Opinión: un festejo por la reina que no alcanza para esconder cómo retrocedió el poderío del Imperio británico
Dada la baja popularidad del heredero inmediato de Isabel y el crecimiento del antimonarquismo entre los jóvenes británicos, también puede ser uno de los últimos jubileos reales que el país tiene oportunidad de celebrar
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WASHINGTON.- El Jubileo de Diamante de la reina Victoria se celebró en 1897 y marcó el cenit del poderío británico en el escenario mundial. Habían pasado seis décadas desde el ascenso de Victoria al trono, y la monarca, ya medio ciega y deteriorada de salud, era el vértice de un imperio que se extendía por todos los continentes y sometía a una cuarta parte del planeta al señorío de la corona británica.
Ese alcance planetario del Imperio británico se vio reflejado en las ceremonias y festejos que se realizaron en todo Londres. Un ejército multirracial de 25.000 soldados -destacamentos de la India, del Natal sudafricano, de las remotas islas de Malta y Trinidad, y más allá- acampó en Hyde Park varios días antes del desfile del jubileo, y más de 3 millones de personas se deslazaron hasta Londres para participar de las celebraciones. Regimientos de sijes con turbante y canadienses a caballo escoltaron en procesión los carruajes de los príncipes de la India y de las delegaciones de otros 11 primeros ministros de las colonias británicas.
“Nunca nadie, creo yo, fue recibido con una ovación como la que me dieron al recorrer esos 10 kilómetros de calles”, escribió Victoria en su diario íntimo. “Los vítores eran ensordecedores y cada rostro parecía henchido de verdadera alegría. Me sentí muy conmovida y gratificada”.
Mark Twain, que estaba de visita y no precisamente en la corte de Victoria, captó algo más profundo en esa efusión de éxtasis popular. Por entonces, el Parlamento británico y las autoridades elegidas por el voto ya ejercían gran parte del control de los asuntos cotidianos del Estado, pero en toda esa pompa y circunstancia Twain entrevió el vínculo visceral entre la monarca y los muchos territorios a sus pies: el jubileo en honor a Victoria estaba enteramente pensado como un espectáculo ideológico, una exhibición de supremacía imperial.
“Era evidente que la procesión era Victoria en sí misma, que todo lo demás era espuma, que en ella la gente veía al mismísimo Imperio británico”, escribió Twain.
Este fin de semana, Gran Bretaña tampoco escatima pompa y circunstancia para celebrar el Jubileo de Platino de la reina Isabel II. El jueves, 1400 soldados con gorro de piel de oso y un lobero irlandés llamado Seamus desfilaron bajo el balcón de Isabel en el Palacio de Buckingham. Setenta aviones de la Real Fuerza Aérea realizar un ruidoso sobrevuelo de exhibición, y durante un fin de semana extendido de cuatro días los británicos se entregarán a la fiesta y los festejos.
Pero así como el espectáculo del jubileo de Victoria era una muestra de la superioridad del imperio como forma de gobierno, las celebraciones del largo reinado de Isabel no alcanzan para esconder hasta qué punto se ha encogido el territorio británico.
Hace rato que al Imperio británico le llegó la noche, con excepción de un par de archipiélagos inclementes desparramados por los océanos. Los vínculos que mantienen con la corona las decenas de estados independientes que integran el Commonwealth son, en el mejor de los casos, apáticos. Y a nivel interno, el embrollo político por la ruptura con la Unión Europea (UE) terminó fogoneando la posibilidad de una fractura del propio Reino Unido.
Lejos de tener el poder que ostentaba Victoria y que definió una época, hoy Isabel y los suyos gobiernan mayormente sobre el reino del kitsch y los chimentos. Viven sus vidas como portadores de siglos de pesadas tradiciones en un presente mucho, mucho más banal. Para ese público que mira embobado, son objeto de curiosidad, y hasta de pena, o sirven como tema de alguna serie prestigiosa de televisión. La mayoría de las veces, sin embargo, son una fuente inagotable de intriga para la prensa chabacana, ya sea por los supuestos delitos sexuales del príncipe Andrés o por las peloteras intestinas de la Casa de Windsor.
