En un intercambio epistolar en 1932, Albert Einstein y Sigmund Freud reflexionaron sobre la guerra y la posibilidad de librarse de esa amenaza para siempre
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Albert Einstein, el padre de la física moderna, y Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, se conocieron en la casa del hijo de este último en Berlín en 1927. “Él es alegre, confiado y amable, y entiende tanto de psicología como yo de física, así que tuvimos una charla muy placentera”, comentó el psicólogo.
Fue la única vez que se vieron en persona, pero mantuvieron una amistad epistolar, ocasionalmente ensombrecida por la amargura de Freud. “El afortunado Einstein lo ha pasado mucho mejor que yo. Ha contado con el apoyo de una larga serie de predecesores desde Newton en adelante, mientras que yo he tenido que abrirme paso solo a zancadas a través de una jungla enmarañada”, le escribió a princesa María Bonaparte.
También resentía su “juventud y la energía que le permiten apoyar tantas causas con tanto vigor”. Él mismo le confesó a Einstein “la envidia que no tengo miedo de poseer”, excusándose en el hecho de que, como físico, Einstein gozaba del estatus de autoridad en su campo, mientras que él, como psicólogo, tenía que aceptar que hasta los ignorantes se atrevieran a opinar sobre su obra.
Uno de esos ignorantes era el mismo Einstein, quien -cuando se lo solicitaron- se había negado a apoyar la candidatura al premio Nobel que Freud tanto anhelaba. “A pesar de mi admiración por los ingeniosos logros de Freud, dudo en intervenir en este caso. No pude convencerme de la validez de la teoría de Freud”, respondió el legendario físico en 1928.
La opinión de Einstein sobre el psicoanálisis mejoraría más tarde, y se lo comunicó a Freud cuando lo felicitó por sus 80 años. “Realmente debo decirle cuánto me alegró enterarme de su cambio de parecer -le escribió Freud-. Por supuesto, siempre supe que usted me ‘admiraba’ sólo por cortesía y valoraba muy poco cualquiera de mis doctrinas”.
La tarea
La impresión de Freud parecía desatinada a la luz del entusiasmo con el que Einstein lo había escogido unos años antes como su corresponsal cuando el Instituto para la Cooperación Intelectual invitó al renombrado físico a un intercambio interdisciplinario de ideas sobre política y paz con un pensador de su elección. “Admiro mucho su pasión por averiguar la verdad, una pasión que ha llegado a dominar todo lo demás en su forma de pensar”, le escribió Einstein a Freud en 1931.
La tarea que tendrían era entender lo incomprensible: por qué la guerra. ¿Por qué la tarea? Con las heridas de la Primera Guerra Mundial aún abiertas y el fuerte declive de las economías de todo el mundo, las tensiones sociales se habían agudizado y el totalitarismo echó raíces.
La amenaza a la paz mundial era palpable. Es por eso que la Liga de las Naciones recurrió a uno de los científicos más influyentes del mundo y pacifista perpetuo para pedirle que explorara cómo se podría lograr la paz mundial y éste, a su vez, invitó a uno de los más grandes estudiosos de la vida interior de los seres humanos.
Sus cartas fueron publicadas en marzo de 1933 en París, en francés, inglés y alemán simultáneamente. En Alemania, el Partido Nacionalsocialista prohibió su divulgación; estremecedoramente, Adolfo Hitler, quien eventualmente desterraría tanto a Einstein como a Freud, ya había ascendido al poder.
Líderes sin poder
En su carta, fechada el 29 de abril de 1931, Einstein empezó refiriéndose a la “profunda devoción” de Freud “por el gran objetivo de la liberación interna y externa del hombre de los males de la guerra”.
“Esta fue la profunda esperanza de todos aquellos que han sido reverenciados como líderes morales y espirituales más allá de los límites de su propio tiempo y país, desde Jesús hasta Goethe y Kant”.
“Estoy convencido de que casi todos los grandes hombres que, por sus logros, son reconocidos como líderes (...) comparten los mismos ideales. Pero tienen poca influencia en el curso de los acontecimientos políticos. Casi parecería que el dominio mismo de la actividad humana más crucial para el destino de las naciones está ineludiblemente en manos de gobernantes políticos totalmente irresponsables”.
Continuó argumentando que la única forma positiva de avanzar es a través del establecimiento de “una asociación libre de hombres cuyo trabajo y logros previos ofrezcan una garantía de su capacidad e integridad”.
