La Guajira es la región que menos diferencias muestra entre el Caribe colombiano y venezolano; Allá hay, se dice, “un solo país”.
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En el Caribe que comparten Colombia y Venezuela hay riqueza para todos los gustos: montañas y desiertos, golfos y ríos, petróleo y carbón, islas y playas, decenas de las playas más hermosas del mundo.
También hay pobreza, sobre todo en el compartido desierto de la Guajira, así como narcotráfico, servicios y carreteras precarios y, en algunos rincones, cierta sensación de abandono de ambos Estados.
Con 1600 kilómetros en el lado colombiano y 4200 kilómetros en el venezolano, esta es la costa más larga del Caribe, incluso más que el litoral de Cuba, la isla más grande de la región, de 5.700 kilómetros.
Pero, desde el 6 de mayo de 1830, cuando Venezuela se separó de la Gran Colombia, estas costas caribeñas son parte de países distintos, regidas por capitales y élites diferentes y afectadas por procesos económicos y culturales particulares.
Hay regiones de la frontera donde las diferencias entre Colombia y Venezuela se difuminan, como en la Guajira, o en la zona andina del Táchira y Santander, o en la Amazonia. Pero si se habla de sus Caribes, las diferencias son notables, sobre todo por el rol que jugaron y juegan en cada país y por cómo se relacionaron con la zona desde Bogotá y Caracas.
Un país fragmentado, otro homogéneo
Si bien ambas costas tienen más o menos la misma geografía, lo que hay dentro de cada país es distinto. Colombia, atravesado por tres enormes cordilleras, es un país de regiones, fragmentado; Venezuela, en cambio, en general es más homogéneo, o tiene una división espacial más ordenada.
“En Colombia hay una posibilidad más grande de aislamiento separador entre las regiones”, dice Alejandro Reig, un antropólogo y filósofo venezolano que vivió en Colombia e hizo parte de un grupo que fundó un Museo del Caribe en Barranquilla.
“Venezuela — añade — es un país mucho más generalizado, más uniforme, con una geografía menos accidentada”. Además de la distribución espacial, las decisiones de los gobernantes determinaron el devenir de las costas norte de cada país.
Cuando Venezuela puso su capital en el Caribe, inclinó el desarrollo en ese sentido, hacia el mar. El auge no solo fue en Caracas, sino también en Maracaibo, la capital petrolera, y en Valencia, la sede exportadora e industrial.
Colombia, por su parte, fundó su capital a 2.600 metros del nivel del mar, lejos de las costas y bajo premisas que miraban más hacia las grandes ciudades europeas que a su propia geografía. Eso, según Reig, tuvo un efecto político y cultural: Colombia se considera a sí mismo un país andino; Venezuela, en cambio, caribeño.
Pero, además, las regiones en Colombia se conciben en oposición a la otra, cuando en Venezuela “las identidades regionales no tienen la cualidad oposicional”. Un desarrollo desigual, otro en conjunto
Como en todas partes, en Venezuela existen las típicas burlas regionalistas: que los gochos (de los Andes, en el occidente) son rebeldes y desconfiados, que los maracuchos (de la pujante Maracaibo) son gritones y ordinarios, que los caraqueños (de la metrópoli cosmopolita) son vivarachos y agrandados.
Pero lo de Colombia va más allá de la burla o el estereotipo: el regionalismo generó desconfianza y la discusión sobre si el país debía ser centralista o federal provocó un puñado de guerras civiles en el siglo XIX.
La configuración de cada región colombiana fue una historia en sí misma: en los Andes hubo un desarrollo impulsado por el café, en el Pacífico afro la pobreza excluyó a todo un territorio y la costa caribeña del norte se conectó al mundo a través de puertos y migración.
“A Colombia la ha marcado el centralismo y la visión que las élites de ese centro político-económico construyeron sobre el resto de las regiones”, dice Patricia Iriarte, una escritora colombiana experta en estudios del Caribe que vivió en Venezuela en su adolescencia.
“Bogotá ejerció sobre las regiones un tratamiento de marginación, de exclusión, de discriminación que en la relación entre Caracas y el resto del país no se dio de manera tan aguda”, explica.
