Pedro Sánchez, el hombre de la remontada eterna
El dirigente socialista pasó de candidato despreciado en las primarias de 2014 a referente de la izquierda europea en 2024 con fama de imbatible e indoblegable
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MADRID.- Le costó muchos años lograr que creyeran en él. Casi todos, incluso algunos amigos íntimos, lo miraron con condescendencia cuando les anunció, allá por 2014, que quería presentarse a las primarias del PSOE. Aunque él siempre creyó en sus posibilidades, los demás lo veían como una aventura loca. En ese momento no lo conocía casi nadie, había entrado de rebote dos veces en el Congreso ―no salió a la primera porque iba muy atrás en las listas y tuvo que esperar a que abandonaran otros― y se había movido dentro del aparato económico del partido, siempre haciendo papeles de forma eficaz pero discreta. Parecía impensable que pudiera competir con Susana Díaz, la estrella en aquel momento, y Eduardo Madina, el gran aspirante de la renovación, del sector más progresista del PSOE, y un político mediático, con mucho recorrido, víctima de ETA, un candidato al que había cuidado especialmente José Luis Rodríguez Zapatero mientras fue líder del PSOE.
Pero Pedro Sánchez no dudó un momento. Los medios no le hicieron ni caso, parecía un candidato de relleno de los que siempre hay en estos procesos, pero él seguía adelante. La suerte, el esfuerzo y su fe absoluta en sí mismo, tres elementos clave en su carrera, se fundieron para darle una oportunidad: Susana Díaz decidió no presentarse si no era ascendida prácticamente por aclamación ―rechazó medirse con Madina― pero se vengó del vasco, que se había negado a retirar su candidatura para que ella llegara apoyada por todo el establishment del PSOE. Decidió poner toda su maquinaria andaluza a trabajar a favor de la candidatura de Sánchez para hundir a Madina, y acabó lográndolo.
Ahí ya se vio muy rápido que Sánchez no era, como pensaban muchos, un títere dispuesto a obedecer a la baronesa andaluza. El madrileño, que llevaba toda la vida en política y se había curtido en la sombra, aprendió muy rápido a mandar, se hizo fuerte en la secretaría general y desafió a la todopoderosa Díaz. Logró imponerse como candidato, fue a las elecciones de 2015, con muy malos resultados, intentó la investidura con Ciudadanos, fracasó, volvió a levantarse para la repetición electoral en 2016, y cuando todo parecía listo para matarlo definitivamente con un sorpasso de Podemos que habría sido su tumba, de nuevo se salvó, por 200.000 votos. Podemos nunca más volvería a estar tan cerca de dar la campanada.
Pero su martirio no había acabado. Sánchez, que tenía a casi todos los barones en contra, sobre todo a Díaz, que movía todo para tumbarlo, se enfrentó a todos con su “no es no”, su rechazo tajante a abstenerse en la investidura de Mariano Rajoy después de las segundas elecciones. Él estaba incluso dispuesto a una tercera repetición electoral con tal de no hacer esa cesión. La cúpula del PSOE organizó entonces una especie de golpe de estado interno, un asalto para destituir al secretario general para imponer la abstención en la investidura de Rajoy. Y después de un dramático 1° de octubre de 2016, con un Comité Federal con llantos, urnas escondidas, y maniobras para echarlo, finalmente dimitió, dejó su escaño y se fue a reflexionar, como ahora pero lejos, a California, mientras los socialistas se abstenían y permitían la investidura de Rajoy.
Volvió convencido. Contra todo y contra todos, de que podría recuperar el poder. Lo habían abandonado incluidos sus amigos íntimos de siempre, que se habían pasado al otro lado porque creían que abstenerse era la posición sensata. Le dio igual. Buscó unos pocos fieles en las federaciones, la mayoría de sectores minoritarios, enfrentados a sus respectivos barones, que eran casi todos anti-Sánchez ―con la excepción del PSC― y recorrió España en un Peugeot 407, durmiendo en casas de militantes. De nuevo su fe inquebrantable en sí mismo, una habilidad para el relato que empezó a desplegar ahí y un poco de fortuna le llevaron a una inesperada pero arrolladora victoria por más de 10 puntos sobre Susana Díaz en las primarias de 2017.
