Priebke: sólo hice lo que me ordenaron
ROMA.- El taxi ha cruzado el Tíber por el Ponte d´Aosta y recorre hacia el Oeste la zigzagueante avenida. A la izquierda, las murallas vaticanas parecen interminables. En la via Aurelia el tránsito es nervioso y espasmódico, y las viejas Vespa trepidan esquivando milagrosamente los autos.
"Tiene que ser por acá", dice el taxista. Ha dejado la avenida doblando a la derecha, y ha entrado por una callecita angosta a un barrio de edificios iguales: pequeño jardín adelante, portero eléctrico con los nombres de los propietarios, un minúsculo espacio para estacionar, una puerta vidriada que conduce a los ascensores.
Aunque el taxista es romano, es el pasajero quien primero descubre el lugar. Allí vive Erich Priebke. Es obvio: hay una camioneta de carabineros detenida frente al portón, dos hombres de uniforme y ametralladora en mano junto a la puerta, y otra camioneta policial estacionada cincuenta metros más allá, donde la calle Cardinal Sanfelice, en el barrio Aurelia, dobla a noventa grados.
Es un día de sol, media tarde. Los chicos que han salido del colegio vuelven a casa, y al pasar saludan a los carabineros que custodian el portón identificado con el número 5. Un detalle que quizá no les importe les pasa por alto: en ese edificio, en el tercer piso, departamento B, vive bajo arresto el preso más viejo de Italia. Un país, dicen los italianos, donde nadie va preso.
El preso más viejo de Italia cumplirá 85 años el próximo 29 de julio. Es alemán, se llama Erich Priebke y está convicto por crímenes de guerra cometidos contra la población civil de Roma, en 1944. Piensa que su condena es injusta, no se arrepiente de lo que ha hecho y tiene la íntima convicción de que ya no volverá a ver la vida más que a través de una ventana enrejada.
La negociación
Viernes 3 de abril de 1998. Siete de la mañana. En la habitación 309 del hotel Traiano, de Roma, todo es oscuridad y silencio hasta que suena el teléfono.
"Habla Erich Priebke -dice la voz-. No tenemos mucho tiempo, así que pregúnteme."
La llamada era el corolario de una larga negociación que había comenzado en Buenos Aires a fines de julio del año anterior, y que en las horas previas al reportaje había parecido naufragar definitivamente.
A lo largo de siete meses, primero había ocurrido que Priebke estaba incomunicado, y luego, que las visitas le eran permitidas con cuentagotas. Después había sucedido que la condición para mantener el arresto domiciliario era no hablar con periodistas, y finalmente había pasado que las barreras habían caído y Erich Priebke se avenía a contar su historia. Aparentemente.
El martes 31 de marzo, ya en Roma, el contacto final había encendido la alarma. A las once de la mañana, una mujer joven acompañada por su madre había llegado hasta el hotel donde estaba La Nación , y con cara de circunstancias había planteado el problema.
"No es posible que el señor Priebke conceda un reportaje", había dicho. Se llamaba Mirella, tendría unos veinticinco años, fumaba cigarrillos americanos y gesticulaba al hablar. Ella podía hacerle llegar una carta, pero su gestión acabaría ahí. Lo demás dependía de un misterioso signore Giachini, pero resultaba que el misterioso signore Giachini estaba en el Himalaya, a unos 10.000 kilómetros de Roma, preparándose para escalar el Everest, y regresaría sólo a finales de mayo.
Una voz en el teléfono
Mirella se había levantado del sillón, había dicho mi dispiace, aunque en realidad no parecía sentirlo, y había salido del hotel con su madre sin volver la vista. En menos de tres días Erich Priebke cambió de opinión y, en los hechos, determinaría las condiciones de la entrevista: fotos no y visitas, tampoco. Sería por teléfono.
La voz es firme. No vacila. Es sonora y clara y no parece corresponder a un hombre abatido. Habla más en italiano que en español, y se disculpa diciendo que -pese a haber vivido casi medio siglo en la Argentina- ha olvidado el idioma.
_¿Cómo está?
_Físicamente bien, pero es un milagro que aún esté vivo.
_Habrá tenido tiempo de pensar en todo lo que pasó...
