Polarización: las guerras culturales que dividen al mundo en el siglo XXI
Las renovadas batallas por el aborto, el matrimonio gay, la pena de muerte y la inmigración en las democracias occidentales fueron alentadas por las redes sociales y la proliferación de regímenes populistas
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PARÍS.– El derecho al aborto cuestionado en Estados Unidos; en Hungría y en Polonia, el intento de retorno a la pena de muerte, la prohibición del matrimonio gay… La tendencia a esas guerras culturales cuya primera víctima son las libertades individuales y públicas crece en las democracias occidentales del siglo XXI, alentada por las redes y la proliferación de populismos.
Las recientes elecciones presidenciales en Francia fueron el perfecto ejemplo. Más de 13 millones de franceses, un ciudadano de cada cuatro inscritos en las listas electorales, votaron el 24 de abril por Marine Le Pen, autora de las siguientes frases: “El velo es un marcador ideológico igual de peligroso que el nazismo”. “El aborto por confort se multiplica”. “¿El matrimonio gay? ¿Y por que no la poligamia?”. “Estoy a favor de la pena de muerte”. “Hay que empujar a las aguas internacionales a los migrantes que quieren entrar en Europa”. “Todos los inmigrantes clandestinos son delincuentes”. “Trump-Putin: es exactamente nuestra línea política”.
Con 41,46% de los sufragios, la candidata de extrema derecha francesa obtuvo el mejor resultado de sus 30 años de vida política.
En Estados Unidos, las guerras culturales también distan de ser nuevas. Pero en los últimos años, y, en particular, desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, cobraron dimensiones nunca vistas, cruzando límites que antes parecían intocables. La sentencia que prepara la Corte Suprema de Justicia –según reveló esta semana la prensa norteamericana– para revocar el fallo “Roe vs. Wade”, de 1973, que amplió los derechos de la mujer al garantizar el acceso a un aborto en todo el país, aparece como un nuevo punto de quiebre en una nación inflamada por la grieta.
La lista de temas que divide ahora al país es amplia. Además del aborto –para muchos, la mayor de todas las guerras culturales– aparecen la lucha contra el racismo, la inmigración, el matrimonio gay, el feminismo, la economía, el poder de la policía, las armas, el cambio climático, la política educativa, la política de salud, las políticas de género, los límites de la libertad de expresión y la llamada “cultura de la cancelación”, la legalización de las drogas, y, también, fenómenos más anecdóticos pero muy simbólicos, como las protestas contra la discriminación racial que se vieron en los partidos de fútbol americano con jugadores que se arrodillaban cuando sonaban las estrofas del himno nacional.
Erick Langer, historiador de la Universidad Georgetown, menciona los años 60 como otra época de altas fricciones sociales, y más violencia que ahora. “Había unas peleas tremendas sobre la Guerra de Vietnam, era la época de los hippies, el rock, y había diferencias muy grande sobre si Richard Nixon debía ir a juicio político o no. Y más violencia, porque entonces fueron asesinados John F. Kennedy, Martin Luther King, Robert Kennedy. Había un nivel de violencia contra los líderes que ahora no existe”, puntualiza.
Una diferencia, apunta Langer, es que ahora existen “dos ecosistemas de información”, y la gente puede recluirse más en sus burbujas, y las redes sociales y sus algoritmos fomentan aún más ese fenómeno.
“En los 60 y en los 70 había tres grandes cadenas de televisión y todos escuchábamos las noticias de las mismas fuentes. Eso ya no ocurre. La derecha extrema tiene un vocero en Fox News que antes no tenía. Eso antes no existía”, distingue.
El centro, despoblado
Ancladas en la polarización política que define a Estados Unidos, las guerras culturales ofrecen réditos políticos para la derecha y la izquierda. Nunca en los tiempos modernos el país estuvo tan dividido.
Un análisis del Centro Pew concluyó que los demócratas y los republicanos están más alejados ideológicamente que en cualquier otro momento de los últimos 50 años. El centro está despoblado. En la última elección presidencial, una abrumadora mayoría de votantes que respaldaron a Joe Biden y a Trump coincidieron en un punto: las diferencias con el otro bando iban más allá de las políticas, y tocaban “valores fundamentales”. Otra coincidencia: unos y otros están convencidos de que el otro bando es tóxico para el país, y lo llevará a la ruina.
En ese escenario, cada día es una batalla. El aborto irrumpió esta semana como la última gran pelea, en la cual liberales y conservadores llevan más de medio siglo enfrascados. El nuevo capítulo devela inquietantes novedades.
La Corte Suprema de Estados Unidos ha sido históricamente un árbitro definitivo, y marcó el rumbo con fallos históricos sobre disputas irritantes y sensibles. Pero la filtración del fallo sobre el aborto –un borrador que aún debe convertirse en sentencia firme– embarró de sospechas al máximo tribunal, y ancló la certeza, en muchos, de que la justicia ha derrapado a los extremos de la política. La Corte de 1973, que amparó el derecho al aborto, tenía una mayoría de jueces designados por presidentes republicanos, al igual que el tribunal de 1992, que ratificó ese fallo en otra sentencia.
