Los acuerdos de Oslo, la discreción como un arma para la paz
Los acuerdos entre Israel y la OLP de 1993 fueron el fruto de un sigiloso trabajo diplomático en la capital noruega. En un diálogo con LA NACION, Mona Juul recordó años después ese logro
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Los acuerdos firmados el 13 de septiembre de 1993 en la Casa Blanca por israelíes y palestinos, finalmente una tregua efímera en un prolongado y sangriento conflicto, fueron el punto final de un largo camino que tuvo su origen muy lejos de allí, en Oslo. Sin embargo, no fue la primera vez -y ciertamente no ha sido la última- que Noruega se instalaba en el primer plano internacional a raíz de una iniciativa de paz. Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, el país escandinavo ha forjado un estrecho vínculo entre su política exterior y los programas de las Naciones Unidas, y se ha esforzado por convertirse en un “puente” entre partes en conflicto y bloques antagónicos en el mundo.
En la década del 50, el canciller Halvard Lange estableció contactos con su par polaco Adam Rapacki, para ampliar las relaciones Este-Oeste. A fines de los 60, Noruega sirvió de canal secreto en los contactos entre diplomáticos de los Estados Unidos y Vietnam del Norte. Y ya en los 80 el canciller Thorvald Stoltenberg emprendió la labor mediadora entre Israel y la OLP. Guatemala y Colombia, entre muchos otros países, también han sido escenarios de los esfuerzos noruegos por la paz y la reconciliación.
El acuerdo alcanzado en Oslo entre israelíes y la Organización para la Liberación Palestina (OLP) -que estableció hace 30 años un reconocimiento mutuo entre ambas partes, la renuncia de la OLP a la violencia y allanó el camino para una autoridad nacional palestina- tomó por sorpresa al mundo, tal el sigilo y la discreción con que la diplomacia noruega manejó todo el proceso. Mientras los reflectores apuntaban hacia Washington, el “canal paralelo” abierto ocho meses antes en la ciudad nórdica comenzaba a avanzar. Fue no otra cosa que el fruto del pragmatismo: a comienzos de la década del 90, israelíes y palestinos se hallaban atrapados en una sucesión de encuentros improductivos. Terje Roed Larsen y Mona Juul, un matrimonio noruego con antecedentes diplomáticos y académicos, entró entonces en escena para sugerir una vía alternativa, un “diálogo privado”, alejado de la tensión mediática que rodea siempre a la capital norteamericana. Roed-Larsen ya había trabado conocimiento con oficiales israelíes y palestinos mientras visitaba una misión de ayuda en Gaza. En diciembre de 1992, el historiador israelí Yaír Hirschfeld se encontró en secreto en Londres con Ahmed Qureia (Abu Ala), un funcionario próximo a Yasser Arafat. A partir de allí, cinco noruegos pusieron en marcha 18 encuentros “clandestinos”, apelando a todo tipo de argucias para no llamar la atención al extremo que, por ejemplo, que un negociador palestino entrara a un hotel de Oslo disfrazado de chofer de ómnibus. El equipo negociador noruego estaba integrado por Roed-Larsen, Juul, el matrimonio conformado por el canciller Johan Joergen Holst -ya fallecido- y Marianne Heiber, directora del Instituto de Ciencias Sociales Aplicadas (FAFO) y Jan Egeland, por ese entonces secretario de Estado de la Cancillería y asesor de Kofi Annan para la pacificación de Colombia.
“Un milagro”
Mantener el secreto durante ocho meses de negociaciones subterráneas “fue un milagro”, contó Mona Juul a LA NACION durante una entrevista realizada en el año 2000 en el Ministerio de Relaciones Exteriores noruego, en la calle Victoria Terrasse 7, el mismo edificio que fue sede de la Gestapo durante la ocupazión nazi de Oslo.
