El sistema pone en valor la herencia materna de las personas y sirvió a las administraciones para llevar un control más fiable de las poblaciones y evitar confusiones, explica a BBC Mundo un genealogista
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García Márquez. García Lorca. García Montero. A diferencia del resto del mundo, los españoles y gran parte de los latinoamericanos tenemos dos apellidos, uno que generalmente heredamos de nuestro padre y otro de nuestra madre.
El colombiano, español o mexicano que vivió en países donde solo existe un apellido, como Estados Unidos o Francia, sabe que esta peculiaridad del mundo hispanohablante puede convertirse en un calvario administrativo: apellidos que se pierden por el camino, que se confunden por segundos nombres o que se unen con un guion, como si fuera compuesto.
Pero en España -y Latinoamérica por la herencia española- hay muy poca diversidad de apellidos, por lo que tener dos nos diferencia de los demás Fernández, Martínez, Rodríguez, López y Sánchez. Imagínense, si no, los nombres con los que comienza este texto. ¿Serían tan reconocibles Gabriel García, Federico García o Luis García?
El sistema de doble apellido pone en valor la herencia materna de las personas y sirvió a las administraciones para llevar un control más fiable de las poblaciones y evitar confusiones, explica a BBC Mundo el genealogista Antonio Alfaro de Prado, presidente de la Asociación Hispagen, dedicada a la investigación genealógica.
Pero, ¿de dónde surge esta particularidad que nos diferencia del resto del mundo? Oficialmente, con los primeros registros civiles, que se establecen en el siglo XIX. Pero la tradición viene de siglos atrás, “se origina con la costumbre castellana aragonesa de que las mujeres mantengan el apellido al casarse, a diferencia del resto de Europa”, señala Alfaro. Esto hace que, durante siglos, todas las familias tengan noción de que hay un apellido paterno y uno materno.
Eso no significa que hubiera un orden establecido o que se transmitieran de padres a hijos de una manera sistemática. De hecho, en la misma familia podía suceder que el primogénito tomara el apellido del padre y que los hijos sucesivos fueran tomando el de la madre, el de algún abuelo o abuela.
Como ejemplo, el del Marqués de Santillana, Íñigo López de Mendoza y de la Vega (1398-1458), quien se casó con Catalina Suárez de Figueroa y tuvieron 10 hijos. Cada uno eligió el que le vino en gana: Diego Hurtado de Mendoza y Suárez de Figueroa, Pedro Lasso de Mendoza, Íñigo López de Mendoza y Figueroa, Mencía de Mendoza y Figueroa, Lorenzo Suárez de Mendoza, Juan Hurtado de Mendoza y Figueroa, Pedro González de Mendoza, María de Mendoza, Leonor de la Vega y Mendoza y Pedro Hurtado de Mendoza.
Los apellidos se iban eligiendo a lo largo de la vida según el linaje que consideraran más importante en el caso de los nobles y, para el resto de la población, según la profesión (zapatero, pastor, herrero), alguna característica personal o mote (moreno, bravo, lozano) o el origen (Andújar, Sevilla, Toledo).
Como sigue sucediendo hoy en muchos corrillos de vecinos en barrios y pueblos, donde a los niños se les conoce por ser hijos de sus padres o, sobre todo, madres –”Juanito el de Mercedes o Sofía la de Paquita”-, el apellido de muchas personas vino de su patronímico. Muestra de ellos son los millones de Martínez (hijo de Martín) o Rodríguez (hijo de Rodrigo) que pululan por el mundo.
En la mayoría de los casos, el apellido no era algo que se elegía, sino algo por lo que se conocía a una persona. Si en un barrio había dos Pedros, quizás uno era Pedro Rubio y el otro Pedro Moreno. Si Manuel se había mudado a Baeza desde Arjona buscando trabajo, puede que se le conociera como Manuel de Arjona, por ejemplo. El único nombre que se imponía a los niños en el bautizo era el de pila.
Libros parroquiales
“Cuando se cristianizaba al niño y se inscribía, se anotaba su nombre y se decía cuál era por el que se conocía a sus padres, pero nadie decía ni los apellidos del menor ni entraba a discutir por qué un padre se hacía llamar de una manera o de otra”, explica el genealogista. Por ejemplo: “Antonio, hijo de Francisco y Juana”.
Es, sin embargo, tras el Concilio de Trento, en el siglo XVI, que la Iglesia decide que quiere tener un registro de bautizados, matrimonios y defunciones. Hasta que surgen los registros civiles en el siglo XIX, estos libros parroquiales son los únicos documentos en los que queda registrados los nacimientos y nombres de los individuos, que la Iglesia utiliza para, entre otras cosas, fiscalizar la vida de los individuos.
