su vida, de salir a la calle con su pistola y disparar a la gente.
Cuando Mike miró a los ojos por un breve momento al hombre que acababa de caer al suelo, supo que iba a morir. Era una noche frenética en el centro de Oakland, California. El gas lacrimógeno picaba y el viento fuerte azotaba las palmeras en un frenesí.
Tres días después de la muerte de George Floyd, las protestas que apoyaban Black Lives Matter se extendieron por todo Estados Unidos.
Mike había estado protestanto con su novia, pero cuando cayó la noche y la policía comenzó a disparar balas de caucho y gas lacrimógeno, decidieron irse.
Caminaban de vuelta a su auto, entre calles cubiertas de humo negro desprendido por los latones de basura quemados, cuando vieron una camioneta detenerse. Entonces escucharon los disparos.
La camioneta se alejó cuando un hombre de uniforme cayó al suelo. Mike se acercó a él, tratando de recordar el entrenamiento en primeros auxilios que había aprendido en el ejército.
Pero llegó un coche de la policía y un agente nervioso armado con un arma irrumpió y le ordenó a Mike que se fuera.
Más tarde se enteró de que Dave Patrick Underwood, un oficial federal que había estado custodiando el palacio de justicia, había muerto en ese lugar. Más de un año después, a Mike todavía le atormenta no poder haber hecho más para salvarlo.
Por coincidencia, Mike tenía una conexión con Underwood; había estado marchando ese día con miembros de su familia.
Pero también estaba vinculado al hombre que luego fue acusado de su asesinato.
Steven Carillo era sargento en la misma base de la Fuerza Aérea de California donde Mike se había alistado unos años antes.
Y eso no era todo.
Mike tenía un secreto. En casa, en su guardarropa, había un uniforme hecho de tela caqui verde grisáceo, con un símbolo nazi en el cuello.
Mike lo colgó allí para recordarse a sí mismo de la persona que solía ser, alguien que quería salir a la calle y matar gente.
Al igual que Carillo, Mike había caído en la madriguera del extremismo y se había convertido en un seguidor de la extrema derecha violenta de Estados Unidos.
En el verano antes de su último año de escuela, Mike observó cómo la primera ola de protestas de Black Lives Matter se reprodujo en Estados Unidos, pero formar parte de ello estaba muy lejos de su mente.
“Pensé que eran el diablo encarnado”, dice.
Había acabado de conocer a un nuevo amigo en un grupo de mensajería en línea.
Paul (no es su nombre real) invitó a Mike a su casa, donde vivía con sus padres. Era una casa normal, en una calle tranquila de un suburbio de una gran ciudad estadounidense. Se reunieron para “grabar algunos videos de propaganda”.
Paul abrió la puerta visitiendo un uniforme nazi y llevó a Mike directo a su garaje.
“Era como una tienda de ropa para nazis. Armas, municiones, cartuchos y muchas pistolas colgaban de las paredes”, dice.
Paul había reunido a otros hombres jóvenes para la filmación. Cargaron armas y municiones dentro de un camión y manejaron hacia unas colinas cercanas.
“Estábamos en un parque estatal disparando armas automáticas y semiautomáticas, grabando y corriendo en uniformes nazis”, cuenta Mike.
Entonces los guardias forestales aparecieron. Paul estaba molesto.
“Estaba ahí, de pie, sin participar. No quería escuchar a la autoridad gubernamental diciéndole que no podía hacer lo que él creía que tenía derecho a hacer, que era producir videos y pretender que era un Wehrmacht (la fuerza armada de la Alemania nazi)”.
Los guardias confiscaron todas las armas visibles, pero los chicos habían escondido algunas de ellas y las volvieron a cargar dentro del camión cuando volvieron a quedarse solos.
Entonces regresaron a la casa de Paul y pasaron tiempo con sus padres, aún usando sus uniformes nazis.
Mike tenía 17 años y admite que se había covertido en el vehículo perfecto para el extremismo tóxico.
Había pasado su infancia en un pequeño pueblo rural, predominantemente blanco.
Dedicaba sus días remando sobre el lago o montando bicicleta alrededor del pueblo con su grupo de amigos más cercano.
Adultos y niños disfrutaban juntos y las cenas y asados eran comunes. Era un lugar en que todo el mundo se conocía.
Pero el padrastro de Mike era alcohólico y solía reaccionar con violencia, y cuando Mike tenía 12 años su madre se divorció y se mudó con sus hijos a otra parte del país.
De repente Mike vivía en un sofocante barrio multirracial al que odiaba.
