Príncipe Felipe: una muerte que golpeará más a la reina Isabel que a la monarquía
El difunto esposo de la monarca británica cumplió funciones protocolares hasta 2017 y luego se alejó de la vida pública
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PARÍS.- Para decirlo brutalmente, un monarca constitucional debería ser una sombra. Y su consorte, la sombra de una sombra. Vedados de toda actividad política o controversia, en ese sistema, ambos miembros de una pareja real luchan, sin embargo, por encarnar la nación en todas sus manifestaciones.
Por esa razón, la vida del príncipe Felipe de Edimburgo -que murió hoy a los 99 años- se desarrolló en un perpetuo limbo. Donde cada uno de sus movimientos, de sus comentarios y gestos desteñía sobre su soberana mujer. Y por esa razón también nada cambiará en la monarquía después de su desaparición.
Aunque de sangre real, Felipe de Edimburgo no gozó de ninguna de las ventajas de algunos de sus predecesores. Felipe de España, marido de la reina María I (1516-1558), tuvo la esperanza de heredar la corona tras la muerte de su mujer. Cuando fue Isabel, la hermana de la soberana quien la sucedió, envió una armada para reclamar el trono. Después de su Gloriosa Revolución, Guillermo de Orange no toleró ninguna tergiversación del parlamento: exigió una absoluta igualdad con su mujer, la reina María II (1662-1694), y heredó la corona a su muerte. El príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria (1819-1901), fue hecho príncipe consorte gracias a la insistencia de su mujer. Así pudo sentarse a su lado en todos sus actos oficiales, públicos y privados.
Nada de eso sucedió con Felipe. Y muy probablemente Isabel II tampoco vaya imitar a Victoria quien, a la muerte de su esposo, en vez de respetar los ocho días de duelo oficial de rigor, se encerró en el castillo de Balmoral durante 40 años, llevando al borde del derrumbe a la monarquía británica.
Para Felipe, la frustración debe haber sido inmensa, aunque raramente lo manifestó, incluso ante sus allegados. Sus estallidos, que fueron muchos, se limitaron a secas y brutales observaciones como “no soy nada más que una maldita ameba”.
A pesar de todo, de años de rebelión, de peleas y hasta de malas maneras que reflejaban su “mal de vivre”, Felipe fue capaz de aceptar la situación y acomodarse para beneficio de la corona.
“Podía ser rudo, insoportable a veces. Muchas veces por impaciencia, por su deseo de hacer las cosas en forma inmediata. En parte por culpa de su mala audición, heredada de su madre, que era totalmente sorda. Pero sobre todo debido a sus malos modales, una característica que para muchos provenía de su posición y de su temperamento”, escribe Jonny Dymon, el especialista de la Casa Real de la BBC.
Vida pública y privada
Todos sus biógrafos señalan la enorme distancia que había entre su imagen pública y la reserva -rayana en el secreto- que supo imprimir a su vida privada.
“Su infancia de pérdidas y trashumancia le enseñó rápidamente a esconder sus sentimientos frente a los demás. Alguna vez, hablando de su hijo mayor, el príncipe Carlos, con quien nunca se entendió, explicó: “Es un romántico. Yo soy un pragmático. Y porque no percibo las cosas como los románticos, creen que soy un insensible”, señala Dymon.
Ultraconservador, consciente por su propia historia familiar de la fragilidad de la monarquía, Felipe intentó durante más de siete décadas, desde la sombra proyectada por su esposa, superar los escollos que nunca faltaron en la casa de los Windsor, ocupándose particularmente de su familia.
Pero nadie podría decir seriamente que su trabajo fue exitoso, comenzando por la mala relación con su hijo Carlos, el heredero al trono, y su inexplicable silencio durante el annus horribilis de la soberana en 1992 y la muerte de Lady Diana en 1997, aun cuando estuvo ostensiblemente presente junto a sus nietos durante la ceremonia fúnebre.
Desde hace varios años, enfermo y probablemente harto de respetar un inamovible protocolo, el príncipe de Edimburgo se había retirado del mundo.
“La vida -escribió uno de sus biógrafos- no le permitió construir amistades. Pasó por el mundo sin disfrutarlo jamás. La realeza fue su propia jaula, donde nunca nadie pudo entrar”.
Sus quebrantos de salud y ese paulatino desapego a las cosas terrenales, obligaron a la soberana a enfrentar sola estos últimos dos años, nuevo periodo extremadamente difícil para los Windsor, con las acusaciones de violación y pedofilia contra el príncipe Andrés, gran amigo del desaparecido magnate Jeffrey Epstein y el enfrentamiento de Harry, su nieto preferido, con el resto de la familia real.
Fiel a esa necesidad de privacidad, su cuerpo no será expuesto al público y su funeral estará probablemente limitado a su familia, sus escasas relaciones personales y algunos jefes de Estado del Commonwealth.
Felipe será enterrado en la intimidad, seguramente en Frogmore Gardens, el maravilloso parque de 14 hectáreas del castillo de Windsor donde Isabel II pasea sus corgis, donde jugaban los príncipes Andrés y Eduardo de niños y donde el rey Jorge VI y su esposa, la reina madre, pasaron su luna de miel en 1923.
En cuanto al futuro de la monarquía sin él, nada cambiará. Ni en la línea de sucesión al trono ni en lo que toca a los títulos y posiciones de los miembros de la familia real. Nada permite pensar, tampoco, que la reina tenga intenciones de abdicar.
“Puedo asegurar que Isabel II no abdicará” tras la pérdida de su esposo, afirmó el historiador real Hugo Vickers. “Todo indica que la soberana goza de una excelente salud y, con suerte, continuará siendo nuestra reina por mucho tiempo”, insistió.
Es probable, es verdad, que su desaparición signifique un auténtico tsunami para la reina Isabel. Después de 72 años de vida común, aunque su amor mutuo siempre haya parecido extrañamente poco demostrativo, la soberana británica acaba de perder su apoyo, su consejero, su compañero, “su roca”.
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