Testimonio de Vietnam: “Pasaron 50 años: ya no soy la niña del napalm”
La vietnamita Phan Thị Kim Phúc reflexionó que los sobrevivientes de las fotos de guerra, especialmente los que eran niños como ella, de alguna manera tienen que “dar vuelta la página”
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NUEVA YORK.- Crecí en la pequeña aldea de Trang Bang, Vietnam del Sur. Según mi madre, cuando era chica me reía mucho. Nuestra vida era simple y la comida nunca faltaba, porque mi familia tenía una granja y mamá tenía el mejor restaurante del pueblo. Recuerdo que me encantaba ir a la escuela y jugar con mis primos y vecinos, a saltar la soga o corretearnos alegremente por ahí.
Todo eso cambió el 8 de junio de 1972. Mis recuerdos de ese día pavoroso son como flashes. Yo estaba jugando con mis primos en el patio del templo, y en un instante, un avión pasó rasando sobre nuestras cabezas con un ruido ensordecedor. A continuación las explosiones, y el humo y el dolor inenarrable. Tenía 9 años.
El napalm se te pega, no importa lo rápido que corras, y te deja quemaduras espantosas y dolores por el resto de tu vida. No recuerdo haber corrido por esa calle ni haber gritado “¡Nóng quá, nóng quá!” (“¡Me quemo, me quemo!”). Pero las imágenes grabadas y el recuerdo de otras personas confirman que sí.
Muy probablemente hayan visto la foto que me sacaron ese día, escapando con otros de las explosiones: una niña desnuda con los brazos extendidos, dando alaridos de dolor. La foto fue tomada por el fotógrafo survietnamita Nick Ut, que trabajaba para la agencia Associated Press, fue tapa de los periódicos de todo el mundo, y ganó un Premio Pulitzer. Con el tiempo, la imagen se convertiría en una de las más icónicas de la Guerra de Vietnam.
Con esa notable fotografía, Nick Ut cambió mi vida para siempre. Pero también me la salvó: no bien me sacó la foto, bajó su cámara, me envolvió en una manta y me llevó corriendo en brazos para que me dieran asistencia médica. Y por eso tiene mi eterna gratitud.
Pero también recuerdo haberlo odiado por momentos, y cuando era chica detestaba esa foto. Pensaba: “Era una nena y estaba desnuda, ¿por qué me sacó esa foto? ¿Por qué la reveló? ¿Por qué mis padres no me protegieron? ¿Por qué soy la única que está desnuda, y mis primos y hermanos que también aparecen en la foto están con ropa?”. Me moría de vergüenza.
A veces quería desaparecer, ser invisible, no solo por las secuelas -las quemaduras me dejaron cicatrices en un tercio del cuerpo y fuertes dolores crónicos- sino porque había quedado desfigurada. Trataba de esconder las marcas con la ropa, sufría una profunda ansiedad y depresión. En la escuela, los otros chicos me evitaban, y para nuestros vecinos, y en cierta medida también para mis padres, yo era objeto de lástima. Fui creciendo con la sensación de que nunca nadie me iba a amar.
Mientras tanto, la foto se volvía cada vez más famosa, y eso me hacía todavía más difícil pilotear mi vida íntima y emocional. A principios de la década de 1980, respondí incontables entrevistas de prensa y fui recibida por reyes, primeros ministros y mandatarios, que esperaban encontrar alguna respuesta en esa imagen y en mi experiencia. Esa nena que corría por la calle se convirtió en un símbolo de los horrores de la guerra. Pero la persona real miraba desde la sombra, temerosa de que alguien descubriera que era una persona dañada.
La fotografía, por definición, captura un instante en el tiempo. Pero los sobrevivientes que aparecen en fotos, especialmente los niños, deben encontrar la manera de dar vuelta la página y seguir adelante. No somos símbolos: somos seres humanos. Somos personas que tienen que buscar trabajo, gente que los quiera, comunidades que los acepten, entornos donde aprender y enriquecerse.
Solo al llegar a la adultez, cuando escapé a Canadá, empecé a encontrar paz y a cumplir mi misión en la vida, con ayuda de mi fe, mi esposo y mis amigos. Colaboré con la creación de una fundación y empecé a viajar a países en guerra, para brindar asistencia médica y psicológica a los niños víctimas de la guerra, y ojalá también transmitirles que hay esperanza y nuevas oportunidades.
Viví en carne propia el bombardeo de mi aldea, la devastación de mi casa, la muerte de mis parientes y vecinos, y los cuerpos de civiles inocentes tirados en el medio de la calle. Esos horrores de Vietnam han sido ampliamente documentados en miles de fotos y rollos de película. Lamentablemente, son las mismas imágenes de una guerra en cualquier otra parte, como las preciosas vidas humanas que se pierden o dañan hoy en Ucrania.
Equivalente doméstico de las guerras
En otro sentido, también son las mismas imágenes aterradoras de los tiroteos escolares en Estados Unidos. Tal vez no veamos los cuerpos, como ocurre en los conflictos bélicos, pero estos ataques son el equivalente doméstico de las guerras. La idea de compartir las fotos de la carnicería, especialmente de niños, puede parecer insoportable, pero debemos hacer frente a esas imágenes. Es más fácil negar las realidades de la guerra si no vemos las consecuencias.
No puedo hablar por las familias de las víctimas de la masacre escolar en Uvalde, Texas, pero creo que mostrarle al mundo cómo son realmente las secuelas de un tiroteo puede servir para dejar expuesta esa espantosa realidad. Debemos enfrentar esta violencia de frente, y el primer paso es mirarla a la cara.
Llevo las secuelas de la guerra en mi cuerpo. Las cicatrices, tanto físicas o mentales, siempre estarán ahí. Hoy agradezco el poder contendido en esa fotografía mía cuando tenía 9 años, y también agradezco el viaje que he emprendido desde entonces como persona. Mi horror, que apenas recuerdo, se hizo universal, y me enorgullece haberme convertido con el tiempo en un símbolo de paz. Tardé muchos años en aceptarlo, pero 50 años después, puedo decir que me alegra que Nick haya capturado ese momento, a pesar de los sinsabores que esa esa imagen me trajo.
Esa imagen siempre servirá como recordatorio del mal indescriptible del que es capaz la humanidad. Pero a pesar de todo, creo que la paz, el amor, la esperanza y el perdón siempre serán más poderosos que cualquier arma.
Por Phan Thị Kim Phúc
The New York Times
Traducción de Jaime Arrambide
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