Colombia giró el desarrollo hacia los Andes y con Bogotá, a más de mil kilómetros de cualquier costa, como punto de partida. Venezuela se proyectó hacia el mar y con eje en Caracas y Maracaibo, que están a pocas decenas de kilómetros de la costa.
Por eso, entre otras cosas, se puede decir que, históricamente, el Caribe colombiano fue pobre y el venezolano, rico. Iriarte sostiene que los países se diferencian también “en la forma como encararon la modernización y la explotación de sus vastos recursos naturales y, en consecuencia, en la manera de administrar y distribuir esa riqueza”. Durante el siglo XX el petróleo venezolano generó más dinero que el café colombiano.
Pero lo que marcó la diferencia entre sus economías, más que la cantidad de dinero disponible, fue la manera como administraron sus recursos: en el caso venezolano se esparcieron a la población con la intervención del Estado, con la creación de una clase media relativamente estable; en Colombia desde un principio se distribuyeron de manera privada y desigual.
Aunque en las últimas décadas la situación se revirtió: Colombia empoderó su costa Caribe con exportaciones de hidrocarburos y firmó una progresista Constitución en 1991 que poco a poco integró su diversidad regional al devenir nacional.
Venezuela, en cambio, entró en una aguda crisis económica que empobreció a su clase media, disparó la emigración y la desigualdad y aisló económica y políticamente al país. Las dos industrias que enriquecieron su Caribe, los puertos y el petróleo, decayeron estrepitosamente. Una mirada distinta del Caribe.
Los caribeños colombianos siempre se quejaron del centralismo cachaco, o bogotano. “Colombia es un país que tiene un pie en el Caribe y otro en los Andes y el poder está en los Andes”, dijo el escritor colombiano — y caribeño — Gabriel García Márquez en 1981.
“Creo que lo que necesita Colombia es tener una conciencia de que es un país del Caribe, de que su destino está vinculado dramáticamente al destino del Caribe y que tiene que participar en los debates y soluciones que se buscan para el Caribe”, agregó.
En Venezuela, esa queja no tendría fundamento, porque el Caribe fue el horizonte del desarrollo. Pero paradójicamente, señala Iriarte, la imagen que cada país exportó al mundo es contraria a lo que ocurría dentro de su territorio.
“En Colombia, si bien la región Caribe fue estigmatizada por caliente, pobre, insalubre, lejana (del centro) y habitada por gente perezosa, desde mediados del siglo XX comenzó a ser también un foco cultural de gran influencia sobre el resto de la nación”, explica.
Muchos de los símbolos por los que se reconoce a Colombia en el exterior — Gabo, el sombrero vueltiao, la cumbia, Shakira — son caribeños. Y en Venezuela pasó lo mismo, pero en sentido contrario, dice Iriarte: “El centro de gravitación y económico del país ha estado en su fachada Caribe, pero su rasgo identitario ante el mundo se lo da la región de los Llanos”.
El joropo (baile), el chigüire (animal) y el liquiliqui (traje) son de esa vasta sabana que Venezuela, por cierto, comparte con Colombia. Son la cara llanera de un país caribeño hacia el mundo. Comparten idiosincrasia Caribeños venezolanos hay de varios tipos: los extrovertidos maracuchos, los perspicaces caraqueños, los hospitalarios margariteños. Caribeños colombianos también: el bohemio samario, el emprendedor barranquillero, el musical cartagenero.
Pero, como caribeños, todos comparten la inclinación hacia el disfrute, y gozan del don de la palabra, que se riega por todo el Caribe, con la creación de versos y prosas y canciones que dan la vuelta al mundo. Una magia corporal y retórica, plasmada en expresiones literarias, musicales y religiosas, difícil de encontrar en otras partes del mundo.
“Mucha gente dice que tengo una gran imaginación”, escribió García Márquez en 1996. “Pero los que viven en estos pueblos del Caribe saben que esa imaginación es la verdad de esa realidad”. En 1951, Gabo reportó que, en Barranquilla, una vaca en la mitad de una calle logró convertir un martes en día no laborable. Y en 1958, cuando vivió en Caracas, escribió sobre una conspiración de sacerdotes que logró tumbar a un dictador con lluvias de volantes y estruendos de campanas desde las iglesias. La realidad en el Caribe parece mágica. Y eso está a ambos lados de la frontera.
*Por Daniel Pardo
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