Opinión: ¿el mundo en verdad se está desmoronando o simplemente es una sensación?
Esa sensación de caos, por hechos como la guerra en Ucrania o el magnicidio de Abe, parece difícil de conciliar con mediciones a largo plazo que muestran que el planeta, en muchos aspectos, va cada vez mejor
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NUEVA YORK.- ¿Habrá entrado el mundo en una era de inusual turbulencia o solo parece? Bastaría leer los titulares para llegar a la conclusión de que algo se ha roto. La pandemia. La escasez mundial de granos. La guerra de Rusia en Ucrania. La debacle política y económica en Sri Lanka. El magnicidio de un exprimer ministro en Japón. Y en Estados Unidos, inflación, asesinatos en masa, la hora de la verdad sobre los hechos del 6 de enero de 2021 en el Capitolio y la desaparición del derecho al aborto.
Esa sensación de caos parece difícil de conciliar con mediciones a largo plazo que muestran que el mundo, en muchos aspectos, va cada vez mejor.
Las guerras, por ejemplo, son más infrecuentes hoy que en ningún momento de los últimos 50 años, y cuando ocurren, dejan un número de muertos significativamente menor. Los genocidios y las atrocidades en masa también son más inusuales que nunca, y la esperanza de vida, el alfabetismo y los estándares de vida siguen subiendo, en promedio, y alcanzan niveles históricos.
En paralelo, se registra un descenso sostenido del hambre, la mortalidad infantil y la pobreza extrema, y eso ha liberado a cientos de millones de personas de los principales flagelos que sufre la humanidad.
¿Por qué entonces, a pesar de esos datos, tenemos la sensación de que todo empeora sin fin?
Me permito apuntar algunas de las razones, más o menos tranquilizadoras, de ese aparente contradicción, sin olvidar la más importante de todas: el estado de la democracia, cuya salud no está mejorando para nada.
Los avances más significativos que está experimentando el mundo son graduales y se dan a lo largo de varias generaciones.
Cientos de millones de personas, por ejemplo, podrán vivir vidas más largas y saludables que sus padres, pero esos cambios a menudo son sutiles y elevan la calidad de vida de sociedades enteras, y por lo tanto son más difíciles de percibir por cada individuo en particular.
Tendemos a juzgar cómo nos va comparándonos con las personas que nos rodean, o con nuestro propio pasado reciente, y no en comparación con puntos de referencia abstractos, o con las generaciones que nos precedieron.
Muchos de los cambios positivos, además, no tienen que ver con cosas que ocurren, sino con cosas que se evitan. Nadie se da cuenta de las guerras que no suceden, de los familiares que no caen víctimas de la enfermedad, de los niños que no mueren durante la lactancia.
Para vaya uno a decirle a una sociedad en crisis, como Hong Kong en medio de un autoritarismo invasor, o el Líbano en caída libre, que está viviendo en una era inédita de creciente bienestar y amenazas en retroceso. Lo más probable es que nos miren con desconfianza.
Y gracias a internet y al incremento exponencial del consumo de información, incluso quienes están lejos de las crisis viven en un mundo digital de actualizaciones constantes y terribles. Las noticias resonantes, como un tiroteo masivo o la guerra en Ucrania, llegan a convertirse en una presencia constante en nuestras vidas.
Si en las redes sociales y pantallas de inicio tenemos un flujo constante de calamidades, alimentamos una abrumadora y a veces magnificada sensación de amenaza, como si el mundo mismo se viniera abajo.
Cuando la gente dice sentir que el mundo se derrumba, no está hablando de indicadores a largo plazo, como la esperanza de vida: lo que siente es que la humanidad está asediada como nunca por trastornos y emergencias de un nivel inusitados.
Pero también puede decirse, aunque solo es consuelo para los economistas, que las crisis de hoy son más infrecuentes y hasta menos severas que en el pasado reciente. De hecho, las crisis económicas agudas fueron más comunes en la década de 1990 que en la actualidad, y las décadas anteriores, en la mayoría de los sentidos, fueron todavía peores.
Optimismo desigual
Pero la sensación de que el mundo está empeorando no es universal. De hecho, es una visión que cunde mayormente entre los habitantes de los países ricos, como Estados Unidos.
Encuesta tras encuesta se ha revelado que la mayoría de las personas en países de ingresos medios y bajos, como Kenya o Indonesia, tienden a manifestar optimismo sobre el futuro, tanto personal como de sus sociedades. Dichos países representan la mayor parte de la población mundial, o sea que el optimismo, créase o no, el estado de ánimo global predominante.
Al fin y al cabo, en esos países es donde más se sienten los avances graduales y a largo plazo en salud y bienestar general.
Muchas de esas regiones también sufrieron décadas de guerra civil y agitación durante la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética las usaron como campo de batalla delegado, apoyando y financiando a líderes déspotas y grupos insurgentes.
Y esas mismas encuestas son las que revelan que en los países ricos, la mayoría es pesimista sobre el futuro. En gran medida, la discrepancia puede deberse a la movilidad social, y no a los titulares de noticias globales: en los países de bajos ingresos, la gente tiende a creer que en el futuro su situación económica será mejor, mientras que las personas de los países ricos consideran poco probable mejorar aún más su situación.
El problema es que el pesimismo sobre nuestras circunstancias personales puede traducirse fácilmente en pesimismo sobre el mundo en general.
Pero frente a todos esos indicadores que muestran un avance global sostenido, hay un indicador que muestra una erosión dramática y desestabilizante: el estado de la democracia.
Deterioro democrático
Durante siete décadas, el número de países considerados democráticos aumentó. Además, la calidad promedio de esas democracias –elecciones libre y justas, el Estado de derecho y otros factores– también mejoró de manera sostenida.
Hace unos 20 años, sin embargo, ese aumento empezó a frenarse, y los investigadores han descubierto desde hace cinco o seis años el número de democracias en el mundo se ha reducido por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial.
Las democracias que existen, además, son cada vez menos democráticas, más polarizadas y más propensas a la disfunción política o directamente al colapso.
Basta con analizar el surgimiento de gobiernos caudillistas en Hungría, Filipinas o Rusia, los ataques a los tribunales en Polonia, el extremismo hindú en la India, o los temores de una toma del poder en Brasil.
Tal vez sean ejemplos especialmente graves, pero son la vanguardia de una tendencia global. Lo mismo ocurre en Estados Unidos, país que según los observadores viene experimentando una sostenida erosión democrática.
Para los norteamericanos que pasaron la mayor parte de sus vidas en una sociedad segura y estable, el cambio a una crisis política aparentemente interminable es muy desestabilizador. A su vez, eso hace que el mundo parezca más oscuro y más alarmante, y que hasta los eventos lejanos resulten más inquietantes y perturbadores.
Como es natural, la gente busca patrones que se repiten. Basta con experimentar algo una vez, especialmente si esa experiencia es traumática, y empezaremos a verlo en todas partes.
Para esos estadounidenses que de un día para el otro se desayunaron con los robos electorales o los disturbios sociales, los eventos similares que ocurran en el extranjero tendrán de pronto una resonancia mucho más visceral.
Son factores que se van sumando. Un puñado de crisis en lugares remotos cuya interconexión los estadounidenses de hace 30 años habrían descartado, hoy les parecen evidentemente relacionadas. Es más, hasta pueden sentirla como una prueba más del colapso global.
Max Fisher
The New York Times
Traducción de Jaime Arrambide
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