“Había gente allí que no lucía como nadie que hubiese visto antes. La comida era diferente, el agua sabía distinta, todo era completamente diferente”.
El padrastro de Mike, con quien el adolescente se sentía cercano a pesar de sus violentos arrebatos, nunca cumplió la promesa de visitar a los niños.
El enojo creció dentro de Mike y la salida que encontró fue la extrema derecha.
Motivado por el padre de un amigo, Mike comenzó a escuchar programas derechistas y, cuando buscó contenido similar en internet, encontró todo tipo de videos y podcasts sobre extrema derecha en Facebook y Youtube.
Los algoritmos en redes sociales ya creaban lo que es conocido como el efecto madriguera de conejo, en que el sistema de recomendación termina encasillando al usuario en contenidos que para Mike se tornaron cada vez más y más extremos.
Aquí se le dijo, por ejemplo, que el divorcio era una conspiración judía creada para destruir el ideal de la familia blanca.
“Por cualquier razón, me era más fácil creer eso que que mi padrastro era un alcohólico degenerado”, dice.
Con el tiempo Mike se involucró en los rincones más oscuros de internet, en los foros nacionalistas blancos 4chan y 8chan.
Estos sitios son una especie de clubes sociales para racistas, nazis y nacionalistas blancos, donde la gente podía decir palabras “prohibidas” y conocerse unos a otros.
Mike comenzó a intercambiar mensajes con un grupo de neonazis en la zona de la bahía de San Francisco y así fue cómo acabó ante la puerta de Paul aquella tarde de verano.
“Solo buscaba un lugar donde depositar todo mi enojo. Y encontré la casa perfecta”, dice Mike.
Un año después, Mike terminó la escuela. Al no cualificar para sus universidades preferidas, decidió unirse al ejército, pero su madre se opuso a la idea.
Esbozaron un plan completamente distinto: Mike asistiría a una escuela de negocios en Londres.
En Reino Unido, el joven esperaba ver caballeros con sombreros de bombín. Su imagen de la capital británica era como sacada de una novela victoriana.
Pero la realidad fue muy distinta. Su escuela se encontraba en el barrio de Whitechapel, donde vive una vibrante comunidad musulmana.
“Tenía 18 años. Era un blanco radical nacionalista profundamente miedoso, islamófobo y había llegado a un apartamento en Whitechapel emparedado entre el Hospital Real de Londres y la Mezquita del Este de Londres. Nunca vi la diversidad como algo positivo, sino como un ejemplo de todo lo que iba mal en el mundo”, cuenta Mike.
Durante su estancia en Londres, el joven se sumergió aún más en el nacionalismo blanco. La mayoría de sus actividades eran en línea.
Vigilaba y hostigaba durante meses a celebridades de izquierda en Estados Unidos junto a un equipo de otros extremistas. Sin embargo, un día se atrevió a entrar a una mezquita y dejar un paquete de tocino en la puerta.
Dejó de ir a clases y después de unos meses recibió una carta del ministerio de Interior británico anunciando que su visa de estudiante sería revocada.
Una tarde de abril de 2017 estaba de camino a encontrarse con algunos amigos en un pub cerca del Parlamento británico. Mientras estaba en el tren, los pasajeros fueron comunicados de que la estación de Westminster estaba cerrada debido a una operación policial.
Se les pidió bajarse antes del tren.
Un vehículo se había subido al paso peatonal del puente de Westminster a 113 kilómetros por hora contra los peatones.
El conductor salió y apuñaló a un policía. Seis personas murieron, incluido el atacante, y 50 resultaron heridos.
Mike salió de la estación de metro y se encontró con la escena de pánico. La imagen de dos niños envueltos en mantas de aluminio entregadas por los servicios de emergencia sigue grabada en su mente.
En este momento, Estado Islámico seguía siendo una fuerza poderosa en Oriente Medio. Asumió la autoría del ataque, de la misma forma que otros que ocurrieron en Europa durante su apogeo.
Mike intentó inscribirse con los militares al día siguiente. Algunos de los nacionalistas blancos con los que había estado hablando en línea eran militares y siguió su ejemplo.
Fue rechazado de la Real Fuerza Aérea británica por su nacionalidad, pero en unas semanas estaba de vuelta en California para alistarse en la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
“Estaba muy motivado. No tenía dudas de que quería ir a otro país, ya fuese Irak o Afganistán, ponerme un uniforme y tomar un arma para matar gente”.
En las semanas previas a comenzar su entrenamiento militar, pasó horas en su garaje bebiendo y fumando cigarros, lleno de rabia.
“Casi siempre llevaba una pistola conmigo. Estaba en un punto en que hubiese hecho cualquier cosa que alguien me pidiera”, relata Mike.