El resultado de las guerras culturales es un país fracturado, preso de la furia y la desconfianza. En el Congreso, corazón del gobierno federal, es casi imposible tejer consensos bipartidistas para hacer grandes reformas, y los estados están cada vez más distanciados. Unos Estados Unidos cada vez más desunidos.
División en Europa
Pero Estados Unidos no es el único espacio democrático donde la sociedad está profundamente dividida por una guerra cultural.
En Hungría, en Polonia, en República Checa y en otros países de Europa del este, importantes corrientes de opinión están a favor de la limitación de la libertad de prensa, de la independencia de la justicia, del derecho al aborto, al matrimonio gay, a la reducción drástica del derecho de asilo y hasta por el restablecimiento de la pena de muerte.
Esa tendencia es tan poderosa que muchos especialistas han llegado a preguntarse si, acaso, la Unión Europea, y su empecinada defensa del Estado de derecho, podría estar en peligro.
En Hungría, la coalición ultraconservadora dirigida por Viktor Orban obtuvo una victoria “aplastante” en las elecciones legislativas del 22 de abril.
Esa coalición, abiertamente xenófoba y autoritaria, es denunciada por todas las organizaciones de defensa de derechos humanos. La política del primer ministro –que muchos califican abiertamente de “democratura”– fue plebiscitada por 54% de los electores. El resultado le otorgó una mayoría absoluta en el Parlamento y la posibilidad de dirigir el país a su guisa en su quinto mandato.
Ese triunfo le permitió, al miembro díscolo de la Unión Europea (UE), lanzar una de sus habituales provocaciones contra Bruselas: “No somos el pasado. ¡En realidad somos el futuro!”.
Polonia también está bajo los proyectores de la UE después de su giro reaccionario y ultraconservador.
Hay leyes contra la libertad de prensa, contra el aborto, contra los extranjeros, amenazas del partido Derecho y Justicia (PiS) –en el poder desde 2015– contra los periodistas, y contra los homosexuales se suceden y hacen planear una amenazante sombra sobre ese país de 38 millones de habitantes, también miembro del bloque desde 2004. La reforma constitucional de 2021, que abolió la independencia de la justicia fue un golpe duro para la mitad de la población polaca y para la UE, que decidió –tras años de indiferencia ante las políticas del gobierno polaco abiertamente opuestas a las del bloque– lanzar una pulseada legislativa europea contra Varsovia. Todo eso quedó, sin embargo, entre paréntesis hace dos meses, después de que Putin invadiera Ucrania, y Polonia abriera sus puertas sin restricción a los ucranianos que huyen de su país.
Con los mismos objetivos, hace años que un bloque político ultra reaccionario vio la luz en Europa central: el llamado grupo de Visegrado, está constituido por Estados dirigidos por nacionalistas, xenófobos y autoritarios, cuyo principal objetivo es limitar las libertades individuales y públicas. Esa alianza informal agrupa cuatro Estados miembros de la UE que se declaran abiertamente “antirrefugiados”: Polonia, República Checa, Eslovaquia y Hungría. Todos los partidos políticos que los dirigen tienen en común –además de su xenofobia y su ultranacionalismo– el rechazo de la Unión Europea, sus leyes y sus reglamentos “demasiado liberales y laxistas”, culpables de destruir el “cimiento de las sociedades”.
Ese enfrentamiento social, o esas guerras culturales, no dejan de profundizarse, poniendo en peligro el futuro mismo de los sistemas democráticos tradicionales. “Desde 1945, la extrema derecha en Europa nunca fue más popular que hoy”, afirma el investigador holandés Cas Mudde. Para el politólogo francés Patrick Moreau “Tres cuartos del vaso están llenos de fuerzas nacionalistas y reaccionarias”.
“Es probable que todo esto responda a sentimientos de inseguridad, reales o imaginados, ligados a los flujos migratorios, al terrorismo, a la incertidumbre económica y ahora a la guerra en Ucrania. Pero la realidad es que las sociedades están cada vez más divididas y enfrentadas, haciendo cada vez más difícil la acción de los dirigentes democráticos”, afirma por su parte la socióloga Mabel Berezin.
Los partidos tradicionales parecen, en efecto, impotentes frente al fenómeno. Sobre todo cuando optan por la peor de las reacciones: copiar el discurso de la extrema derecha con la esperanza de convencer a la franja protestataria de la población. Pero esa peligrosa estrategia parece destinada al fracaso: “El éxito es siempre de corta duración, porque los partidos tradicionales subestiman el sentimiento antisistema de esa franja de la población”, dice Cas Mudde. Y concluye: “Los dirigentes liberales deberían comprender que el éxito de los populismos y los extremos no reside en cuestiones precisas de sociedad, como el aborto, el matrimonio gay, la pena de muerte o la concepción asistida, sino en su capacidad para profundizar el enfrentamiento de clase y el resentimiento contra las élites, consideradas corruptas o a sueldo de los lobbies financieros”.
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