Parecía que al fin vendrían tiempos más fáciles. Pero no fue así. Sánchez tenía todo el poder, pero el PSOE no remontaba. Le iba muy mal en las encuestas, incluso se vio superado en ellas por el Ciudadanos de Albert Rivera. De nuevo se hablaba de un posible sorpasso de Podemos. En 2018, Sánchez vivía en un permanente ruido interno, con Díaz y varios barones maniobrando contra él. Pero llegó la sentencia del caso Gürtel, se lanzó a una moción de censura que antes siempre había descartado, aprovechó la oportunidad, se dio una conjunción perfecta entre el PNV y el entonces PDeCAT y de nuevo la fe inquebrantable en sí mismo, el esfuerzo y la suerte le llevaron de forma completamente inesperada, cuando estaba cuarto en las encuestas, a La Moncloa.
Y ahí supo aprovechar cada minuto la inmejorable vidriera del poder. Sánchez se reveló como un líder capaz de hacer en horas un gobierno que impactó a todos, con fichajes independientes y de prestigio, y sobre todo como el primer presidente español con dominio de idiomas y una clara ambición de ser alguien en el el circuito de los líderes internacionales. Y además, empezó una gestión progresista —pactada con sus socios de Podemos, entonces casi con tantos diputados como él, 85 a 71—, pero que él encarnaba mientras su imagen subía en las encuestas. Subida del salario mínimo a 900 euros —un 22% de golpe, la mayor de la historia— aumento de las pensiones, reformas económicas de carácter progresista.
En España muchos aún no lo tomaban en serio, en la derecha, incluso, lo llamaron okupa, pensaban que se hundiría rápidamente con una mayoría muy inestable. Pero de nuevo, aprovechó el momento y convocó elecciones en 2019 cuando los independentistas le tumbaron los Presupuestos y la derecha venía de la foto de Colón. Salió casi perfecto. El PP de Pablo Casado se hundió hasta los 66 diputados, su mínimo histórico, y Sánchez logró casi el doble, 123.
Tenía unos números muy buenos, con dos opciones de gobierno: acuerdo con Podemos, que necesitaba a los nacionalistas e independentistas, o con Ciudadanos, que daba mayoría absoluta. Y ahí cometió un error muy evidente, que se vería con el tiempo, tal vez el mayor de su carrera: forzó una repetición electoral por no querer una coalición con Pablo Iglesias, perdió escaños, desapareció la opción de Ciudadanos, que se hundió, y el PP se recuperó mucho, hasta los 90. Y eso le forzó a aceptar una coalición más débil ―10 escaños menos― y más atada a ERC y Bildu.
Sánchez no se paró por esa debilidad. Su fe inquebrantable en sí mismo seguía ahí. Pero esta vez la suerte ya no estaba tan presente. Nada más empezar el gobierno de coalición, con sus enormes dificultades, llegó la pandemia y arrasó todo. Muchos presidentes en todo el mundo quedaron devorados políticamente por ser los responsables últimos de encerrar a millones de personas en sus casas, de parar la economía. Pero Sánchez y su ministro de la pandemia, Salvador Illa, después de un inicio de gestión desastroso ―tardaron varios días en entender que tenían que cerrar todo porque la epidemia estaba entrando desde Italia, que tiene decenas de vuelos diarios con España― salieron fortalecidos de la pandemia. Illa de hecho ganó las elecciones en Cataluña justo en los estertores del Covid. Y Sánchez, al que la oposición intentó tumbar en plena pandemia, al votarle en contra sus estados de alarma, logró mantener su valoración alta entre la izquierda, aunque el rechazo en la derecha iba creciendo sin freno.
La coalición aprovechó para hacer una gestión progresista, con un escudo social costosísimo y muy eficaz que protegió a los trabajadores y permitió salir aun con muchas heridas, y más de 80.000 muertos, pero con una economía con vida. Después llegaron otras medidas progresistas estrella, como la reforma laboral de Yolanda Díaz, ya cuando Pablo Iglesias había dimitido y la había convertido en líder del espacio a la izquierda del PSOE. De nuevo, la suerte de Sánchez entró en acción: la reforma decisiva salió por un voto, por un error de un diputado del PP. Pero no fue solo una. La coalición logró aprobar casi 200 leyes en la legislatura. La fama de invencible del presidente se extendía no solo en España, también en Europa, donde los progresistas lo miraban con envidia mientras en sus países arrasaba la derecha y la ultraderecha. Sánchez además multiplicó sus gestos hacia la izquierda, como la exhumación de los restos de Franco para sacarlos del descomunal mausoleo de Cuelgamuros y llevarlos a un discreto cementerio familiar.