El proceso formal había arrancado en Madrid, en 1991, cuando israelíes, palestinos y sirios se encontraron por primera vez en forma directa. Pero el diálogo se realizaba entre una delegación conjunta palestino-jordana y no con la OLP, que tenía su base en Túnez. Los interlocutores debían provenir de los territorios ocupados. Luego las conversaciones continuaron en la capital norteamericana, con delegaciones importantes y una masiva cobertura periodística. Sin embargo, esas negociaciones no producían resultado alguno.
Del lado israelí soplaban nuevos vientos con la llegada del laborismo al poder, pero luego de la asunción de Rabin todo siguió estancado. Comenzaron a barajarse otras opciones, porque era evidente la dificultad de no negociar directamente con la OLP: los representantes de Arafat siempre esperaban las instrucciones que les enviaban desde Túnez. Por su parte, los palestinos estaban ansiosos para ingresar de lleno en las negociaciones, pero eran dejados de lado por las ambiguas declaraciones que había hecho Arafat luego de la invasión de Irak a Kuwait. La OLP no había adoptado una actitud clara contra Bagdad. Económicamente, la organización estaba atravesando serias dificultades, porque muchos palestinos habían sido expulsados de los países del Golfo Pérsico. Todo esto hizo que la OLP buscara una salida que fuera aceptada definitivamente.
Representantes palestinos ya se habían comunicado varias veces con el canciller Stoltenberg para tratar de que Noruega ayudara a facilitar los contactos con Israel. Juul trabajaba en- la Cancillería, y estaba involucrada en los temas de Medio Oriente. Su marido dirigía el FAFO, y había realizado trabajos de investigación sobre las condiciones de vida en los territorios ocupados. Para poder llevarlo a cabo, debió obtener varios permisos, que le permitieron conocer a personajes clave de ambas partes, por ejemplo, Yosef Beilin, por entonces parlamentario israelí, y Uri Savir. Fue en ese momento en que surgió la idea de hacer algo para destrabar el diálogo de Washington.
Paraguas académico
Junto con el canciller, el equipo noruego invitó a ambas partes a viajar a Noruega para participar de un encuentro académico. El propósito inicial fue analizar las conclusiones del trabajo de Roed-Larsen en los territorios ocupados. Al despojar a la reunión de un marco puramente político, se dio a los israelíes la posibilidad de encontrarse con gente de la OLP, algo que para ellos era ilegal. Israelíes y palestinos se encontraron por primera vez cara a cara en enero de 1993 en las afueras de Oslo, para discutir lo que luego sería una declaración de principios para resolver sus disputas. El diálogo nació como un camino diplomático secundario, que eventualmente podía alimentar el canal principal de Washington. Pero resultó que lo realizado allí fue tan fructífero que transcurridos ocho meses pensaron que había que llegar hasta el final.
“Hubo una crisis en cada reunión, pero nosotros buscábamos limar los puntos de desencuentro, les hablábamos por teléfono y los convencíamos de regresar y trabajar más duro”, recuerda Juul.
Los noruegos hicieron algunas sugerencias, y entonces se convirtieron más en mediadores que simples facilitadores. En Oslo no sólo se acordó una declaración de principios sino también el mutuo reconocimiento, que era un prerequisito para la firma. Había otros países, además de Israel, que no reconocían a la OLP. Estados Unidos, por ejemplo. Al tratarse de un “encuentro académico”, las reuniones de Oslo no despertaron suspicacias en la prensa. También ayudó que al principio las delegaciones que acudían a la capital noruega no estaban integradas por personajes conocidos. Eso ocurrió después, y fue otro desafío, para el cual se tomaron todo tipo de precauciones. Sin embargo, hubo pequeñas “filtracíones”: un cable de la agencia AFP informó que se estaban realizando contactos en Oslo.
“Yo estaba aterrorizada, y temí que todo se echara a perder. Pero nadie recogió la noticia y siguió investigando. Supongo que los periodistas pensaron que era muy improbable que algo muy importante estuviera ocurriendo”, afirmó Juul.
¿Cuál fue la fórmula para mantener el secreto? Muy sencilla: muy poca gente sabía lo que estaba pasando. Ni siquiera las familias o los-amigos de los negociadores se enteraron. “Mi marido y yo desaparecíamos completamente los fines de semana. Y no le decíamos nada a nadie”. apuntó Juul.