En aquel momento, pensó en que pudo convertirse en alguien como Steven Carillo, teme.
Aunque luego ocurrió otro incidente, a fines de 2020, donde este sentimiento se tornó más intenso.
Meses después de las protestas en Oakland, Kenosha, en Wisconsin, fue sacudida por disturbios cuando un hombre negro fue acribillado en una disputa con la policía.
Un muchacho de 17 años llamado Kyle Rittenhouse viajó armado a la ciudad con un rifle semiautomático para unirse a un grupo vigilante formado para defender la ciudad de lo que un organizador llamaba “matones diabólicos”.
Rittenhouse disparó a tres personas y ahora está siendo juzgado, acusado de intento de homicidio.
Mike recuerda lo que sintió al leer las noticias. “Miré a aquel joven adolescente y me dije ‘vaya, estuvo muy cerca de que ese fuera yo’.
En febrero de este año, el Pentágono declaró una tolerancia cero contra el extremismo, y ordenó a líderes militares que acabaran con el extremismo en sus tropas.
Al mismo tiempo, el secretario de Defensa Lloyd Austin creó un grupo de trabajo para determinar cómo identificar “amenazas internas” y explicó que los posibles reclutas ahora serán analizados por sus afiliaciones extremistas.
Estas medias sucedieron después de análisis previos de los arrestados en los disturbios del Capitolio el pasado seis de enero.
Se encontró que una proporción preocupante de los implicados eran exmilitares o militares en funciones, como Ashli Babbitt, una veterana de la Fuerza Aérea que acabó muerta a manos de la policía al intentar entrar a través de una barricada.
Una encuesta en línea del Military Times de 2020 a 1.108 lectores en servicio activo, encontró que poco menos de un tercio había visto signos de comportamiento racista o supremacista blanco dentro del ejército.
Entre los acusados de delitos en 2020, además de Steve Carillo, estaban el soldado raso del ejército estadounidense Ethan Melzer, acusado de preparar el terreno para una emboscada mortal en su unidad al enviar información a un grupo neonazi, y tres veteranos extremistas acusados de llevar cócteles molotov para lanzar a la policía durante una protesta de Black Lives Matter en Las Vegas.
Pero, quizás sorprendentemente para Mike, los militares serían el comienzo de su viaje para salir del extremismo de extrema derecha.
A fines de 2017, se encontraba en el segundo mes de su entrenamiento, situado en los bosques profundos de Missouri.
“Estaba en medio de la nada con todo tipo de gente de todas partes de Estados Unidos, incluyendo negros, judíos y un tipo de Guam que me enseñó a pescar”, dice.
“Me hice amigos de gente que jamás pensé que podía considerar amigos”.
Encontró difícil el campo de entrenamiento militar. Las horas eran agotadoras y la falta de autonomía, el control que sus superiores tenían sobre cada uno de sus movimientos, era difícil de manejar.
“Una cosa es ser un niño fumando, leyendo 4chan y enojándose en su garaje y otra muy distinta encontrarte en medio de la nada, en una base de la Fuerza Aérea donde no puedes irte y la gente te grita”.
Se sentía miserable e intentó renunciar al entrenamiento básico unas seis veces en ocho semanas. Su madre no le hablaba. Mike creía que, quizás, ella sabía que se había unido al ejército por las razones equivocadas.
Recibir cartas era algo común entre los reclutas, pero en las primeras cinco semanas Mike no recibió ninguna. Cuando los otros aprendices tenían tiempo cada semana para leer sus cartas, Mike se sentaba solo, revolcándose en su miseria.
Un día, otro recluta, de piel negra, se dio cuenta de esto.
“Oye, recemos juntos”, le dijo, agarrando una Biblia.
Fue uno de esos pequeños gestos que ayudó a Mike a sobrevivir el entrenamiento y básico y que finalmente cambió su perspectiva sobre la vida.
En las próximas semanas, este recluta y otro judío joven apoyarían a Mike en sus momentos más oscuros. Le daban una amistosa palmada en la espalda cuando lo necesitaba y, cuando tenía dificultades, que lo calmaban diciéndole: “Oye, puedes hacer esto”.
Durante su entrenamiento, también se le sacudió de esa cámara oscura que reforzaba sus crencias racistas. Ya no tenía tiempo para pasar tiempo en línea y, sin la propaganda tóxica que había llenado sus días, el odio perdió fuerza dentro de él.
Cuando terminó el entrenamiento básico, Mike supo que no quería formar parte del ejército. Pasó varios meses trabajando en la base de la Fuerza Aérea, pero estaba profundamente deprimido.