_Sí, tiempo es lo que me sobra. Y no consigo entenderlo. Mi extradición desde la Argentina no era posible, pero hubo cuestiones extrajudiciales. Yo estoy acá por razones políticas, pero no debo hablar de esto porque tengo un proceso por delante...
La de Priebke es una interpretación curiosa de lo sucedido. El 23 de marzo de 1944, un atentado de la resistencia italiana contra soldados alemanes había causado treinta y tres muertos en el centro de Roma, y el alto mando alemán había ordenado una represalia desmedida y brutal: el fusilamiento de diez civiles romanos por cada soldado muerto.
El capitán Erich Priebke, por entonces segundo en la jerarquía de la SS en la Roma ocupada por los nazis, había confeccionado la lista de quienes debían ser ejecutados, había supervisado su traslado desde las cárceles hasta el lugar elegido para los fusilamientos y había participado de las ejecuciones, matando personalmente a dos prisioneros arrodillados y con las manos atadas a la espalda.
En la confusión del momento, a los precisos alemanes les habían fallado los cálculos: cuando acabó la ejecución, advirtieron que en lugar de los trescientos treinta muertos tenían trescientos treinta y cinco. La masacre había ocurrido al día siguiente del atentado y el lugar elegido para la represalia había sido las Fosas Ardeatinas, en las inmediaciones de la via Appia Antica, cerca de las catacumbas de San Calixto y de Domitila.
_¿Está arrepentido por lo que sucedió?
_No, porque yo no podía hacer otra cosa. ¡Si me negaba, me fusilaban a mí! Esa había sido la advertencia de mis superiores en Italia, y la orden había llegado desde Berlín, impartida personalmente por Adolf Hitler.
_¿Hitler en persona había pedido que se fusilara a diez italianos por cada soldado alemán muerto?
_¡No! Había pedido que se fusilara a cincuenta por cada uno, pero esto era imposible y se decidió que la proporción fuera de diez a uno.
Nostalgias
Aunque después de la guerra el hecho fue juzgado y el coronel Herbert Kappler sentenciado a perpetua por él, Priebke consiguió eludir la justicia italiana, y marchó hacia el Norte para desaparecer. Estuvo brevemente internado en un campo de prisioneros británicos, logró escapar y a mediados de 1948, con su mujer y sus hijos, se embarcó en Génova hacia Buenos Aires.
_¿Cómo fue la fuga hacia la Argentina?
_Tuvimos que vender los muebles para comprar los pasajes.
_Alguien lo habrá ayudado...
_Sí. Me ayudó el padre Pancratius Pfeiffer, a quien yo había tratado en Roma durante la guerra. El hacía gestiones por algunos detenidos, conseguía que Kappler liberara presos, en fin...
_¿Y en Buenos Aires?
_En Buenos Aires conseguí trabajo como lavacopas, después fui mozo en la cervecería Adam, y en 1954 me fui con mi familia a Bariloche. Ellos todavía están allí.
_¿Se ve con su familia? ¿Lo visitan?
-No. Mi mujer, Alice, quedó muy afectada con mi detención, el 9 de mayo de 1995, y después, con mi extradición a Italia. No la vi más. El 15 de junio cumpliremos sesenta años de casados. Tengo miedo de morir sin volver a verla.
_¿Y sus hijos?
_A Jorge, el que vive en Bariloche, no he vuelto a verlo. Ingo, que vive en Nueva York, me ha visitado cuatro o cinco veces en dos años. No somos una familia de fortuna, y viajar es caro.
_¿Qué es lo que más extraña?
_Además de mi familia, a Bariloche. A mi Bariloche.
_¿Y ha venido gente a verlo desde allá?
_No... Vino una sola persona mientras estaba detenido en un convento de Frascati, pero apenas si nos vimos unos minutos.
_¿Ahora podrían visitarlo, si quisieran?
_Sí. Ahora que estoy en casa del señor Giachini, sí.
El señor Giachini
Paolo Giachini es un enigma. Dicen que es un hombre de unos cuarenta y cinco años que se presenta como empresario de la industria del cuero, y ha ofrecido su casa del barrio Aurelia para que Erich Priebke cumpla allí su arresto domiciliario.