Tantas precauciones tenían un motivo: basta con imaginar qué hubiera sucedido si en Israel se enteraban de que funcionarios suyos estaban dialogando con su archienemigo. Todos eran en Oslo conscientes de la tremenda responsabilidad que tenían los protagonistas sobre los hombros, especialmente Rabin y Arafat. Cualquier método era válido para mantener el secreto: inventar excusas para que las delegaciones pudieran viajar a Oslo, darles boletos a terceros países para no levantar sospechas, disfraces... algo muy difícil de repetir, porque la prensa local se sintió terriblemente mal por no haberse enterado.
Meses después de que el acuerdo salió a la luz, un negociador noruego le preguntó a los periodistas qué hubieran hecho si se hubieran percatado de lo que ocurría y decidían publicar la información, aún sabiendo que ponían todo en peligro. Y todos dijeron que lo hubieran escrito igual.
Clima de confianza
La intención inicial en Oslo fue hacer una declaración de principios. Es decir, preguntarse: ¿cómo construir la paz? Y se decidió por un avance gradual, dejando para adelante las cuestiones más complejas. La idea del equipo noruego era que, cuanto más tiempo transcurriera y las partes se conocieran más, más fácil sería abordar en el futuro los temas más controvertidos. Había que crear un clima de confianza mutua. Pero luego de la firma del acuerdo en Washington comenzaron a movilizarse las fuerzas contrarias a la paz. Hubo ataques suicidas y actos terroristas de grupos palestinos en Israel. Esto hizo que en Oslo muchos se plantearan si no hubiese sido mejor ir más allá de la declaración de principios y haber encarado también los temas difíciles, para no darle tiempo a los enemigos de la paz para que trabajaran contra el proceso. Pero los negociadores coincidieron en que hicieron lo correcto. Luego vino el asesinato de Yitzhak Rabin, la violencia de Hamas, la historia dio nuevos giros y escribió otra página.
La conmoción de 1995
Para Mona Juul, la muerte de Rabin, en noviembre de 1995, significó un golpe duro que puso en duda todo el futuro del proceso. Ella lo recordó así: “Estaba trabajando en nuestra embajada en Tel Aviv, y mi marido estaba en Gaza, como representante especial de la ONU. Era un sábado, y discutíamos con nuestros amigos si debíamos asistir al acto donde iba a estar Rabin. Pero entonces recordamos que Arafat nos había invitado a una cena en Gaza porque el presidente de Portugal, Mario Soares, estaba de visita oficial, y mi marido debía asistir. Después de la cena, el dirigente palestino Abu Mazen se acercó a mi esposo y a mí, nos apartó del grupo y nos dijo: “dicen que no es grave”. Todos nos fuimos a la oficina de Arafat, donde se encontraban sus allegados, para averiguar algo más. Al poco tiempo alguien nos informó que Rabin había muerto. Entonces nos dirigimos a la casa de huéspedes, donde estaba Arafat con Soares. Mi marido y yo lo abrazamos. Temblaba como una hoja, y vimos lágrimas en sus mejillas. Estaba completamente destrozado, como si se hubiera muerto un hermano suyo. Nos sentamos junto a él y le tomamos las manos, Fue un momento difícil.
-¿Qué cree que pensó Arafat en ese momento?
Sintió que perdía a un socio para la paz, en lo que habían construido juntos, y en lo que podría ocurrirle también a él. Creo que en ese instante comprendió lo peligroso que es comprometerse con un proceso como ése, que requiere tantos gestos de coraje.
¿Pensó usted en ese momento que todo el proceso estaba en peligro?
-Sí, por un instante pensamos que todo había terminado. Sabíamos que Shimon Peres era el probable sucesor y que era el más indicado para seguir adelante con el proceso. Pero Rabin, con toda su fortaleza y el apoyo de la sociedad, como militar, era el “señor seguridad”, muy diferente a Peres.
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