Su peor momento fue poco antes de que le tocara ser enviado a Afganistán.
“Sabía que me estaban desplegando. Estaba bajo mucho estrés, con demasiado alcohol una noche y con acceso a un arma de fuego”.
Casi se suicida y le dieron la baja médica. Es un episodio que le cuesta discutir.
Aunque su entrenamiento básico le ayudó a escapar del extremismo, Mike no cree que sea una coincidencia que un número de aquellos involucrados en la violencia de extrema derecha en años recientes hayan servido en el ejército.
Piensa que algunos extremistas quizás se unan el ejército, como él hizo, buscando una oportunidad para matar personas de razas diferentes.
Otros, sugiere, se apuntan porque piensan que el entrenamiento les ayudará a derrocar al Estado, mientras que un tercer grupo se desilusiona y radicaliza como resultado de su experiencia en las filas.
“Sienten que se aprovechan de ellos, que no se les comprende y se les miente”, dice.
Uno de ellos es un amigo que Mike ha visto mostrar apoyo a una milicia antigubernamental en redes sociales.
“Sirvió entre 16 y 20 años en el ejército y ha participado en dos guerra. Dos guerras que fueron una mentira”, dice Mike, refiriéndose a Irak y Afganistán.
El pasado mes, el Instituto para el Diálogo Estratégico publicó un informe examinando el tema del ejército discutido por radicales de extrema derecha en la aplicación de mensajería Telgram.
Descubrieron que un número pequeño de extremistas reclamaban ser veteranos, pero también observaron que hablaban de forma negativa sobre el ejército.
“Esto se debe principalmente a la percepción de que las intervenciones estadounidenses en el extranjero sirven los intereses de Israel en lugar de los de la raza blanca”, dice el informe.
Mike también comenzó a creer que las guerras de Estados Unidos no tenían sentido, pero también aceptó que tampoco lo tenía el racismo.
“Empecé a darme cuenta, unos 70 años después que todo el mundo, de que Hitler estaba claramente equivocado”, reconoce.
Cuando las ideas de Mike empezaron a cambiar, se puso en contacto con Christian Picciolini, un antiguo neonazi que ahora canaliza su energía en la desradicalización.
“Me dijo que practicara la empatía, que no juzgara a la gente, que fuera honesto, reflexivo. Pasos esenciales para encontrar un camino para hacer el bien”, cuenta Mike.
Comenzó a trabajar en una sala de música y se enamoró de la escena del punk y el rock. Fue el espacio que necesitaba para canalizar la rabia que construyó desde su niñez. El punk se convirtió en su salvación.
“Mi comunidad del punk y el rock ha sido una de las mayores cosas que me ha sacado de aquí. Pienso en lo vital que es tener una salida y un grupo al que sientes que perteneces y que sea constructivo”, reflexiona Mike.
Después de caducar su baja médica, Mike no regresó al ejército y se le consideró un desertor. Entonces, el pasado diciembre, para su sorpresa, fue liberado con honores.
A veces le preocupa que el extremismo sigue despertando brusquedad en él.
A fines de 2019 trabajaba en una tienda cuando dos hombres jóvenes negros entraron a robar y asaltaron a una mujer adulta.
Mike intentó detenerles y entonces ellos sacaron una pistola.
Más tarde, esa misma noche, Mike reconoció las mismas ideas feas, deshumanizadoras y racistas poblando otra vez sus pensamientos, pero luchó contra ellas.
“He hecho efuerzos continuos para ser antiracista, para ser activamente antiracista, pero es difícil y no quiero pretender que no lo es”.
Mientras Mike se las ha ingeniado para salir de la espiral de extremismo, otros estadounidenses han caído de forma profunda.
Oakland y Kenosha no fueron los únicos lugares donde los protestantes de Black Lives Matter acabaron lesionados y Mike quedó horrorizado con el ataque al Capitolio.
Estados Unidos es una “unión de clanes que de otro modo estarían en guerra”, dice.
“Y cuando decides dejar caer un fósforo, puede volverse increíblemente peligroso. Ya he visto tremenda cantidad de violencia”.
Mike quiere que la gente comprenda qué fácil es en el Estados Unidos de hoy que una ideología extremista acabe con la vida de alguien.
“Era un adolescente con acceso básico a internet en un suburbio de California y me radicalicé lo suficiente como para querer cometer actos de violencia contra gente solo por su color de piel o religión. Quiero que la gente sepa que yo era un nazi. No en Bavaria en 1939, sino en el Estados Unidos moderno”, concluye.
Mike es un pseudónimo.
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