Son pocos los británicos que al mirar a su realeza esperan una imagen de grandeza y poderío geopolítico. Su duradero amor por su reina -que según las encuestas de opinión es indiscutiblemente popular-, responde a algo mucho más doméstico. Tal como escribió mi colega William Booth, “para los envarados británicos, celebrar ‘a la reina y al país’ es una manera de celebrarse a sí mismos, de agitar banderitas británicas con un patriotismo sin estridencias, y de dejar atrás el dolor de la pandemia y las interminables peleas por el Brexit”.
Pero desde el momento mismo de su ascenso al trono británico Isabel se insertó en un relato imperial que se extendía mucho más allá de las costas británicas. De hecho, se enteró de la muerte de su padre, el rey Jorge VI, cuando se encontraba en un hospedaje de vida silvestre en Kenia, por entonces todavía colonia británica. Según sus detractores, en las siete décadas pasadas desde entonces, Isabel parece no haberse enterado de las fechorías perpetradas por el imperio del que sigue siendo mascarón ceremonial, como la violenta campaña de represión implementada por las autoridades británicas de Kenia en la década de 1950, durante el levantamiento anticolonial conocido como Rebelión del Mau Mau.
“Hasta el día de hoy, nunca ha admitido públicamente, y menos aún se ha disculpado, por la represión, la tortura, la deshumanización y el despojo al que sometió al pueblo de la colonia de Kenia antes y después de acceder al trono”, le dijo Patrick Gathara, comentarista político keniata, a la agencia AP.
En ese mismo artículo, la académica jamaiquina Rosalea Hamilton explica por qué considera que la reina debe dejar de ser cabeza de Estado de su país. “Cuando pienso en la reina, la imagen es de una viejita dulce y buena”, dice Hamilton. “Pero el tema no es con ella, sino con la riqueza de su familia, amasada con la sangre de nuestros ancestros. Todavía lidiamos con una herencia de un pasado que fue sumamente doloroso.”
A principios de este año, el viaje a América Central y el Caribe del príncipe Guillermo y su esposa Kate, duque y duquesa de Cambridge, estuvo signado por las protestas y las manifestaciones de repudio. En Jamaica, decenas de destacados líderes e intelectuales firmaron una carta dirigida a la pareja, donde exigían una disculpa formal de Gran Bretaña, así como reparaciones por su legado de esclavitud y explotación colonial en la región.
“No vemos razón alguna para celebrar los 70 años del ascenso de su abuela al trono británico, ya que su mandato y el de sus predecesores han perpetuado la mayor tragedia de derechos humanos en la historia de la humanidad”, decía la carta.
Jefa de Estado de 14 países
Gracias a esa historia colonial, Isabel sigue siendo la jefa de Estado de 14 países fuera del Reino Unido, pero ese número seguramente se seguirá reduciendo. Jamaica y otros cinco países del Caribe planean seguir los pasos de Barbados y cortar los lazos con la monarquía británica. Y en algunas grandes democracias occidentales, como Australia y Canadá, el republicanismo se cuece a fuego lento desde hace tiempo y está a punto de aflorar.
En sus declaraciones del jueves, el flamante primer ministro australiano de centroizquierda, Anthony Albanese, honró a Isabel y dijo que los australianos siguen sintiendo “respeto y afecto” por ella. Pero agregó que la relación de su país con Gran Bretaña “ya no es lo que era en los albores de su reinado”.
En alusión a la agenda republicanista del Partido Laborista al que pertenece, Albanese dijo: “Ya no hay un padre y un joven inexperto: ahora somos pares”.
La paridad, por supuesto, no es precisamente un principio que se lleve bien con una monarquía hereditaria. Y si sienten alguna incomodidad con su sistema político, lo más probable es que la mayoría de los británicos -con un par de notables excepciones- lo dejen en suspenso, al menos durante este fin de semana de juerga y alegría.
La edad avanzada y el deterioro de salud de Isabel permiten pensar que este jubileo puede ser la ocasión postrera para celebrar su largo reinado. Y dada la baja popularidad de su heredero inmediato y el crecimiento del antimonarquismo entre los jóvenes británicos, también puede ser uno de los últimos jubileos reales que su país tiene oportunidad de celebrar.
The Washington Post
Traducción de Jaime Arrambide
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