Es poquísimo lo que se sabe de él: es soltero, aficionado al montañismo, militante de grupos neofascistas no violentos. Desde que se ha transformado en representante de Priebke dice que es su amigo, y para trabajar en su defensa ha creado una institución, llamada Uomo, giustizia e libertá. Curiosamente, la UGL funciona en una pequeña oficina a veinte metros de la via Rasella -donde fue el atentado que motivó la represalia de los alemanes- pero desde hace unos días allí no hay nadie y hasta han sacado la chapa de la puerta. La empresa de cueros, además, no figura en la guía telefónica de Roma, y la cámara del sector tampoco la tiene registrada.
Giachini, a cambio de su hospitalidad, se ha transformado en la llave que abre o cierra el camino hacia Erich Priebke. Y casi siempre lo cierra. Ahora es su vocero, su consejero, su abogado, su representante y hasta -se sospecha- quien responde como si fuera Priebke los cuestionarios que los periodistas italianos le envían de tanto en tanto al detenido.
A Priebke se le llena la boca hablando de él: "Es un señor muy gentil y se desvive por atenderme. Ahora está en el Himalaya, pero había suspendido el viaje dos veces para quedarse conmigo".
_¿Usted lo conocía de antes?
_No, no. Lo conocí ahora. Vino a verme a la cárcel, hablamos y le firmé un poder para que me representara ante los tribunales. Para cualquier cosa hay que hablar con él. Esta casa donde yo vivo es del señor Giachini, y él mismo vive acá.
Un preso de lujo
La casa donde Erich Priebke cumple su arresto es un departamento de seis ambientes. Se accede por un pequeño hall. La primera puerta a la izquierda da a una sala donde hay un televisor y un sofá de tres cuerpos, que es donde el detenido atiende a sus visitantes.
Siguiendo por el pasillo, la segunda puerta da a la habitación de Priebke. Es un ambiente amplio, con una cama de una plaza junto a una pared y un escritorio con una máquina de escribir eléctrica y lleno de cartas.
Contestar cartas es, justamente, la principal ocupación del ex capitán SS. Mario Spataro, un periodista free-lance de confesa ideología fascista que lo visita regularmente, dice que todos los días recibe una docena. "Le escriben de todo el mundo, y el señor Priebke contesta cada una de ellas".
Según Spataro, la mayor parte de la correspondencia llega desde el interior de Italia y desde Alemania, y muy de cuando en cuando alguna desde la Argentina. "Después del último fallo, que confirmó la sentencia, recibió ciento cincuenta cartas en tres días. Esa sentencia lo abatió y estuvo dos semanas sin escribir. Después las contestó todas".
Priebke -dice Spataro- viste siempre camisa y pantalón sport, pero jamás un jean, y tiene un exacerbado sentido del ahorro: "Anda por la casa apagando las luces innecesarias y no abre un frasco nuevo de dulce sin antes acabar el anterior".
¿Visitas? Una por día, durante una hora: entre 13.30 y 14.30. ¿Comidas? Pescados, pastas y salchichas con chucrut. ¿Personal de servicio? Una señora que hace las compras y cocina, y el empleado de una lavandería automática que retira la ropa blanca una vez por la semana. ¿Amigos? Amigos...
La primera persona que se acercó a Erich Priebke cuando llegó a Italia detenido fue una mujer. Se llamaba Mary Pace, era escritora y comenzó a visitarlo en la prisión militar de Forte Boccea.
De esos encuentros hizo un libro (Dietro Priebke), y en ese libro describió la relación que se había establecido entre ellos. Ella le llevaba rosas rojas, y él le decía que era la luz de sus ojos; ella admiraba su apostura y él desesperaba hasta que llegaba a visitarlo; ella lánguidamente lo llamaba "Eric" y él le escribía cartas llamándola "Querida Mary".
Mary Pace (rubia, 1,55 metro, sesentona, boca grande) dejó de verlo cuando Priebke fue trasladado a la cárcel civil de Regina Coeli, y desde entonces su vida se convirtió en un caos. En enero del año último fue condenada por el robo de diez millones de liras (unos 5000 dólares), y cuando Priebke se negó a recibirla intentó suicidarse tomando una dosis excesiva de pastillas para dormir.