Reconoció que, “en vista de las imperfecciones de la naturaleza humana”, esa asociación no estaría libre de todos los defectos que a menudo llevan a la degeneración. “A pesar de esos peligros, ¿no deberíamos hacer al menos un intento de formarla? ¡Me parece nada menos que un deber imperativo!”
Urgente y absorbente
El verano siguiente, el 30 de julio de 1932, Einstein le escribió nuevamente a Freud invitándolo oficialmente a participar en el intercambio del Instituto para la Cooperación Intelectual sobre “este urgente y absorbente problema”. “Este es el problema: ¿Hay alguna forma de liberar a la humanidad de la amenaza de la guerra?
“Es de conocimiento común que, con el avance de la ciencia moderna, este tema ha llegado a significar un asunto de vida o muerte para la Civilización tal como la conocemos; sin embargo, a pesar del celo desplegado, todo intento de solución ha terminado en un lamentable fracaso”.
Le explicó que quienes se ocupan profesional y prácticamente a abordar el problema estaban “conscientes de su impotencia para enfrentarlo” y por eso deseaban “conocer los puntos de vista de los hombres que, absortos en la búsqueda de la ciencia, puede ver los problemas del mundo en la perspectiva que brinda la distancia”.
En su caso, dijo Einstein, el tema que normalmente ocupaba sus pensamientos, la física, “no permite vislumbrar los lugares oscuros de la voluntad y el sentimiento humanos”, de manera que no podía hacer mucho más que aclarar la cuestión y “despejar el terreno de las soluciones más obvias” para que Freud pudiera alumbrarlo con “su amplio conocimiento de la vida instintiva del hombre”.
Utopía
En la carta, presentó sus propias ideas sobre lo que podría implicar una solución: aquel organismo legislativo y judicial internacional, que resolvería todos los conflictos por consentimiento mutuo, al que había aludido en la misiva anterior.
Por supuesto, reconoció que tal utopía enfrentaría fuertes obstáculos. “En la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente para dictar veredictos de autoridad incontestable y obligar a la sumisión absoluta a la ejecución de sus veredictos.
“Por lo tanto, llego a mi primer axioma: la búsqueda de la seguridad internacional implica la entrega incondicional por parte de cada nación, en cierta medida, de su libertad de acción, es decir, de su soberanía, y es claro más allá de toda duda que ningún otro camino puede conducir a tal seguridad.
“El anhelo de poder que caracteriza a la clase gobernante en todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional”. Pero hay algo más: “Esta sed de poder político a menudo es apoyada por las actividades de otro grupo, cuyas aspiraciones están en líneas económicas puramente mercenarias”.
“Pienso especialmente en ese grupo pequeño pero decidido, activo en todas las naciones, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y restricciones sociales, consideran la guerra, la fabricación y venta de armas, simplemente como una ocasión para promover sus intereses personales y ampliar su autoridad”.
Einstein también formuló una serie de preguntas para enmarcar la discusión:
“¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla [la clase gobernante] doblegue la voluntad de la mayoría, que puede perder y sufrir por una guerra, al servicio de sus ambiciones? ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre para hacerla a prueba de las psicosis del odio y la destructividad? No estoy pensando de ninguna manera sólo en las llamadas masas incultas”.
“La experiencia demuestra que es más bien la llamada intelligentsia, la más propensa a ceder a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida en bruto, sino que la encuentra en su forma más fácil y sintética: en la página impresa”.
Terminó señalándole a Freud que su contribución “bien podría abrir el camino a nuevos y fructíferos modos de acción”.
La incómoda verdad
Unas semanas más tarde, el 12 de septiembre de 1932, Leon Steinig, director de la Liga de Naciones, le comunicó a Einstein que Freud había aceptado cooperar aunque le advertía que lo que tenía que decir podría ser demasiado pesimista para el gusto de la gente, pues no endulzaría la incómoda verdad:
“Toda mi vida he tenido que decirle a la gente verdades que eran difíciles de tragar. Ahora que soy viejo, ciertamente no quiero engañarlos”.
Einstein le aseguró a Freud que lo que buscaba era una respuesta psicológicamente efectiva, no una optimista. Acordados los términos, el psicoanalista procedió a plasmar sus pensamientos en su carta ese mismo septiembre.
Violencia y derecho
En su carta, Freud empezó expresando su sorpresa frente a la pregunta que Einstein, un físico, le planteó a él, un psicólogo. “Quedé estupefacto al pensar en mi (de nuestra, casi escribí) incompetencia; pues me pareció un asunto de política práctica, el estudio adecuado del estadista”.
