Decidieron no quedarse de brazos cruzados ante el conflicto que aún conmueve al mundo; hora a hora, son testigos de duras escenas y situaciones de tensión
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UCRANIA.- “Así empieza. Como una necesidad, la bondad te lleva a hacer cosas extrañas, a dejar tu vida ya encaminada y a dejar tu casa. Primero, a subirte al auto de un desconocido, a ponerte una remera que te diferencia de los demás, cruzar una frontera, entrar a un país en guerra y cambiar tu vida para siempre”, dice Dexter, un productor audiovisual de 25 años, graduado en la Universidad de Stanford, que llegó desde Londres para ayudar a los afectados en Ucrania. Es uno de los voluntarios que decidió no quedarse inmóvil ante un conflicto que aún conmueve al mundo.
En una camioneta blanca con una cruz de ocho puntas en el capó viajan seis voluntarios que integran la Orden de Malta, una institución católica y apolítica que tiene como misión principal asistir a víctimas de conflictos armados. Todos entran a Ucrania con un mismo interés: la ayuda humanitaria.
Ucrania tiene tres pasos fronterizos con Hungría. El de la región de Transcarpacia es el segundo más transitado desde que empezó la guerra y, por el momento, fuera de peligro de bombardeos al estar protegido por la OTAN. Filippo Grandi, comisionado de la ONU para refugiados, advirtió que en octubre, luego de que Rusia lanzara su mayor serie de ataques en meses, más personas se vieron forzadas a dejar sus hogares.
Desde entonces, en la frontera se contempla una ola de refugiados que buscan salir de su país lo antes posible, luego de abandonar su casa con un pasaporte y un bolso hecho a las apuradas.
La mayoría cruza en auto; otros, con menos suerte, lo hacen a pie. Esa noche, la que deciden evacuar, casi no duermen; llegan a la frontera a las cinco de la mañana, el sol apenas sale y el aire es cálido. Forman en silencio, aunque se escuchan constantes risas y murmullos porque la mayoría son niños. El trámite es rápido: un soldado -al que solo se le ve la mano porque está metido en un cubículo- recibe el pasaporte y lo revisa, hace dos o tres preguntas, pero cuando nota que son refugiados, facilita el egreso.
Más de 7,8 millones de personas han abandonado el país desde el inicio de la invasión, según los últimos datos difundidos por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Aunque muchos de ellos han regresado, más de 4,7 millones de ucranianos se registraron para obtener la condición de protección temporal en países de la Unión Europea. Cerca del 90% del total de esa población refugiada está compuesto por mujeres y niños. Además, hay siete millones de desplazados internos, personas que han dejado sus hogares y que ahora viven en otros puntos dentro de Ucrania.
Desde el auto, Dexter observa a las mujeres que salen, hasta que sus ojos se encuentran con los de una de ellas. Dexter le sonríe, quizás para cortar la incomodidad o por mera simpatía. Ella responde con una tímida mueca que se diluye a medida que el auto avanza. Nunca más volverían a verse. Como un paréntesis, la frontera se convierte en ese espacio cerrado que comparten los voluntarios y los refugiados. Por momentos no sienten la guerra porque se escuchan las voces de los niños. Pero siempre está, tan decisiva, tan dura y tan clara: en la tapa de los diarios o en el precio disparado de los cigarrillos, en la falta de combustible y en las largas filas de autos.
La Orden de Malta tiene una de sus bases en el distrito ucraniano de Beregovo, a 10 kilómetros de la frontera, donde viven y duermen los voluntarios, en una escuela que llaman su “refugio”. Cada voluntario tiene una jerarquía que se establece por su antigüedad y su capacidad de acción. María Schumicky, voluntaria desde el 1° de marzo y la que más experiencia tiene dentro del grupo, explica: “Nuestro principal foco es la recogida y distribución de donaciones humanitarias a refugiados. Estamos siempre en contacto con personas que se despiden de sus padres, de sus maridos, de sus familias y es difícil ver todo esto. Sin embargo, lo que priorizamos es transmitir bondad y compartir el dolor, al fin y al cabo, son tiempos en los que todos sufrimos.”