Los registros eran muy útiles, por ejemplo, para La Inquisición, que al indagar sobre posibles faltas a alguien acusado de herejía buscaba a sus antepasados por los cuatro abuelos. De ahí procede, por ejemplo, la expresión “por los cuatro costados”. “En la mentalidad española estaba el concepto de que descendemos de todos, no solo de nuestro padre que nos da, quizás el apellido, o de nuestro abuelo paterno, sino que descendemos de todas nuestras ramas, porque la inquisición quería que no hubiera ‘impuros’ por ninguna de ellas”, destaca Antonio Alfaro.
Los “impuros” eran los conocidos como “cristianos nuevos”, es decir, los judeoconversos y los moriscos. La inquisición, de hecho, “muchas veces lo primero que hace es aclarar los apellidos y dice, por ejemplo, ‘fulanito, que se hace llamar tal, pero que su abuelo se llamaba de esta manera y su abuela de esta otra”, señala el presidente de Hispagen.
El elemento fundamental en este caso es que la mujeres no perdían el apellido al casarse -salvo en Cataluña, donde se mantuvo más la tradición de adoptar el apellido del marido-, y eso, en el imaginario familiar y de la sociedad fue muy importante.
La nobleza también fomentó de alguna forma el uso de los dos apellidos. Las personas que descendían de familias relevantes querían hacer notar sus apellidos, y si estos venían por la madre materna, se resaltaban. No se mantenía un orden sistemático, sino que la ascendencia que querían destacar, de aquella de la que habían quizás heredado el patrimonio o un título, se mantenía durante generaciones.
“Para entrar en las órdenes militares, por ejemplo, se investigaban los cuatro costados y se clasificaba al aspirante a caballero por sus cuatro linajes, normalmente sus cuatro apellidos. De esta forma, quien quería ser hidalgo o noble lo primero que hacía era buscar un apellido o unir apellidos para que tuvieran una mejor apariencia”, destaca Alfaro.
Registros civiles
De esta forma, los apellidos, que a lo largo de la historia se habían usado de forma privada y eran, de alguna forma, un asunto de elección personal -vos decidías cómo querías llamarte y la ley solo te perseguía si te hacías pasar por otra persona para generar un engaño-, pasó, poco a poco, a ser un asunto oficial. Los liberales en el siglo XIX en España quisieron que ese control de la población, que hasta ahora solo existía con los libros parroquiales, pasara de la Iglesia al Estado, por lo que empezaron a surgir los primeros registros civiles.
En 1822 hubo un primer registro en Madrid, que pasó a hacerse en todas las capitales de provincia importantes en 1840. A partir de 1871 se generalizó para el cien por cien de la población y en 1889 el Código Civil español contempla el uso del apellido paterno y materno para los hijos legítimos.
“Esos registros hacen lo mismo que las partidas de bautismo, registran cuál es tu nombre y cuáles son los apellidos de tus padres para que tu existencia tenga una referencia documental y el gobierno pueda controlarte que, básicamente, es el objetivo del registro”, sostiene Antonio Alfaro. ¿Y controlarte para qué?Principalmente, para el pago de impuestos y para los reclutamientos para el ejército.
Las autoridades se dan cuenta de que es mucho más fácil tener a la población identificada con dos apellidos para evitar confusiones, como explica el genealogista, “ya que muchas veces había que localizar a alguien por temas de Justicia, por ejemplo, y se encontraban con que incluso en pequeñas poblaciones estaba repetido un mismo nombre de pila y un mismo apellido”.
¿Y cuándo pasa a América Latina?
Aunque la independencia de la mayor parte de los países de América Latina se produce antes de que se establezcan los registros civiles, “durante el siglo XIX una buena parte del sistema legislativo de estos nuevos países sigue la inercia española, incluso después de la independencia”, explica el experto.
Al compartir las mismas raíces hispanas, el concepto de que las mujeres tuvieran su propio apellido estaba muy arraigado. Eso, unido a que el sistema de usar el apellido paterno y el materno era muy útil, hizo que el doble apellido se extendiera por toda la América de influencia española. Hoy, la gran mayoría de países de América Latina mantiene este sistema de doble apellido. Hay, sin embargo, excepciones como la de Argentina, donde la inmigración masiva europea trajo una gran riqueza de apellidos, y donde los padres pueden elegir si sus hijos llevan solo el apellido de uno de los progenitores o los dos.
En Portugal también existe la costumbre de no perder el materno, que tradicionalmente se antepone al paterno. Sin embargo, el que se transmite a las siguientes generaciones es el segundo, es decir, paterno. Y en países como Francia o Italia, donde la tradición impone el apellido paterno, los padres pueden elegir ahora, si lo desean, transmitir los dos apellidos a sus hijos. “Nosotros lo asumimos porque hemos nacido y vivido así, pero ahora es cuando se está valorando que las mujeres mantengan su apellido y que no se borre esa parte de la identidad muy importante”, concluye Alfaro.
Por Paula Rosas
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