Desde entonces, el detenido parece haber elegido con más cuidado a sus amistades, y ahora sólo lo visitan un confesor holandés, hombres que periódicamente llegan desde Alemania y el periodista Spataro.
Un final incierto
La voz en el teléfono es firme y no se quiebra en ningún momento.
_¿Sabe que hay un decreto por el cual, aunque recupere la libertad, no puede regresar a la Argentina?
_Sí, lo conozco. Por eso le decía que mi extradición fue una cuestión política, lo mismo que este juicio que se está haciendo en Italia. ¿Alguien se preguntó cuánto le cuesta al gobierno italiano mantenerme preso? ¿Cuánto cuesta este proceso?
_¿Cómo cree que va a terminar?
_No lo sé. Cuando llegué estaba confiado; creía que era sólo una formalidad y que en pocos días estaría de regreso en Bariloche. Pero ahora... No sé. No sé si podré volver a la Argentina.
_¿Qué piensa de la condena a Maurice Papon, acusado de la deportación de judíos de Francia durante la guerra?
_Fíjese. A Papon, que era un jerarca, le dan diez años de arresto domiciliario, y a Priebke, que era un funcionario administrativo, le dan reclusión perpetua. Por eso insisto en que lo mío es una cuestión política.
_Pero usted no fue sólo un funcionario administrativo.
_Sí, sí. Mi función eran las relaciones con el Vaticano, y antes había estado en el equipo de traductores cuando Hitler y Mussolini se encontraron en Roma, y durante una visita a Italia del mariscal Hermann Goering.
_¿Y los fusilamientos en las Ardeatinas, señor Priebke?
_Los fusilamientos, bueno... Ya le expliqué que era una orden, y nosotros no podíamos desobedecer las órdenes.
_Entonces, usted no se considera a sí mismo un criminal de guerra.
_No, señor. Por supuesto que no. Pero no puedo hablar de esto porque tengo un proceso pendiente.
_¿Y de qué puede hablar, entonces?
_Poco, poco. He olvidado el español porque no lo practico. Me he concentrado en recuperar el italiano para poder seguir personalmente el proceso. Ahora perdóneme, pero tengo que dejarlo. Están llamando los carabineros para hacer el control.
_La última, Priebke: ¿verdaderamente no está arrepentido?
_Ya le dije que no. ¿Cómo me voy a arrepentir si he cumplido una orden?
Via Rasella
Es mediodía en Roma. En la dolcevitesca Fontana de Trevi, cientos de turistas arrojan sus monedas de espaldas a la fuente. En un rato más los cafés se llenarán de gente y los más hambrientos devorarán el menú fijo de 22 mil liras (unos 12 dólares).
A ciento cincuenta metros de allí, donde la via del Tritone se cruza con la de Quattro Fontane, sube una calle angosta y oscura en dirección al fantástico palacio Barberini. La calle tiene casas de dos plantas de color terracota y una placa de cemento donde se lee el nombre: Via Rasella.
Según se va subiendo, a mano derecha aparece la cervecería Albrecht y unos pasos más allá, sobre el número 18, se advierten muescas en la pared hasta la altura del segundo piso. Esas marcas están allí desde el 23 de marzo de 1944, cuando un carro de basura cargado con explosivos explotó al paso de una formación del batallón alemán Bozen.
Fue ese atentado el que motivó la represalia, y esa represalia la que hoy, cincuenta y cuatro años después de ejecutada, mantiene a Erich Priebke en una cómoda celda de seis ambientes con televisión, teléfono y cocina internacional.
Erich Priebke espera piedad de aquellos con quienes él no la tuvo. Hoy, desde su confortable encierro, mientras mira pasar la vida por una ventana enrejada, el ex capitán nazi tal vez sueña con la guerra, con la matanza de las Fosas Ardeatinas, con el respeto servil con que los policías fascistas se inclinaban ante él, y con sus paseos por Roma, erguido y soberbio, enfundado en el lustroso uniforme negro de las SS.
O, acaso, sólo sueña con Bariloche.
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