"Primavera árabe": diez años de un sueño que se convirtió en pesadilla
BARCELONA.- Antes del 17 de diciembre del 2010, el mundo árabe era percibido por muchos académicos como un páramo, estancado y aislado de la evolución reciente de la Historia. Dominado enteramente por regímenes esclerotizados y autoritarios, ya fueran monarquías o repúblicas, no parecía atesorar esperanza alguna de cambios profundos al no disponer de una sociedad civil robusta. La llamada "tercera ola de democratización", que se llevó por delante casi todas las dictaduras del este y del sur de Europa, así como América Latina, había definitivamente pasado de largo en el mundo árabe.
Pero aquel día, en una remota ciudad de provincias de la pequeña Túnez, un acto trágico de desesperación desencadenó una inesperada cadena de acontecimientos que puso patas arriba la entera región. Quince meses después de la inmolación de Mohamed Buazizi, un precario vendedor ambulante de verduras de Sidi Buzid, habían caído cuatro dictaduras aparentemente sólidas, y el resto intentaban cavar un cortafuegos para frenar el contagioso ardor revolucionario. Las presuntamente adormiladas masas árabes se habían levantado para pedir "pan, libertad y justicia social" bajo el lema omnipresente de "El pueblo quiere la caída del régimen".
El primer dictador en caer fue el tunecino Ben Alí, que se exilió el 14 de enero. Probablemente, la pulsión revolucionaria habría quedado circunscrita a la periférica y occidentalizada Túnez si los ecos de su revuelta no hubieran resonado con tanta fuerza en la Plaza Tahrir de El Cairo, la más icónica de la principal megalópolis árabe. La dimisión del dictador egipcio Hosni Mubarak en febrero de aquel vertiginoso 2011 dio una dimensión regional e histórica a unas protestas ya bautizadas como "primaveras árabes". Luego, las manifestaciones masivas se extenderían como la pólvora en Bahréin, Siria, Libia, Yemen …
Una década después, el único país que ha sido capaz de llevar a cabo una transición a la democracia relativamente exitosa fue el que sirvió de cuna de las revueltas: Túnez. En el resto de países sacudidos de pleno por las revueltas, los movimientos de cambio fracasaron: en Egipto, un golpe de Estado militar en 2013 implantó una dictadura todavía más cruel que la de Mubarak; en Bahrein, las tropas del vecino y aliado saudí sofocaron a sangre y fuego las protestas; y en Siria, Libia y Yemen se iniciaron unas guerras civiles que todavía no han terminado y que han destruido las infraestructuras de estos países.
No es fácil sintetizar las causas del fracaso de los movimientos antiautoritarios en países tan diferentes como los citados, pero sí hay algunos puntos compartidos. El principal es la profunda polarización que se produjo alrededor del eje identitario, y especialmente, respecto al papel de la religión en la vida pública. Los partidos que ganaron todas las elecciones libres allí donde se disputaron fueron de cariz islamista, disparando las tensiones con los sectores laicos. Las fuerzas del Antiguo Régimen, en retirada pero no del todo derrotadas, aprovecharon las fracturas ideológicas de sus adversarios y la impaciencia de las masas para volver a imponerse. En algunos escenarios, como Siria o Yemen, esta línea de fractura se hallaba en la intersección de las divisiones de tipo sectario o étnico. Un auténtico polvorín.
Diez años después, la mayoría de la opinión pública árabe considera que, vistos los resultados, no valió la pena rebelarse. Ahora bien, eso no significa que fuera un error hacerlo. Entre otras cosas, porque es todavía pronto para emitir un veredicto histórico. Los activistas más optimistas comparan las revueltas populares de 2011 con la Revolución Francesa y sostienen que estos procesos de ruptura son largos. Recuerdan que en Francia tuvieron que pasar décadas para que la Revolución diera sus frutos, un éxito precedido por una larga fase de restauración monárquica. Las "primaveras árabes" habrían esbozado unas aspiraciones de dignidad y justicia en el horizonte de los pueblos árabes que no desaparecerán mientras no se solucione el malestar que dio pie a la rebelión.
En este sentido, algunos expertos señalan las revueltas populares en Líbano, Sudán, Irak o Argelia como una especie de segunda ola de las Primaveras Árabes. En estos casos, resulta todavía más prematuro hacer una valoración del éxito o fracaso de los movimientos de cambio. Mientras el septuagenario presidente argelino Abdelmayid Tebbún se halla ingresado afectado por coronavirus, la clase libanesa hace meses que busca infructuosamente formar un Gobierno que aplaque la ira popular, o el Gobierno sudanés navega las procelosas aguas de la transición, el panorama se presenta muy fluido.
El reto de los activistas prodemocráticos es de envergadura, pues, a diferencia de finales del siglo XX, su lucha no se desarrolla en un momento de expansión democrática global, sino más bien de recesión. Las dictaduras árabes pueden hallar inspiración en el ascenso de China, una nueva superpotencia con un modelo de desarrollo autoritario. Además, con la experiencia Trump, el ejemplo de la democracia estadounidense parece menos lustroso. En el mundo árabe, también la Historia del siglo XXI está por escribir.
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