¿Por qué Donald Trump no admite que perdió? Tres explicaciones de su estrategia
Nadie puede culpar a Donald Trump de no haberle avisado a los norteamericanos que el período poselectoral sería incierto y confuso y que encerraría al país en dos realidades paralelas.
Una de ellas está avalada por los conteos, las normas, el partido demócrata, parte del partido republicano, los medios, los tribunales: es la que indica que Joe Biden ganó las elecciones y es el presidente electo.
La otra está avalada por Trump, su familia, la restante parte del partido Republicano, los abogados del mandatario y los propaladores de teorías conspirativas: es la que señala que el presidente fue blanco del fraude más organizado en la historia norteamericana y que la reelección es un hecho incuestionable, sobre todo si se desechan millones de votos por correo a favor de Biden.
Desde afuera parece divertido. El país que, durante décadas, se dedicó a sermonear a otras naciones por sus debilidades democráticas está hoy dividido entre un presidente electo que actúa como tal y ya puso en marcha la transición y otro que se niega a aceptar el resultado y también actúa como presidente, pero reelecto.
Si fuese una historieta, para los norteamericanos también sería gracioso. Pero es la realidad, una realidad agobiada por una pandemia, por una recesión histórica y por heridas raciales nunca sanadas. Y nada ayuda menos a esa realidad que tener un presidente electo y un mandatario en funciones que se niega a aceptarlo y dedica todos sus esfuerzos a demostrar que ganó. El vacío de poder no solo traba la transición, sino que alimenta los problemas.
¿Cuánto durará esa parálisis en Estados Unidos? ¿Cuánto tardará Trump en reconocer el peso de los votos y, por consiguiente, la victoria de Biden? La respuesta está entre días y meses y depende de tres razones psicológicas, políticas e institucionales.
1. "Perder nunca es fácil…no para mí": Eso admitió el presidente Trump el mismo día de la votación. Y ahora se encarga de hacer de cuenta que no perdió. ¿Cómo? Con una especie de profecía autocumplida. En los meses previos a las elecciones advirtió que, pese a la pandemia, el voto por correo no era más que un truco demócrata para fraguar las elecciones y quitarle la Casa Blanca.
Votaron 107 millones de norteamericanos por correo, un número suficiente como para que los abogados de Trump encontraran ese fraude. Y allí partió, el día después de las elecciones, el equipo legal de Trump a encontrar la prueba de la profecía presidencial en alguno de los estados de resultados más ajustados. Siguen buscando y siguen presentando demandas en las cortes; pero una y otras vez, autoridades electorales y cortes le dicen lo mismo: estas fueron unas de las elecciones más complejas pero más transparentes de las historia norteamericana.
¿Cuáles son los planteos de Trump? Los principales argumentos son dos. Por un lado, creen que los votos por correo que llegaron después del 3 de noviembre, el día electoral, son ilegales y deben ser descartados. Por el otro, acusan a las autoridades electorales de varios estados de haber impedido el trabajo de los fiscales republicanos en el conteo y exigen un recuento, que -sugieren terminará dándole el triunfo a Trump.
El primer planteo es insistentemente rechazado por las cortes, desde Wisconsin a Michigan y Georgia; el segundo, es refutado por la realidad. De acuerdo con un estudio realizado por la organización Fair Vote, entre 2000 y 2015, de entre 4697 elecciones en todos los niveles de Estados Unidos, hubo 28 recuentos. Solo tres desembocaron en la reversión del resultado y la corrección final en el número de votos promedió los 282 sufragios.
En los recuentos reclamados hoy por Trump, la diferencia de votos excede, por grandes márgenes, ese número. En Michigan, Biden le saca 148.000 votos; en Pensilvania, 50.000; en Wisconsin, 20.000, y en Georgia, 14.000.
¿Por qué el presidente insiste entonces en una batalla que ya parece perdida? Porque, como dijo él, no le gusta perder; no lo educaron para eso, no creció para eso y nada detesta él más que una persona débil o perdedora.
2. El cálculo político más allá de 2020: la psicológica no es la única explicación de la negativa a aceptar los resultados de las elecciones. Más allá de no querer molestar del presidente, los republicanos tienen algo en mente y no es solo la autoestima de Trump.
El oficialismo está dividido. Ya el fin de semana, el ala más tradicional del partido Republicano, comandada por el expresidente George W. Bush y funcionarios de anteriores administraciones, felicitaron a Biden por haberse convertido en el presidente electo. El ala legislativa del oficialismo, encabezada por sus líderes en el Congreso, prefirió alinearse con la tesis del fraude de Trump. De 53 senadores republicanos, por ejemplo, solo cinco reconocen el triunfo demócrata.
Dos misiones guían a esa ala. La primera es quitarle legitimidad política a la futura presidencia de Biden. Un sondeo de Politico/Morning Consult publicado el lunes indica que el 70% de los republicanos cree que las elecciones no fueron limpias; ese número era del 35% antes de los comicios.
Para Biden, comenzar su administración con semejante nivel de suspicacia por parte de la oposición sería muy difícil de remontar,una tendencia que -creen los dirigentes republicanos- podría pavimentar el regreso al poder en 2024.
La segunda misión está puesta en un estado en particular. Las dos senadurías de Georgia serán definidas en una segunda vuelta en enero; el partido vencedor logrará también controlar el Senado. El oficialismo apunta a mantener la sospechas sobre la transparencia y legalidad de los comicios generales como táctica para mantener movilizada (y enojada) a su base en ese estado y garantizarse, así, un triunfo.
3. La tesis del golpe: no solo las especulaciones psicológicas y políticas encuentran ligar para explicar la negativa republicana a reconocer la derrota. Hay tesis de corte institucional que, desde hace algunos meses, proponen un pequeño número de dirigentes demócratas y de analistas políticos: la del golpe institucional.
Esa tesis extrema considera que el objetivo final de la táctica de desconocer el resultado no es ni psicológico ni político, es institucional y apunta a maximizar las vueltas constitucionales para hacer que la Cámara de representantes sea la encargada de elegir el presidente y no el voto popular. ¿Cómo se plasmaría esa tesis que parece alocada?
Con la batalla en las cortes y en la opinión pública y el manto de dudas sobre la transparencia de las elecciones, los republicanos buscarían que las legislaturas de los estados disputados -que en su mayoría están en manos republicanas- sean las encargadas de designar los delegados en el Colegio Electoral en lugar del voto popular de ese estado. Ese procedimiento es legal y le permitiría a Trump llegar con una mayoría de representantes al Colegio Electoral, que finalmente terminaría inclinándose por él.
Si los demócratas disputaran eso y el Colegio no lograr certificar un presidente antes de fin de año, entonces la decisión recaería sobre la Cámara de Representantes.
Esa cámara está dominada por una mayoría de legisladores demócratas. Pero la norma indica que si tuviese que elegir presidente, sería no a través de legisladores individuales, si no de delegaciones estaduales. La mayoría de ellas son republicanas, por lo que Trump sería eventualmente designado presidente.
Ni Biden ni su equipo de asesores más íntimos quita el ojo de ninguna de estas alternativas. Sin embargo, ellos están decididos a actuar como si su victoria fuera universalmente aceptada en Estados Unidos. Es su manera de legitimar una victoria que los republicanos se niegan a aceptar.
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