Kalyna Boiko es una ucraniana de 15 años. Cuando empezó la guerra dejó el colegio y se ofreció como voluntaria en la Orden. Aunque vive a cuatro cuadras de la base, la mayoría de las noches prefiere dormir en el refugio porque siente la necesidad del amor y del calor. Dice que tenía una rutina bien marcada, pero que el 24 de febrero cambió por completo. “Mi vida entera se derrumbó, y saber que nunca va a volver a ser como antes es lo que más me afecta”, afirma. Cuenta que todas sus amigas abandonaron el país y que se quedó sola. “Estoy acompañando a mi papá porque sentí que tenía que estar para él”, relata. El padre de Kalyna había estado cuatro años trabajando en un campo en Rusia. Tenía un objetivo: volver a Ucrania y construir su propia casa, en la que viven ahora. Por eso se quedaron.
“Mi papá empeoró mucho en los últimos meses, siento pena por él. No sale de casa por miedo a que lo intercepten en la calle y lo obliguen a ponerse el uniforme”, cuenta Kalyna, sabiendo que tarde o temprano esto puede llegar a pasar. En febrero, el Parlamento de Ucrania impuso la ley marcial y el servicio de carácter obligatorio para integrar el Ejército, una pesadilla para cualquier hombre de entre 18 y 60 años. “Los pueblos fronterizos son el lugar indicado para reclutar hombres porque aquí vinieron a esconderse del servicio obligatorio en un principio”, agrega Schumicky.
LA NACION reconstruyó un día en la vida de los voluntarios, que empieza en el gran depósito de Beregovo, en una antigua fábrica que aloja todo tipo de donaciones: alimentos, productos de higiene y dispositivos de asistencia para discapacitados. La mayoría proviene del Servicio de Caridad Maltés Húngaro, pero también de otras fundaciones, empresas y organizaciones maltesas de Europa.
Para una eficiente recogida, los voluntarios forman una línea que llega desde el depósito hasta el auto. Uno levanta la caja primero y luego se la pasan de mano en mano con un ademán rápido y sistematizado. En diez minutos suben 50 cajas. Festejan con algún chiste espontáneo o una sonrisa que se pierde en el aire. Cierran las puertas, se secan la transpiración y emprenden el viaje.
La satisfacción de haber hecho el trabajo en tiempo y forma dura poco. En la radio anuncian un bombardeo en una escuela de la ciudad de Mykolaiv. Kalyna traduce: “Al menos diez misiles impactaron contra instituciones educativas”. Se hace un largo silencio. Kalyna insulta en ucraniano y llora. Atrás preguntan por la cantidad de muertos. “No dicen, nunca dicen…” responde.
El viaje continúa con la radio en un volumen bajo hasta llegar a la ciudad de Úzhgorod, a cinco kilímetros de la frontera con Eslovaquia. Casi todas las casas tienen un crucifijo en la puerta de entrada, digno de un país religioso, donde el 60% de la población profesa el cristianismo ortodoxo, según el informe Specifics of religious and Church self-determination of citizens of Ukraine de Razumkov Centre. La iglesia es entonces el epicentro del pueblo y el destino final de la distribución. Una construcción donde la dimensión y el color le otorgan protagonismo, tanto por su contraste con los demás edificios como por su carácter aglutinador de los ciudadanos.
Los espera una cálida bienvenida: en la mesa hay vino y algo para alimentarse. Los voluntarios comen como quien se come un fantasma porque siguen con la cabeza en los bombardeos. Hablan del futuro, de lo que podría llegar a pasar quizás mañana o en seis meses. El cura de la iglesia, Andriy, está convencido de que la guerra no cesará. “No hasta que muera Putin y caiga la embajada rusa. No es el principio de una tercera guerra mundial, sino el principio de un nuevo orden donde Putin no va a frenar hasta conquistar toda Europa del Este”, reflexiona.