Pero la derecha no se quedó quieta. Un nuevo golpe de Estado interno, esta vez en el PP, descabalgó a Pablo Casado, que había osado acusar de prácticas inaceptables nada menos que a Isabel Díaz Ayuso, cuyo hermano se había llevado en plena pandemia una comisión de 234.000 euros por vender mascarillas a la Comunidad de Madrid, y trajo a Madrid a Alberto Núñez Feijóo. Aunque Sánchez siempre lo despreció, nadie en La Moncloa negaba que Feijóo era mucho mejor candidato que Casado. La derecha se fue rearmando, la desaparición de Ciudadanos y el desgaste del PSOE y Unidas Podemos tras años de Gobierno, pandemia y una guerra en Ucrania, que ayudó a disparar la inflación, hicieron mella y poco a poco Sánchez fue cayendo en las encuestas mientras Feijóo se disparaba.
Parecía llegado el final del imbatible Sánchez. Las elecciones autonómicas y locales de 2023 eran la puntilla: el PSOE perdió casi todo su poder. De nuevo, el líder, con una fe inquebrantable en sus posibilidades, dio otra vuelta de tuerca y ese mismo día decidió adelantar las elecciones. Cuando casi todo el PSOE estaba hundido y daba por hecha la llegada de la derecha, Sánchez se echó la campaña a la espalda, recorrió los medios que más le habían criticado, y movilizó de una manera imprevista a la izquierda con la ayuda inestimable de Feijóo, que cometió el error de permitir que la campaña se viera dominada por sus pactos autonómicos y municipales con Vox, que asustaban a los progresistas.
Sánchez siguió cometiendo errores importantes —el debate con Feijóo fue un desastre— pero siempre se levantaba, mientras su rival cometía otros aún mayores, como desafiar a una periodista, Silvia Intxaurrondo, con un dato que se mostró erróneo: el PP no siempre subió las pensiones al IPC, o no acudir al último debate a cuatro. De nuevo, contra pronóstico, con todo en contra, Sánchez logró lo imposible: un millón de votos más que en 2019, tanto que estuvo a punto de ganar a un PP que se llevó todos los votos de Ciudadanos y unos cuantos de Vox. Feijóo ganó a Sánchez por poco más de 300.000 votos, 1,3 puntos.
Y sobre todo, después de aceptar la amnistía que siempre había negado, Sánchez logró la cuadratura del círculo: una investidura con Sumar, PNV, Bildu, ERC, Junts y BNG. Ya desde las negociaciones se veía que la extrema debilidad de la mayoría iba a deparar una legislatura muy complicada, mientras la derecha se movilizaba por todo el país para tumbar a Sánchez cuanto antes, para evitar que de nuevo se consolidara contra todo pronóstico. Los socialistas admitían que estaban pasándolo mal, que la caída de los Presupuestos, que Sánchez decidió no presentar en cuanto se convocaron las elecciones catalanas, era un golpe duro. Pero aún así, confiaban en recuperarse después de las catalanas, enfocar la legislatura y volver a exhibir el milagro eterno de Pedro Sánchez, la remontada perpetua, gobernando incluso en Cataluña, y sobre todo con un Presupuesto a finales de año.
Sánchez ahora tiene muchos más detractores que en 2014, cuando empezó y casi nadie lo conocía. El odio que le profesa un sector importante del mundo conservador es imposible de ocultar. El antisanchismo es un factor político muy relevante, de la misma manera que lo es la conexión especial que el presidente ha logrado con una parte importante del electorado progresista, que ve en él al representante máximo de la resistencia frente a la derecha. Pero lo que ya no sufre el Sánchez de 2024 es lo que le pasaba a su personaje en 2014, esto es que la gente no se lo tomara en serio. Sus rivales pueden detestarlo profundamente, pero incluso los más ultras saben que es un político con una inmensa capaz de recuperarse de las caídas. Y con un tirón electoral indiscutible que puede darle la vuelta a cualquier situación. En 10 años, Sánchez ha logrado que toda la política española gire alrededor de él, a favor o en contra. Por eso en cinco días no se ha hablado de otra cosa más que de su continuidad o su caída. Y por eso era tan relevante saber si seguía o se iba. Ahora que no se va, el juego empieza de nuevo con él en el centro, como siempre.
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