Por qué la prensa no debe someterse a las encuestas
WASHINGTON (The New York Times).- Hay un chiste sobre Bill Clinton que dice que cuando el presidente norteamericano se mete con un convertible con la capota baja en un lavadero automático de autos, quienes se mojan son los demás.
El presidente convirtió a la Casa Blanca, ubicada en la avenida Pensilvania 1600, en el Motel 1600 para los ricos que realizan aportes a la campaña electoral, pero fue Al Gore el primero que se metió en líos por hacer alguna que otra llamada telefónica para recaudar fondos políticos.
El presidente se salió con la suya respecto de una joven pasante, pero fue a Newt Gingrich a quien despidieron.
El presidente dijo una de las mentiras más grandes y más burdas de la historia, pero la opinión pública quiere enjuiciar a la prensa.
La revista New York realizó una encuesta esta semana y llegó a la conclusión de que los equivocados son los periodistas que cubrieron el escándalo. Algunos comentaristas se autoflagelaron. Después de las elecciones, George Stephanopoulos, ex asesor de Clinton que ahora comenta para ABC, se disculpó diciendo:"Todos estuvimos equivocados, en todo momento". Parafraseando a Clinton, eso depende de lo que quiso decir con "estuvimos" y con "equivocados".
Poco inteligente
No fue inteligente de parte de los periodistas pronosticar, tan pronto estalló el escándalo Lewinsky, que el presidente se alejaría del cargo en pocos días más. Y fue un vil exceso de parte de los canales de cable, que rondaban a la espera de que otra celebridad sufriera un desenlace fatal, convertirse en buitres con programas que diariamente anunciaban: "La Casa Blanca en crisis".
Pero el carácter obsesivo de los medios no justifica el consenso obstinado e injurioso que se fue formando después del resultado de las elecciones. Personalmente, me sentí alentada por la manera en que, en vísperas de las elecciones, los votantes reaccionaban: con sentido común, con equilibrio y con cierta alergia a las investigaciones y a la perspectiva de un juicio político.
Pero durante las semanas que transcurrieron desde las elecciones, hubo demasiados aires de triunfalismo desde la Casa Blanca y entre sus partidarios. Y hubo demasiados comentarios periodísticos autolacerantes que interpretaron, erróneamente, la reacción de la opinión pública como si fuese una reivindicación del presidente. Clinton ganó. La prensa perdió. La prensa debería dejarse de embromar. Se acabó el juego.
En una nación regida por las encuestas y los índices de audiencia, donde incluso los diarios contratan a grupos de enfoque para ver qué clase de noticias quieren los lectores, estamos perdiendo de vista algo que debimos haber aprendido en la adolescencia: simplemente el hecho de que algo sea popular no significa que esté bien.
En la Casa Blanca, la verdad se usa sólo en la medida en que sea conveniente. Cuando se conoció la noticia acerca de Monica Lewinsky, el presidente Clinton le pidió a Dick Morris que hiciera una encuesta que le indicara cuál sería la mejor jugada: la verdad o la mentira.
Morris le informó a su compinche de tantos años que si decía la verdad no sobreviviría, y Clinton respondió:"Bueno, entonces tendremos que ganar".
Sé exactamente cómo se siente la opinión pública. Personalmente, también estoy hastiada de todo eso.
Pero el hecho es que el escándalo sigue allí, y que el presidente hizo lo que hizo y dijo lo que dijo, y las consecuencias de lo que hizo y de lo que dijo han preocupado y mantenido en vilo durante un año tanto al Poder Ejecutivo como a los poderes Legislativo y Judicial.
Como autómatas
Creer lo contrario, someterse como autómatas a las encuestas y aceptar instrucciones profesionales a partir de los deseos y caprichos de un electorado veleidoso significaría renunciar a la función que la opinión pública dice que quiere que la prensa ejerza: cubrir la noticia.
Si Clinton hubiese dicho la verdad inmediatamente, la noticia se habría apagado gradualmente. Pero nuestra tarea consiste en desenredar la madeja, averiguar si hay mentiras y, llevados por el escepticismo, recorrer un kilómetro más para comprobar que no haya encubrimientos.
La impúdica historia de los gobiernos norteamericanos -Vietnam, Watergate, Irán-Contras- demuestra que los periodistas tienen la obligación de buscar la verdad, piense lo que piense la opinión pública.
Existe el riesgo de formular una falsa ecuación y de establecer una engañosa comparación entre la popularidad y la rectitud (entre lo que es popular y lo que está bien), entre lo que se prefiere y lo que es verdad.
El peligro consiste en que la próxima vez, cuando haya un encubrimiento en un asunto con menos tonos grises, los periodistas observen las cifras de las encuestas y se vayan temprano a casa.
La próxima vez, la cuestión podría no girar alrededor del sexo y las mentiras. Tal vez sea un caso de vida o muerte.
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