¿Por qué existen aún tantas monarquías? Continuidad, tradición y una pizca de escándalo
NUEVA YORK.- La decisión del rey Juan Carlos de España, de 76 años, de abdicar a favor de su hijo de 46, el príncipe heredero Felipe , inevitablemente reaviva la pregunta de por qué siguen existiendo tantas monarquías en Europa.
Parece increíble que allí sobrevivan aún 12 monarquías, entre ellas rarezas como el principado de Andorra, cogobernado por el presidente de Francia y el obispo de Urgell; el Estado Vaticano, gobernado por el Papa, y los minúsculos principados de Mónaco y Liechtenstein.
Las demás -Bélgica, Gran Bretaña, Dinamarca, Luxemburgo, los Países Bajos, Noruega, España y Suecia- se cuentan entre las democracias más liberales de Europa, y sin embargo mantienen con el erario a costosos gobernantes hereditarios a los que además, precisamente, tratan como a reyes.
También es cierto que la mayoría de los reyes, reinas, príncipes y princesas trabajan para vivir. A los 88 años, una edad en que la mayoría de los plebeyos están retirados de la vida laboral y en muchos casos de la vida en general, la reina Isabel II de Gran Bretaña mantiene una ajetreada agenda de apariciones públicas. Y cuesta imaginar lo que harían las revistas del corazón sin la seguidilla interminable de fotos de la realeza con todas sus plumas en alguna gala benéfica, o dando vida a un heredero al trono, o abandonando sus castillos para ir a esquiar o a andar en bicicleta entre sus súbditos, o hasta enrollándose en algún jugoso escándalo.
Hablando más seriamente, los jefes de Estado monárquicos representan la historia y la continuidad de una nación. Los jefes de Estado republicanos, ya tengan poder político, como en Estados Unidos o Francia, o cumplan funciones ceremoniales, como el presidente de Alemania, también están arropados por cierta pompa y tradición, pero no se elevan por sobre la política como hacen los monarcas. Y por más que las monarquías generen escándalos de monárquicas proporciones -recuerden si no a Lady Di-, los políticos suelen medir menos que la realeza en las encuestas de popularidad.
En todas las monarquías europeas hay un pequeño pero bullicioso coro que reclama la abolición de la institución, la mayoría de esos países ha ido sometiendo más y más a sus gobernantes al escrutinio público.
Por su parte, la realeza, especialmente las escandinavas, ha bajado su tren de vida a niveles prácticamente pedestres. Pero hasta ellos mantienen un mínimo de parafernalia real como sustento de su valor simbólico.
En medio de esos anacronismos vivientes, sobresale el rey Juan Carlos. Fue preparado para gobernar por el dictador Francisco Franco, que había librado una brutal guerra civil para impedir que España se convirtiera en una república y que luego gobernó con mano de hierro durante casi 40 años.
Sin embargo, tras su asunción al trono, en 1975, el joven vástago de los Borbones desempeñó un papel crucial en la transición democrática española. El punto álgido de su reinado llegó en 1981, cuando oficiales militares intentaron dar un golpe de Estado y Juan Carlos, en uniforme militar, salió por televisión para pedir a los españoles su apoyo al gobierno democrático.
En años más recientes, sin embargo, su prestigio cayó vertiginosamente, en parte debido a que se le criticaba un nivel de vida demasiado suntuoso y en parte debido a las acusaciones de corrupción contra su yerno. Como ha dejado de ser un símbolo de unión, tiene razón en dar un paso al costado.
Que la monarquía española logre recuperar su prestigio dependerá en gran medida del príncipe heredero, Felipe VI. Alto, buen mozo, ex marinero olímpico y graduado de la escuela de relaciones exteriores de la Universidad de Georgetown, el príncipe tiene todas las credenciales necesarias para cumplir con los deberes ceremoniales de jefe de Estado de España y ha salido bastante indemne de los escándalos que rodearon a su padre.
Más allá de sus recientes dificultades, Juan Carlos hizo una gran contribución a su país, y sólo queda esperar que Felipe esté a la altura de esa parte del legado de su padre. Aunque en las naciones de América, que nacieron de una rebelión contra la monarquía, no podemos compartir la misma emoción que los devotos monárquicos, bien podemos apreciar el poder de los símbolos de unidad. Al fin y al cabo, a todos nos gustan las historias con reyes y princesas.
Traducción de Jaime Arrambide
Serge Schmemann
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