Actualmente, la iglesia aloja a una madre y a sus dos hijos. Arribaron hace un mes, recién se adaptaron y están preparándose para ser redistribuidos. “Cuando llegan los refugiados, intentamos calmarlos: les damos de comer y un lugar donde dormir. Les sacamos los celulares para que eviten meterse en internet y mirar las noticias. A cambio, buscamos que tengan contacto con la naturaleza”, cuenta el padre Alejandro, el sacerdote de la iglesia. “Este proceso dura un mes, luego les encontramos un lugar para vivir y para que empiecen su vida de nuevo”, agrega.
Davyd es uno de ellos, un refugiado en su propio país. Su relato desgarrador es uno de los tantos que escuchan los voluntarios día tras día. Tiene 17 años y viene de Kiev, donde fue testigo de cómo los aviones sobrevolaron el cielo y bombardearon su casa. Relata que tardaron ocho días en hacer un trayecto que, en realidad, dura 14 horas debido al aglutinamiento de autos en las rutas. “La cosa es así: te despertás por la mañana, con los ruidos de las bombas y tenés que elegir: quedarte y esperar a que la bomba te mate o empacar lo que tengas a tu alcance, lo metés en tu auto (si tenés un auto) y manejás derecho. Sin rumbo, solamente seguís derecho”, expresa. Atrás dejó todo: sus discos preferidos, su cama deshecha. A su padre, que es soldado. Piensa en él. Está lejos, a cientos de kilómetros, en una ciudad donde todavía está el riesgo de la muerte, y su imagen le parece irreal. Davyd prefiere aferrarse a la música, a la sinfonía de Mozart que lo acompañó desde siempre.
Después de comer, el padre Alejandro los invita a entrar a la iglesia; son las cuatro de la tarde y las mujeres mayores se sientan en los alrededores a conversar esperando el comienzo de la misa. Adentro es como un refugio, hay una frescura en el aire que hace olvidar el calor agobiante en las calles; un lugar amplio, con bancos a los costados y, en el medio, un altar áureo y elevado. Se siente la esperanza y por un momento la guerra queda afuera. Rezan “por la nostalgia de un pasado que todavía no pasó”. Piden por los soldados caídos, por los civiles muertos o refugiados; por el papá de Davyd y otros como él. Por la patria, la más afectada, la que aloja una guerra en la que todos son inevitablemente damnificados. Se persignan. Una y otra vez. Quizás hacerlo reiteradamente hará que cobre mayor eficacia.
El sol empieza a esconderse hasta que la cúpula de la iglesia queda a oscuras. Las sombras se proyectan largas. Los voluntarios exhiben signos de cansancio físico y emocional. Hace meses que así es su rutina. La vuelta a la base dura casi dos horas, el camino sufre un deterioro compatible con el resto de la infraestructura en Úzhgorod. El auto se inunda de un silencio sepulcral, algunos duermen, otros miran por la ventana y parecen estar procesando una larga jornada de voluntariado. En el cielo se ven las estelas de cuatro aviones de guerra, los únicos habilitados para volar en el espacio aéreo ucraniano.
Kalyna mira hacia arriba. Recuerda su infancia, cuando solía pasar horas acostada en el patio de su casa junto a su padre mirando el trayecto de los aviones, les seguía el rastro hasta que desaparecían por las nubes. Imaginaba cómo se vería la ciudad desde arriba y cómo la verían a ella. Dice esto con una sonrisa nostálgica, pero de repente se incorpora y cae en la cuenta de que estos aviones no son los mismos que ella observaba de chica. De fondo suena una canción de The Police que a Kalyna le gusta. Sube el volumen y el viaje continúa en silencio. Casi en soledad. Lonely, I’m so lonely. So lonely. So lonely. So lonely.
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