“Pero luego me di cuenta de que usted no planteaba la cuestión en su calidad de científico o físico, sino como amante de sus semejantes... Y, a continuación, me recordé a mí mismo que no estaba llamado a formular propuestas prácticas sino, más bien, a explicar el punto de vista de un psicólogo sobre la cuestión de prevenir las guerras”.
Aclarado el asunto, Freud pasó a describir su teoría de la trayectoria evolutiva de la violencia, que determina “lo que debe pertenecer a uno u otro o cuál ee la voluntad que debía respetarse”. Un hito es la intervención del arma, que marca “el momento en que la supremacía intelectual comienza a sustituir a la fuerza bruta”.
“La fuerza bruta es vencida por la unión; el poderío aliado de las unidades dispersas hace valer su derecho contra el gigante aislado. Así podemos definir ‘derecho’ (es decir, ley) como el poder de una comunidad. Sin embargo, tampoco es más que violencia, rápida para atacar a cualquier individuo que se interponga en su camino, y emplea los mismos métodos, persigue los mismos fines, con una sola diferencia: es la violencia comunitaria, no individual, la que se sale con la suya”.
Control central
Eventualmente, Freud trajo su teoría de regreso al presente. “Hay una forma segura de poner fin a la guerra y es el establecimiento, de común acuerdo, de un control central que tendrá la última palabra en todo conflicto de intereses. Para ello se necesitan dos cosas: primero, la creación de tal tribunal supremo de la judicatura; en segundo lugar, su inversión con fuerza ejecutiva adecuada”.
Sin embargo, no es suficiente una sin la otra. “En nuestros tiempos, buscamos en vano alguna noción unificadora cuya autoridad sea incuestionable.
“Está abundantemente claro que las ideas nacionalistas, primordiales hoy en día en todos los países, operan en una dirección muy opuesta. […] Por lo tanto, parecería que cualquier esfuerzo por reemplazar la fuerza bruta por el poder de un ideal está, en las condiciones actuales, condenado al fracaso”.
Sin embargo, en un pasaje menos pesimista de su escrito, señaló. “En el aspecto psicológico, dos de los fenómenos más importantes de la cultura son, en primer lugar, un fortalecimiento del intelecto, que tiende a dominar nuestra vida instintiva, y, en segundo lugar, una introversión del impulso agresivo, con todos sus consiguientes beneficios y peligros”.
“Ahora bien, la guerra va más enfáticamente en contra de la disposición psíquica que nos impone el crecimiento de la cultura; por lo tanto, estamos obligados a resentir la guerra, a encontrarla completamente intolerable”.
La humanización
A pesar de que “no estaba llamado a formular propuestas prácticas”, propuso un modelo. A diferencia de Einstein, Freud era un elitista que pensaba que el papel de la intelligentsia era imponer la dictadura de la razón: “Se debe tener más cuidado que hasta ahora en educar a un estrato superior de la hombres con mentes independientes, no abiertos a la intimidación y ansiosos en la búsqueda de la verdad, cuya misión sería darle dirección a las masas dependientes”.
Su idea era la humanización a través de la educación y lo que él llamó “identificación” con “cualquier cosa que lleve a los hombres a compartir intereses importantes”, creando así una “comunidad de sentimientos”.
Esos medios, concedió, podían conducir a la paz. No obstante, Freud concluyó con ambivalencia y mucho escepticismo sobre la eliminación de los instintos violentos y la guerra. “El resultado de estas observaciones, en relación con el tema que nos ocupa, es que no hay probabilidad de que podamos suprimir las tendencias agresivas de la humanidad”.
¿Cuánto tiempo?
Al final, Freud dejó una pregunta cuyo eco es doloroso dado lo ocurrido durante los 90 años desde las dos luminarias escribieron sus ideas:
“¿Cuánto tiempo tenemos que esperar antes de que el resto de los hombres se vuelvan pacifistas? Imposible de decir, y sin embargo tal vez nuestra esperanza de que estos dos factores —la concepción cultural y el temor justificado de las repercusiones de una conflagración futura— puedan servir para poner fin a la guerra en un futuro cercano, no es quimérica”.
“Por cuáles caminos o desvíos sucedería, es imposible adivinarlo. Mientras tanto, podemos confiar en que todo lo que contribuye al desarrollo cultural está trabajando también contra la guerra. Con el saludo más cordial y, si este exposé le resulta decepcionante, mi sincera disculpa, suyo...”
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